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Estreno II

Miro el reloj. Faltan setenta minutos para que estrenemos, para volver a sentir ese cosquilleo indefinible que se  nota en el estómago cuando oyes cómo se van apagando los murmullos de la sala y la voz del regidor te susurra: «Empezamos». Contestas con un movimiento de cabeza, con un sonido gutural, mientras recuerdas la primera frase, el primer movimiento, la primera mirada que diriges al levantarse el telón. En ese momento te sientes muy solo, muy desvalido, incapaz de asegurar qué pasará, cómo recibirá el público la obra, cuál va a ser su reacción a esa frase que el director te ha pedido que digas lentamente para provocar en él una reacción de sorpresa. ¿Y si no se sorprenden? ¿Y si se ríen? Sería una catástrofe, claro. 

Ahora me acuerdo de una obra en verso que representé hace años en la que había una acción violenta: un personaje me colocaba un cuchillo en el cuello; otro le detenía y me preguntaba: «¿Cómo te encuentras?». A lo que yo contestaba: «Piadoso padre, mejor». Le comenté al director del montaje que aquella frase podía provocar, dada la situación, una carcajada. Aquel director, hombre poco dado al diálogo y mucho a la imposición me dijo «¡Imposible!, ¡Imposible! Si esa frase se dice con sentimiento, como se tiene que decir, nadie se puede reír, ¡nadie!» me espetó desabridamente; yo le contesté que bueno, que ya veríamos qué pasaba. El día del estreno no ocurrió nada ni en la segunda representación tampoco, la frase era fue recibida por el público en absoluto silencio; pero al tercer día la frase fue recibida con una sonora carcajada. Las dos siguientes representaciones sucedió lo mismo. Al quinto día vino el ayudante de dirección a verme al camerino antes de empezar y me dijo «De parte del director que en vez de decir “Piadoso padre, mejor ”, lo cambies por “ Piadoso padre, perdón ”». Así lo hice y nunca más se rieron en ese momento de la obra. 

En el teatro un segundo más o menos de pausa, un movimiento más lento o más brusco del cuerpo, de una mano, una mirada… pueden tener consecuencias imprevisibles, reacciones del público que nunca puedes imaginarte. Ese momento de creación puede ser estupendo o convertirse en una catástrofe. Un tropezón, un efecto de luz que no entra a tiempo… 

En plena representación de un hermoso texto del autor español Álvaro del Amo, titulado Geografía, saltó un diferencial del cuadro de luces y se desprogramó el ordenador que controlaba todos los efectos. Como había muchos y todos se desordenaron tuvimos que empezar, literalmente, a perseguir la luz. De pronto se iluminaba una zona donde no estabas hablando y, de la manera más discreta posible debías desplazarte hasta allí para que se te viera. Aquella pesadilla duró cerca de una hora, durante la cual los paseos de todos nosotros por el escenario fueron infinitos, locos, una hora de sufrimiento. Fue terrible tanto para los técnicos como para nosotros.

El estreno. Se oye por la megafonía de la sala la locución que invita a los espectadores a apagar sus teléfonos móviles (generalmente suenan dos o tres por representación a pesar de todo) y ya no hay vuelta atrás. También sabemos que el público del día de estreno es muy especial, que no te regala nada, que es poco indulgente con los errores, que lo analiza todo con lupa. Entiendo que tienen razones para hacerlo, claro. A partir de mañana, las cosas serán de otra manera durante el resto de las representaciones, el público diario seguro que es mucho más participativo que el de esta noche.

El tiempo parece detenerse por un momento, el plural «Empezamos» que hace un instante susurró el regidor de escena parece que lo musitó hace una hora. Por fin se oye subir el telón de boca para descubrir al público el escenario y la suave penumbra en la que permanecía queda rota de golpe por la subida de luz que descubre al público todos los secretos que escondía el telón. Otras veces, si no empiezas la obra, la tensión es distinta, personalmente la encuentro más angustiosa ese día que ningún otro hasta que, pasadas unas representaciones, te permite saborear el ritmo del montaje, calibrar las reacciones del público ante el trabajo de tus compañeros antes de salir a escena e incorporarte más relajado al espectáculo. 

