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Estreno IV

¡Dios mío! ¡Cómo ha pasado el tiempo! Esto de los recuerdos… Suenan unos tímidos golpes en la puerta de mi camerino y oigo la voz del regidor: «Cinco minutos para empezar». Le contesto con un «Gracias» muy escueto y me miro en el espejo del tocador. Vuelvo a comprobar los estragos que el tiempo ha hecho en mi cara, en mi cabeza, en todo mi cuerpo y, aunque me reconozco, lo cierto es que me gusta más bien poco ver en el espejo a ese señor mayor que soy ahora. 

Quienes nos dedicamos a esto del espectáculo debemos escuchar, a veces, comentarios poco agradables a tan inevitable circunstancia. Recuerdo que una vez una señora, ya en sus sesenta y algunos años se me quedó mirando a la puerta de un supermercado y me soltó a la cara: «¡Cómo ha envejecido, por Dios!» y yo, dedicándole la mejor de mis sonrisas le respondí: «Pues usted no me va a la zaga, señora» y seguí empujando mi carrito con la compra como si nada hubiera pasado. 

Pero son pocas las veces que ocurre algo así; la mayoría de las personas comprenden los estragos del paso de los años y si algo nos dicen suelen ser cosas agradables, emocionantes, referentes a nuestras cualidades interpretativas o a nuestro papel en la sociedad. Ni una palabra sobre los años. Les aseguro que lo agradezco de todo corazón porque para mí es un regalo cargado de cariño.

Bueno, ha llegado el momento de echarse a las espaldas un estreno más, de volver a sentir en el estómago ese cosquilleo especial que aparece en noches como esta, esa soledad escénica tan poco conocida. Parece que todo está correcto en mi vestuario y que puedo salir al escenario absolutamente tranquilo en ese aspecto. Solo puede extrañar una leve cojera de mi pierna izquierda. Una prótesis sustituye a mi cadera dañada. El tiempo otra vez. Como he perdido bastantes kilos, nadie podrá decir que estoy grueso y que el botón de la chaqueta está a punto de saltar. Una cosa por otra.

En alguna parte he leído que en las chaquetas siempre se debe llevar, al estar de pie, un botón abrochado; dos, algunas veces y tres nunca. Es un protocolo sencillo de recordar. Dejo encendidas las luces del tocador. Es una costumbre más, una manía más. En mi familia no ha habido maniáticos escénicos; es decir, aquellas actrices y aquellos actores que se obligan a entrar en escena con el pie derecho, a recoger clavos caídos en el suelo del escenario, siempre rectos y llevarlos en los bolsillos de la ropa de la obra, a esquivar las escaleras de mano abiertas y a no pasar nunca por debajo de ellas… He conocido a algunas actrices y actores que perdían el norte si no hacían alguna de esas cosas. 

Es cierto que Adolfo Marsillach rompió con una regla que se sigue casi a rajatabla en el teatro español y es la de no utilizar el color amarillo en el vestuario, decorados, atrezo e incluso publicidad: montó una obra titulada Sócrates en el teatro de la Comedia de Madrid con alguna prenda de ese color, carteles donde aparecía profusamente el amarillo y pasaron «cosas»: la obra fue un fracaso y durante la breve temporada que se representó murieron tres familiares de intérpretes que intervenían en el montaje; mucha gente de la profesión achacó aquel cúmulo de desgracias al uso del color de marras, pero lo lógico es pensar que se trató de una lamentable casualidad aunque, por si acaso, si se puede evitar, ¿para qué tentar a la suerte?

A medida que me acerco al escenario puedo percibir ese rumor inconfundible de voces que proviene del patio de butacas, ese flotar de murmullos que nos avisa de que la platea está llena, que hay que estrenar y someterse al juicio de aquellas y aquellos que ocupan las butacas, que varias semanas de ensayos, de horas empleadas en resolver el más mínimo detalle, de memorizar el texto puede que sean juzgadas superficialmente por quienes hoy ocupan esas butacas. 

