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Rosa Montero: “Lo más bonito en periodismo, aunque también lo más terrible y angustioso, es la crónica”

Por Manuel Tapia Zamorano

“Las grandes puertas de la sala se entreabren y por el hueco asoma el brillo de charol de los tricornios. Todas las miradas están clavadas en esas hojas labradas: detrás está Venero, el gran protagonista de la tarde. Revuelo, zumbido de murmullos, destellos fotográficos: el joyero atraviesa la sala mirando al infinito. Pequeño, embutido en su traje azul rayado y tan insulso e inocente en su apariencia como un vendedor de seguros de escaso éxito”.

Así comienza una de las crónicas que Rosa Montero (Madrid, 1951) escribió en el diario El País sobre el juicio por la desaparición de Santiago Corella, “El Nani”, un delincuente de poca monta involucrado en una mafia policial.

Estas piezas periodísticas, junto a otros reportajes sobre la matanza de los abogados de Atocha, la intentona golpista del 23-F y la gira “Rock and Ríos”, cobran vida ahora en Cuentos verdaderos (Alfaguara), un libro recopilatorio que muestra una selección de los mejores trabajos de la prestigiosa escritora y periodista en el periodo comprendido entre 1978 y 1988.

En esta entrevista, Montero repasa aquellos duros y complejos años de la Transición, con los estragos de la droga y el terrorismo, que reflejaban un país “tremebundo, casposo y chorizo”. Y confiesa también su pasión por la crónica, el género periodístico por el que más predilección siente, aunque reconozca que es el más “infartante”. “La crónica”, asegura, “es una especie de montaña rusa de emociones, llena de intensidad y belleza".

 

 

En el prólogo del libro confiesa que se quedó pasmada al leer aquellos textos que publicó en El País entre 1978 y 1988. ¿A qué atribuye la sensación que experimentó al revisar de nuevo esas crónicas y reportajes?

A la mala memoria que tenemos todos los humanos, multiplicada por tres en mi caso concreto. El recuerdo del pasado es una reconstrucción a través del presente, sobre todo cuando el pasado se remonta a 35 o 40 años, y cuando, además, ha habido un cambio social tan brutal.

Aquel mundo que reflejan esos textos periodísticos parece que se nos había olvidado. En algunos casos, parece incluso no un viaje al pasado, sino un viaje a Marte. Parece increíble, pero hasta mediados de los ochenta no hubo plena escolarización en España, un dato que es escalofriante. Era un país paupérrimo, carente de desarrollo democrático, civil y social.

A eso hay que sumar el problema bestial de la heroína, que hacía a las calles peligrosas; los atentados de ETA, que mataba a decenas y decenas de personas al año; el ruido de sables y las amenazas golpistas; unas fuerzas de seguridad del Estado poco fiables, que venían de la anomalía del franquismo; unas cifras de paro disparadas como un géiser y la extrema derecha matando.

A todos los medios de comunicación nos desalojaban entonces por amenazas de bomba y, en el caso de El País, en octubre de 1978 estalló un paquete bomba en la sede del diario en Madrid, enviado por activistas de extrema derecha, que causó la muerte a un joven trabajador y dejó otros dos heridos.

En definitiva, era un mundo tremebundo, casposo y chorizo. Si esto ocurría hace 30 o 40 años, la situación siempre se puede revertir y ese es el problema. Hay que tener muchísimo cuidado con mantener todos los logros que se han conquistado.

¿Cómo se imagina que trataría hoy el periodismo, en tiempos de fake-news. inteligencia artificial y redes sociales, aquellos temas tan escabrosos y descarnados?

Siempre ha habido sensacionalismo y mejor y peor periodismo. Estas cuestiones algunos medios las abordarían bien y otros lo harían de una manera mucho más chillona, distorsionada, sectaria y mentirosa.

Hay que reconocer que ese sensacionalismo ha aumentado muchísimo y el griterío se ha multiplicado por diez. Antes estaba claro lo que definía a la prensa seria, pero ahora esa frontera se ha difuminado enormemente. Con la travesía por el desierto que llevan sufriendo los medios de comunicación en los últimos 20 años, por la crisis de los modelos económicos y la adaptación a las nuevas tecnologías, las empresas están dando palos de ciego y se ha desdibujado esa frontera entre lo sensacionalista y lo serio. Se ha perdido el norte y, en época de vacas flacas, sale más lo miserable.

En el libro admite que se sintió abrumada cuando el periódico le pidió hacer una serie de crónicas de ambiente sobre el juicio del “caso Nani”. ¿Qué aprendizaje sacó de aquella experiencia?

Fue como asomarse a aquellos personajes tan horribles y a esos comportamientos tan atroces. Era como levantar una tapa que cubre un pozo de víboras. Y no solo de los encausados, sino de otra gentuza relacionada con el caso que te pone en contacto con el infierno en la vida y te enseña los extremos del ser humano.

Desde el punto de vista profesional, fue una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Soledad Gallego me llamó de un día para otro y me dijo que iba a encargarme de la cobertura del “caso Nani”. Había kilos y kilos de papeles por leer en relación con el proceso judicial y me tuve que poner al día para no meter la pata.