En los estrenos la sequedad invade tu boca, te falta saliva o te sobra; conozco intérpretes que insalivan abundantemente por efecto de la tensión. Nunca me ha ocurrido. Yo pertenezco al primer grupo y, poco a poco, si no surgen problemas, vuelvo a insalivar y la normalidad se restablece. Aún queda más de una hora para enfrentarse a esos momentos. El grifo del lavabo gotea ligeramente. Miro la pastilla de jabón y la toalla color verde manzana. Tendré que ponerme las lentillas. En mi vida privada no las uso, pero en el escenario siempre las utilizo. 

Recuerdo que fue representando en 1996 El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, cuando empecé a usarlas. El primer día fue muy difícil porque me costó una eternidad ponérmelas y al salir a escena veía tan bien con ellas que casi me desconcentro. Me costó memorizar el texto de Moratín. Es una curiosa comedia que el público llega a creer escrita en verso porque la prosa que utilizó don Leandro es tan perfecta, está tan bien dosificada, que en el oído es música. Un puro placer poder decirla.

Los ensayos de esta que estrenamos hoy tampoco han sido fáciles ni mucho menos. Algunas veces llegaba a casa muy cansado, sin ganas de hacer nada. Hay un momento, un día, en que piensas que no vas a ser capaz de memorizar todo el texto, que vas a ser un inútil al salir a escena,  incapaz de dibujar el personaje, que él te va a controlar a ti y va a llevarte por extraños vericuetos, hasta la confusión total. De pronto, una mañana, como si se tratase de un milagro, todo empieza a encajar perfectamente, a fluir de manera natural.

En el pasado, hace más de medio siglo, los autores españoles tenían la costumbre de leer ellos mismos sus obras a los elencos. Reunían a toda la compañía en el escenario formando un circulo de sillas bastante incómodas; el autor, con el empresario y el apuntador, ocupaban una mesa de espaldas al patio de butacas, rodeados por los miembros del elenco y durante más de una hora, generalmente después de la comida, te «soltaban» todo el texto de su comedia, incluso leyendo descripción de personajes, acciones, decorados y acotaciones de todo tipo. Una crueldad. 

Había autores que eran magníficos lectores que si habían escrito, además, una estupenda comedia daba gusto escucharlos y hasta llegaban a entusiasmarte. Pero, lamentablemente, eran pocos; la mayoría leían sin dar relieve alguno a las palabras y aquello se convertía en una salmodia inaguantable. Encima después de comer, en plena digestión. 

Mi madre era especialista en mitigar como podía aquellas lecturas. La sentaban bastante cerca del autor, que apenas levantaba la vista del ejemplar de lectura. Ella iba provista de unas gafas de sol que oscurecían aún más el mal iluminado escenario, con admirable velocidad se las colocaba antes de que el autor abriera el ejemplar. Iniciada la «tortura», mi madre podía pegar alguna cabezada sin dificultad ninguna, con una elegancia innata en ella. Cuando terminaba el suplicio nadie sospechaba que había estado dormitando, a ratos, arrullada por la voz del creador. 

Afortunadamente, la única ventaja que tuvo la reducción del elenco de las compañías es que los autores, ya sin público, renunciaron a leer sus obras y los intérpretes que formaban el elenco recibíamos el ejemplar de la pieza elegida con tiempo suficiente para leerla, tomar notas, reunirnos antes de empezar los ensayos y hacer una lectura previa para que pudiéramos memorizar el texto.

En 1968, sin embargo, me ocurrió algo lamentable. Estaba en San Sebastián representando una obra cuando, a través del productor de la misma, Manuel Collado Sillero, un autor entró en contacto conmigo con la intención de darme a conocer una comedia que había escrito, le dije a Manolo que le pidiera un ejemplar y que la leería. Al día siguiente Collado me dijo que el autor insistía en leerme personalmente su obra. «¡Horror ! —pensé yo—. Estoy perdido». Traté de hacerle saber que estaba muy mal de tiempo haciendo dos funciones diarias, que me pasara el texto, que le juraba por lo más sagrado que la leería de un día para otro. Inútil. Insistía en leérmela en persona. Como era un sujeto influyente en el mundo de la banca española, Manolo me rogó que accediera a su petición. 