La vida es humo y el teatro está tan unido a ella que también lo es, no podía ser de otra manera. Como las emociones, como la felicidad, todo efímero, aunque muchos nos hablen de eternidad. Siempre me acuerdo de Miguel de Cervantes o de William Shakespeare viviendo unas existencias carentes de comodidad, necesitados de lo más básico, cuyas obras han sido editadas y representadas hasta la saciedad en los siglos siguientes a sus muertes, tanto para bien como para mal, tanto por grandes talentos como por grandes imbéciles. Ellos, que pasaron estreches e incluso miseria, han logrado que sus obras sigan alimentando tanto el espíritu como el cuerpo de millones de personas. Esos escritores son la eternidad aunque, como decía muy bien mi admirado Albert Camus, nadie sabrá dentro de cincuenta siglos quién fue Goethe. Hay gente que no lo sabe hoy en día…, así que… 

Algo parecido me asalta cuando voy a salir a escena y me pregunto para qué sirve lo que hago, qué sentido tienen esas palabras y esos gestos de los personajes que hago míos y que muy pronto serán olvidados por la mayoría de quienes ocupan ahora el patio de butacas. ¿Les sirve para algo? ¿Les hace reflexionar, ser mejores o peores? ¿Pueden cambiar algo de esta sociedad en que vivimos? ¿Nos sirve a nosotros para algo? Hay tanto dolor en el mundo, tanta tristeza…, y nosotros aquí, en un escenario iluminado, en una fantasía…

No, ahora no debo pensar en eso. Debo concentrarme. Estamos a punto de empezar, aunque en los estrenos lo hagamos siempre bastantes minutos más tarde de la hora establecida. Este espacio de tiempo en el que me he preguntado y he recordado de dónde vengo y quiénes me han precedido, la importancia de esas benditas mujeres actrices en mi familia, lo que les debo, lo que me han ayudado, lo que ayudaron a todos los hombres que compartieron su vida con ellas, siento que siempre queda algo escondido en un desconocido rincón del cerebro, un dato importante, un suceso que no recuerdas bien, que no está escrito, que nadie me ha dicho. Que no imagino.

No me ha dado tiempo a reflexionar sobre esa otra joya de la familia recién labrada, recién incorporada a este curioso mundo del espectáculo; me refiero a mi sobrina nieta, a la hija de mi sobrino José Luis Escolar, a la nieta de mi hermana Irene, a Irene Escolar Navarro, pero es que aún no tengo perspectiva ni tiempo para recapacitar honestamente sobre ella; intuyo que aunque ya ha conseguido muchas cosas, porque trabaja duro y bien, aún le quedan una enorme cantidad de días de felicidad y de tristeza en este mundo del espectáculo y que yo ya no estaré aquí para poder recordarlos porque entonces seré apenas un recuerdo. Pero estoy seguro de que no desmerecerá un ápice de sus antecesoras. Estoy seguro de ella, de su talento, de su inteligencia, de su ambición. Ha dado pruebas sobradas de eso. Ahora ya solo debo pensar en ese público que está ahí fuera, esperándonos, confiando en que van a salir satisfechos de lo que verán y oirán. Estas horas se me han hecho muy cortas recordando.

Quizá esta noche, después del estreno, cuando me rebulla en la cama, cansado, sueñe con un gesto de mi tía abuela, con una comedia de mi abuela, con una frase de mi madre, con una sonrisa de mi tía, con una mirada de mi hermana Irene, con la elegancia de mi hermana Julia, con una interpretación de mi sobrina nieta, con ese algo que siempre nos falta para acabar el rompecabezas, para entender qué somos y por qué esta tarde mi cerebro se ha encaprichado en esconderlo; tal vez algo emparentado con los hombres de la familia, tal vez las luces y sombras de las relaciones con ellas, de esos aspectos desconocidos de su intimidad que nunca supe, que nunca sabré, de un sinfín de conversaciones que nunca oí pero que existieron y fueron tan efímeras como ellas y ellos. Tan efímeras como yo. 

El escenario está oscuro y en silencio. La representación va a comenzar. Una grabación recuerda suplicante que no se usen móviles ni se saquen fotografías durante la representación. Es todo tan extraño últimamente. ¿Por qué habré recordado hoy todo esto? ¿Por qué las habré recordado a ellas? La incertidumbre de las cosas…

 

PUBLICADO EN

Emilio Gutiérrez Caba, El tiempo heredado, Madrid, Aguilar, 2019

(SE DIFUNDE POR CORTESÍA DEL AUTOR)