Julio César Iglesias: “El periodismo se come los años como si fueran minutos”
Por Manuel Tapia Zamorano
A principios de la década de los setenta del siglo pasado, vino a Madrid desde su pueblo natal (Fermoselle, Zamora) para estudiar Ingeniería de Caminos, pero muy pronto se dio cuenta de que lo que le atraía realmente era el mundo del periodismo. Dio sus primeros pasos como cronista deportivo en los diarios Marca y As, y su afán por contar historias de diferentes ámbitos y temáticas le llevó a trabajar en El País, Radio Nacional, Interviú y otros medios.
Julio César Iglesias ha recopilado una muestra de sus mejores trabajos en El buscador de balas perdidas (Editorial La Felguera), un volumen publicado recientemente que muestra una estremecedora galería de personajes y sucesos de los años de la Transición, como el crimen de los Galindos, el “caso Urquijo” y la historia del último verdugo de Madrid.
Premio Nacional de Periodismo en 1984, ganador de la Antena de Oro en 1990 y 2000 y Premio Ondas en las ediciones de 1990, 1994 y 2005), Julio César Iglesias ha vivido la profesión con ilusión, intensidad y pasión a partes iguales, aunque reconoce que el oficio de periodista “se come los años como si fueran minutos”.
En una larga y amena entrevista por teléfono, trufada de recuerdos y anécdotas, quien tuvo el acierto de bautizar con el nombre de “La Quinta del Buitre” a unos canteranos del Real Madrid que cambiaron el fútbol, repasa pasajes de su vida profesional y explica algunas de las claves de lo que considera buen periodismo.
“Siempre hay una historia que contar en la calle más próxima y en la hora más inmediata. Por eso se necesita tener los ojos abiertos y hacer las veces de notario y de testigo, con todas las de la ley. El periodista debe tener en cuenta la verdad oficial y lo que él mismo percibe porque se lo dicen sus ojos”, concluye.
¿Qué razones le llevaron a hacer esta selección de artículos y crónicas de temática social, deportiva y de sucesos en los diferentes medios en los que trabajó? ¿Cómo surgió la idea de escribir un libro de estas características?
En 2021 me llamó el escritor y editor Servando Rocha, que estaba preparando un libro sobre el boxeador Dum-Dum Pacheco, quien le recomendó que me llamara porque yo conocía muy bien la vida del púgil. Le dijo, además, que fui yo precisamente quien le puso el apodo de “Dum-Dum” (un tipo de bala que se deforma y expande al impactar).
Servando había leído muchas crónicas y reportajes míos que le habían gustado mucho. Eran textos periodísticos que reflejaban la historia de la Transición, que por aquellos años empezaba a desarrollarse. Me dijo entonces que, si yo me animaba, él estaba dispuesto a publicar una selección de aquellos trabajos.
En la contraportada del libro se dice que el estilo de Julio César Iglesias recuerda a periodistas de la talla de González Ruano o Chaves Nogales, e incluso a referentes del Nuevo Periodismo como Hunter S. Thompson. ¿Usted se reconoce en esos autores o le abruman esas comparaciones?
No me siento abrumado porque tampoco me reconozco en ellos (risas). Yo soy un tío de Zamora que vino a estudiar a Madrid porque mis padres eran maestros y en casa había una tradición de cuidado del lenguaje. La tradición de escribir la seguía a diario en mis padres.
Desde que llegué a Madrid escribí relatos para contar en dos folios las cosas que yo veía en los distintos ambientes de la capital que frecuentaba. Mis antecedentes literarios fueron los clásicos, porque yo los podía leer en casa. El periodismo fue luego una profesión maravillosamente sobrevenida porque mi intención inicial era hacerme ingeniero.
Cuando empecé a trabajar en el periodismo escrito fue, y no sé si exageraré al decirlo así, con todos los vicios adquiridos. Fue tiempo después cuando me hablaron de Gay Talese y compañía, pero a todos ellos los conocí a posteriori. Y no tuve ningún afán de emulación. A mí me gustaba escribir a mi manera, con las influencias de los años del bachillerato y las lecturas de mi casa.
¿Qué similitudes encuentra entre la crónica negra que hacía en su época con el periodismo de sucesos de ahora?
El punto de partida no deja de ser el mismo porque el periodista se encarga de documentar un asunto para contar una historia. Lo que ocurre es que los medios sí han cambiado. De una historia como la del último verdugo y la de los tres ajusticiados: Monchito, la envenenadora de Valencia y Jarabo, cualquiera de las plataformas televisivas haría hoy perfectamente una serie.
Yo tuve la oportunidad de hablar con el último verdugo horas y horas, sin tasar el tiempo, y eso me permitía reunir los datos que me daba, los que yo obtenía y sumarlos a las impresiones que percibía con cada cosa que me decía.
No sé con detalle cómo se trabaja hoy, pero si yo tuviera los treinta y tantos años que tenía entonces y me pidieran una entrevista al último verdugo, yo habría enfocado exactamente igual aquello, habría aprovechado las horas al máximo. Nunca fui de grabadora, fui de notas. Las notas me permitían entrecomillar frases literales con impresiones personales que obtenía a lo largo de las conversaciones. No me parecía una mala forma de trabajar. Yo enfoqué siempre mi trabajo de un mismo modo: enterarme del mayor número posible de datos, tener las opiniones que me parecían relevantes y hacer el papel de observador por cuenta del lector.
¿Cómo fueron sus primeros años en El País?
Llegué a El País en octubre de 1976, cuando el periódico llevaba solo cinco meses en la calle. Era una época en la que trabajaba ya en la radio porque entonces no existía ninguna ley de incompatibilidades. Entonces la media de edad de la redacción del periódico era muy baja, con una gran mayoría de redactores que rondaban la treintena.
En aquellos primeros años de la Transición había una enorme cantidad de información y había que hacer frente a aquello. Había mucha movilidad. De repente tenías que salir corriendo a buscar un comunicado de un grupo terrorista que había llamado a la redacción para avisar de que habían dejado la nota encima de una cabina telefónica. Y allá que íbamos un compañero mío y yo para recoger ese comunicado.
Había mucha efervescencia porque ocurrían muchas cosas, muchas de ellas malas, pero había una demanda de información que los periodistas debíamos atender.
Afirma en el libro que consiguió convencer a sus jefes para poder contar las cosas “a su manera”. ¿Cómo era aquella manera suya de contar las cosas?
En mi época de El País existía una norma que tenía que ver con la teoría de la pirámide invertida y que obligaba a los redactores a escribir los textos de tal manera que el editor pudiera cortar la pieza de abajo arriba.
Pero ocurría que en los reportajes que yo escribía, si quitabas las últimas cinco o siete líneas privabas al lector de conocer el desenlace de la historia. Era como si en una película del lejano Oeste cortaras la parte del duelo entre el sheriff y el forajido, y el espectador se quedase sin saber si Gary Cooper sale airoso del trance.
La primera vez que elaboré un texto de aquellas características temía que pudieran recortarlo, pero finalmente no pasó nada ni nadie me echó ninguna bronca. El reportaje se publicó tal cual lo había escrito y a partir de entonces yo seguí la misma técnica de redacción.
Cada reportaje era una nueva aventura para mí, no sabía cómo iba a salir, pero siempre los enfoqué como un ignorante que tiene que saber algo de un asunto del que seguramente no sabe nada cuando llega al escenario de los hechos.
El título del libro alude a un suceso que ocurrió en Madrid, en concreto un tiroteo en un garaje del paseo de la Castellana, y a la bala que usted encontró en el lugar de los hechos. ¿Qué recuerda de aquel episodio?
Ese día llegué al periódico poco después de las nueve de la mañana. En la redacción sonó el interfono del director, acompañado de un chicharreo y de la voz de Juan Luis Cebrián. Aquello parecía una psicofonía (risas). Cebrián preguntó al redactor jefe de la mañana por el suceso y quiso saber qué redactor del periódico estaba cubriendo la noticia, dando por sentado que alguien del medio estaría allí.
Yo me puse a trabajar, hice varias llamadas de teléfono pero nadie sabía nada del dichoso tiroteo, así que cogí el coche con dirección al lugar de los hechos. Al llegar todo el mundo se había ido, incluidos los pistoleros. Había un precinto policial pero yo pasé por debajo, sin preguntarme si aquello suponía un caso de obstrucción a la justicia o de contaminación de pruebas.
Pensé que si se había producido un tiroteo podría haber alguna bala en cualquier sitio y fue entonces cuando encontré en la pared un orificio. Con la ayuda de las llaves del coche extraje el proyectil, sin preocuparme por otra cosa que no fuera mi propia circunstancia de aquella mañana y el interfono del director.
Luego me marché al periódico y cuando al mediodía comenzó la reunión de redactores jefes y jefes de sección, con el director presidiendo el encuentro, abrí la puerta y dije: ‘Sí, había un redactor de El País en el tiroteo’, para después dejar la bala en la mesa.
¿Y qué cara puso entonces Cebrián y qué le dijo?
Podría haberme dicho que estaba muy bien lo que había hecho, pero que no volviera más por el periódico. Pero no le di tiempo a que me dijera nada. Me di la vuelta, dejé la bala y me marché. Al cabo de dos o tres días, Cebrián me devolvió el trocito de plomo deformado y con él hice un llavero que le regalé. Pasados unos años, Cebrián me lo devolvió. Y esa fue la historia. Aquello que hice entonces posiblemente podría haber sido interpretado de la peor manera, pero afortunadamente no fue así.
¿Está arrepentido de haber elegido el periodismo frente a la ingeniería de caminos?
En absoluto. El único reproche que puedo hacerle a mi profesión es que se come los años como si fueran minutos. Esa intensidad con la que se vive el periodismo hace que tengas que el tiempo justo para llegar al día siguiente con el mínimo de lucidez necesario para afrontar la siguiente historia.
Entre los estudiosos del fútbol, usted pasará a la historia por “bautizar” aquella generación de canteranos del Real Madrid a la que puso el nombre de la Quinta del Buitre. Fue en un artículo publicado en El País el 14 de noviembre de 1983. ¿Mantiene el contacto con Butragueño, Míchel, Sanchís, Pardeza y Martín Vázquez?
Precisamente ese artículo no está incluido en El buscador de balas perdidas. Ciertamente aquellos canteranos revolucionaron el fútbol. Hace unos días recibí una fotografía con la portada del libro, que me llegó de Arabia Saudí, y el remitente era Miguel González Martín del Campo, Míchel. Tengo muy buena relación con todos ellos. Precisamente, el día que Míchel se despidió del fútbol en el Santiago Bernabéu me llamó para que quedara con él en el túnel de vestuarios y me regaló un medallón que espero no haber perdido.
¿Cómo fue su relación con Manuel Alcántara?
En mis primeros años en Madrid solía ir gratis a las veladas de boxeo, tanto en el Palacio de Deportes como en el Campo del Gas, porque vivía en casa de Pampito Rodríguez, que era el preparador de cuatro campeones de España y del campeón del mundo del peso superligero Miguel Velázquez, compañero mío de habitación.
Accedía al Palacio de Deportes con una entrada de las denominadas “de participante”, que me permitía sentarme al lado de los periodistas, entre ellos Manuel Alcántara, Fernando Vadillo y Francisco Yagüe, unos auténticos iconos de la narración deportiva.
Alcántara se fijó en mí, me preguntó el nombre y me dijo que si quería trabajar en el Marca, y así ingresé yo en ese periódico. Tuve muy buena relación con él, hasta el punto de que yo le llamaba “Tío Manolo” y él me llamaba “sobrino”. Más tarde colaboró conmigo en el programa “Las mañanas de Radio 1”, donde se encargaba de hacer el cierre todos los viernes, y siempre se refería a mí como su “querido sobrino”. Tuvimos una relación de amistad muy estrecha, que trascendía lo profesional y lo literario.
Si fuera profesor de periodismo, y dada su amplia trayectoria profesional, ¿cuál sería el mejor consejo que daría a los estudiantes?
Se lo daría en forma de frase corta, que resuena como estribillo en mi conciencia profesional: “En periodismo, todo consiste en afrontar cada situación con la mirada de un recién llegado”. No importa el número de historias que hayas podido contar antes. La próxima historia exige tener la disposición del ignorante para documentar los hechos y añadir los matices, que son los que caracterizan y hacen distintas las historias. Y eso solo se consigue solo cuando te aproximas al lugar con la mirada del novato.