Estábamos acabando las representaciones en San Sebastián, y aunque debíamos trasladarnos a Irún,  seguíamos alojándonos en Donostia, así que propuse que el día de la lectura, a las cuatro de la tarde, nos encontrásemos en el hall del Hotel María Cristina y buscásemos un lugar apartado para que me leyera su bendita obra. La mañana de ese día amaneció espléndida en aquella hermosa ciudad; me fui a la playa y a la una comí en el mismo restaurante del hotel para poder echarme una siesta corta y  ser capaz de afrontar el compromiso con cierta frescura.

A las cuatro nos encontramos en el hall y nos hicimos servir dos cafés en un rincón del amplio salón, que estaba desierto. Se respiraba paz. Imitando a mi madre me presenté en la lectura con unas gafas de sol puestas. El autor me expuso sus pretensiones: quería estrenar la obra en Madrid, me explicó que no debía preocuparme por la financiación. La verdad es que a mí en ese momento me preocupaban dos cosas básicamente: la calidad del texto y no dormirme durante la lectura del mismo. Le sugerí que empezase porque debía trasladarme a Irún.

Entonces, el autor extrajo de una cartera de piel color marrón no un ejemplar sino una casete mientras decía con voz meliflua: «Me ha parecido mejor grabar la obra para así comentar la trama cuando acabe cada uno de los tres actos». Yo, que estaba bastante moreno, creo que empalidecí: me iba a estar observando todo el tiempo y en caso de que me entrara sueño no podría disimularlo. El suplicio comenzó; la obra era un espanto, aquel hombre había grabado la lectura en un tono monocorde, insoportable. Yo luchaba por no dar cabezadas. 

Cuando acabó el primer acto aquel personaje paró el casete y me preguntó qué me había parecido. Le contesté con evasivas e incoherencias y le rogué que continuásemos con aquella singular lectura porque la hora de marcharme se acercaba. La tortura continuó. Hasta él empezó a dar cabezadas arrullado por su monótona voz; yo aproveché para cerrar los ojos como si estuviera muy concentrado en la grabación y desconectar un poco. Estaba indignado porque la obra era una monumental memez y me repetía mentalmente: «Jamás haré este bodrio, aunque me muera de hambre, jamás». 

Finalmente acabó  el suplicio, aunque el autor insistió en recabar mi opinión. Solo fui capaz de decirle que para mi gusto el final habría que reescribirlo, que acababa de una manera desangelada. Él trató de rebatir mis argumentos, pero me escabullí alegando que tenía el tiempo justo para llegar a Irún. Salí como alma que lleva el diablo del hotel y no volví a ver a aquel hombre en mi vida. 

Creo que algún aprovechado le estrenó la obra en un local madrileño y cosechó, aparte de malas críticas, un fracaso de taquilla suficientemente grande como para que aquel insensato no volviera a intentar una nueva aventura teatral arriesgando su capital.

Ahora también recuerdo una tarde en la que estaba con mi hermana Irene, ya enferma de muerte, en su casa, en la calle Mayor. Estaba consumida, acurrucada en un sofá. En aquellos meses tan tristes iba a verla casi todos los días. Estaba con ella dos o tres horas hasta que oscurecía. Luego bajaba aquellos escalones de mármol blanco que tan bien conocía y salía otra vez al ruido de la ciudad. Aquella tarde también fue a verla mi otra hermana, Julia, que ensayaba una pieza titulada Juego de reyes. Al entrar, después de besar a su hermana mayor, dijo que venía cansadísima del ensayo, que lo de ensayar era muy pesado; Irene levantó la mirada y con aquellos preciosos ojos azules que tenía le dijo: «No sabes lo que daría por estar cansada de ensayar como tú. Te envidio». Hubo una pausa dura, eterna y cambiamos de conversación. Desde entonces, cada vez que un ensayo empieza a resultarme pesado o no tengo un día precisamente brillante, recuerdo la frase de Irene y trato de esforzarme, de cambiar el rumbo de las cosas, de dedicarle un buen ensayo.

 

PUBLICADO EN

Emilio Gutiérrez Caba, El tiempo heredado, Madrid, Aguilar, 2019

(SE DIFUNDE POR CORTESÍA DEL AUTOR)