Podías meter la pata periodísticamente y procesalmente porque podían querellarse contra ti. En la época de la Transición, todos los “malos” que no estaban acostumbrados a un periodismo de verdad se querellaban contra los informadores. En mi caso, yo fui objeto de hasta media docena de querellas en aquella época, aunque ningún juez las admitió a trámite.

En un juicio como el del “caso Nani”, de una extrema gravedad y complejidad, y con acusaciones terribles de torturas y asesinatos, se podían querellar contra ti hasta veinte veces. Las sesiones eran de mañana y tarde, y tenías que tomar notas en un papelito e ir escribiendo la crónica sobre la marcha mientras escuchabas lo que estaba pasando en ese momento en el juicio.

Los acusados, que estaban en situación de libertad provisional, estaban sentados delante de los periodistas y constantemente se dirigían a nosotros con miradas desafiantes y amenazadoras.

Yo tenía que garrapatear la crónica en una hoja de papel, sabiendo que el texto tenía que ser distinto al de la noticia porque otro compañero se encargaba de hacerlo. Cuando terminaba, procurando darle un tono humano y literario, salía disparada a buscar un teléfono público para dictar la crónica al periódico. Después de todo eso, me quedaba noqueada, casi sin poder respirar, de la paliza adrenalínica que me había pegado. Y al día siguiente, a las nueve de la mañana, otra vez lo mismo. Aquel trabajo periodístico fue el más difícil de mi vida y estuve aterrorizada todo el tiempo que lo hice.

¿De dónde viene su fascinación por los temas periodísticos que remiten a lo lumpen, a lo sórdido y a lo canalla?

No es una curiosidad morbosa, sino una empatía muy grande porque en esa frontera con la oscuridad social es donde se ve con más claridad lo que es la vida. Ahí está la realidad en carne viva, porque en una realidad más de clase media todo está más maquillado.

Y ahí encuentras también gente maravillosa, verdaderos campeones y campeonas de la vida, que en circunstancias durísimas hacen unas vidas tan dignas y tan preciosas como en el reportaje de los luchadores del Campo del Gas, que vivían en la frontera con el abismo social. Me encanta esa gente.

Asegura en el preámbulo que acompaña a los textos sobre el “caso Nani” que la crónica es el género periodístico más infartante. Por favor, deme algún consejo para prevenir, desde el punto de vista periodístico, esas crisis coronarias.

Soy una persona que siempre me he puesto en riesgo, nunca he dejado de hacer algo por miedo, aunque durante mi vida he tenido miedo a espuertas. El único remedio para evitar esos infartos (risas) es intentar combatir ese extremo de angustia total y ese miedo paralizante poco a poco. La primera vez es la más difícil pero la segunda conseguirás salir del trance. Y si no te sale bien, tampoco pasa nada. Hay que intentar hacer esa especie de gimnasia mental y comerte el coco para bien.

Eso de que el periodismo cuenta la realidad con las herramientas de la literatura es una idea muy manida que se utiliza mucho en las facultades, cursos de verano y libros de comunicación. ¿Cuánto de ese periodismo podemos encontrar en el día a día informativo? ¿Quizá sea esta una faceta que apenas cultivan un puñado de medios?

Ahora apenas nada. Cuando volví a releer los textos originales que ahora se publican en este libro me sorprendió que muchos de ellos están hechos con todas las armas de la ficción. No obstante, en periodismo, y en eso soy muy radical, todo lo que se dice ha de tener una verdad muy notarial, hasta el detalle más pequeño.

Si hablamos en sentido figurado, se puede poner una línea de adorno o de carne a los huesos de la noticia para que sea más ficcional o narrativa, pero cada una de esas líneas hay que trabajarlas documentalmente. Por este motivo, este tipo de periodismo narrativo exige mucho más tiempo y mucha más documentación.

Entre los artículos que aparecen en el libro hay muchos de carácter narrativo, pero en aquella época es verdad que los periodistas tenían más tiempo. Ahora no hay prácticamente nada de esto porque las empresas no conceden ese tiempo, lo que hacen es pedir a los redactores que sean hombres o mujeres orquesta y que trabajen en todos los formatos multimedia.

¿Qué género periodístico le seduce más?

Empecé a trabajar en los medios a los 19 años y he hecho absolutamente de todo, menos información deportiva. Lo más bonito en periodismo, aunque también lo más terrible y angustioso, es la crónica. Cuando alguien que es lego en la materia se imagina a un periodista, lo hace pensando en que está trabajando en una crónica. La crónica es una especie de montaña rusa de emociones, llena de intensidad y belleza.

Ser plumilla es una profesión maravillosa que te permite conocer otros mundos, y no solo geográficos. Las entrevistas y los reportajes largos y mesurados me gustan mucho y quizá lo que menos me atrae ahora es el artículo, aunque llevo más de 40 años escribiéndolos. Por otro lado, el articulismo te da una disciplina intelectual muy grande.