El hombre que no solo fue Rector

Gonzalo Ugidos

 

Cuando me dio clases de Historia del Derecho en la Complutense, Gustavo Villapalos estaba a punto de ser catedrático y, a sus 25 años, era casi tan joven como sus alumnos. Citaba de memoria largos  párrafos de las leyes medievales o del manual de su maestro, Alfonso García-Gallo. Ese prodigio, unido a su capacidad de seducción con su exquisito trato, fascinaba a sus alumnos de ambos sexos, a ellas sobre todo. Cosa que buscaba de propósito. Tal vez por ciertos  asuntos freudianos de la infancia, necesitaba ser querido. Como todos, pero aún más que todos. Con el tiempo se conformaría con ser temido, al menos admirado, siguiendo las enseñanzas de otro de sus maestros más queridos: Maquiavelo, al que citaba de carrerilla en italiano.

Como director del Colegio Mayor San Juan Evangelista (ya era por entonces el mítico Johnny, una isla de rojos en el archipiélago universitario posfranquista), con una mano animaba la anarquía de los colegiales y con la otra ponía una vela a Dios o a los santos. Si la característica de una gran inteligencia es la capacidad de usar el cerebro manejando a la vez dos ideas contradictorias, Gustavo Villapalos poseía una inteligencia de varios pisos y con tragaluz. Amaba la contradicción. Disfrutaba con ella. Siempre cerca de la contradicción, olfateaba los vientos y se dejaba llevar por ellos. “Lo único inmutable es Dios y  la geometría, todo lo demás es continua variación”, me dijo cuando era uno de sus colaboradores menos complacientes. Por las mañanas visitaba al arzobispo de Madrid y por las tardes presentaba en sociedad a Santiago Carrillo, que acaba de quitarse la peluca.

Su ascenso a los cielos de la notoriedad fue como rector efervescente de una Universidad Complutense colosal de pasado y de tamaño, pero rancia de cultura corporativa. No solo le dio la vuelta como a un guante y sentó las bases de su modernización y de su nuevo prestigio, sino que él mismo se convirtió en un líder social, en una personalidad para todo. Sobre todo a su regreso de Bagdad,  en el otoño de 1990. Había viajado como miembro de la delegación no gubernamental española para obtener de Sadam Hussein la  liberación de varios rehenes españoles. Y con ellos volvió. Fue su mayor momento de gloria, luego se fue desvaneciendo tras su paso por la Consejería de Educación del gobierno de Ruiz-Gallardón.

Lo que no se ha desvaído es la huella que dejó en el rectorado de la Universidad Complutense, ni siquiera predecesores tan notables como Claudio Sánchez-Albornoz, Fernando de los Ríos, José Gaos  o Pedro Laín Entralgo dejaron una herencia tan promisoria. Fue un gran académico, un magnífico rector y una personalidad tan proteica que algunos lo veíamos como un personaje de Balzac. Él siempre prefirió a Proust y a Lawrence Durrell. Que la tierra le sea leve.

 

Gonzalo Ugidos fue director de Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid