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Otras canciones (inéditos)

Otras canciones

(inéditos)

 

Canción del poeta no premiado

 

Algún día serás tú.

Algún día serás tú el galardonado

con las letras impresas de los periódicos,

el que reciba el telegrama del cava

descorchado entre gritos de asombro

-y algún que otro suspiro de alivio-

y serán tus versos lo que colapsarán las ondas de la radio,

las inútiles líneas de la televisión por satélite.

 

Algún día serás tú,

y ese día te pondrás el traje de los domingos

-o de las fastidiosas bodas de compromiso,

o de las fastidiosas conferencias de compromiso-

y ensayarás en la ducha sonrisas y discursos,

apretones de manos y caricias intuidas en los dedos

como si los premios se hubieran convertido en una rutina,

en una fastidiosa rutina de corazones palpitantes,

de corazones que se escapan de las esquinas de las venas.

 

Algún día serás tú,

y te emocionará entrar a escondidas en una tienda de libros

y ver tus versos colgados de una estantería,

tu nombre disecado en letras de molde

a la vista de los curiosos, de los aprendices de poeta,

que sueñan ver un día sus nombre en la misma horca,

en la misma estantería que ahora ocupan tus libros.

Y abrirás –temblando, sí, confiésalo, temblando-

el libro, con el pánico absurdo –tan absurdo como real-

de que los versos impresos no fueran tus versos,

de que la imprenta de la confusión hubiese mezclado

tus imágenes –tantas noches meditadas, tantos días con sus noches-

con los versos fáciles de ese joven poeta, aprendiz de señor,

que se gana los premios y las entradas de las editoriales

vendiendo su cuerpo entre suspiros y sábanas de seda.

Pero tú, tú no. Siempre son los otros los que se han vendido.

Siempre son ellos los que son más jóvenes que tú

-hay que apoyar a los nuevos valores, te dices-.

Siempre son ellos lo que son mayores que tú

-es el reconocimiento de toda una obra, te imaginas-.

Siempre son ellos los que tienen un padre famoso,

una madre famosa, un amigo famoso, un pequeño gato famoso

-es el repugnante mercado del templo de la poesía, sentencias-.

Siempre son los otros los que sonríen cuando se falla el premio.

 

Pero algún día serás tú.

Serás tú el que sonría, el que se alce del mantel del anonimato

y se acerque –medio tímido, medio atleta- a la tribuna

y recoja una estatua, un cheque y un apretón de manos

bajo la parpadeante mirada de los aplausos,

de los aplausos de tantos otros que no han sido tú entonces.

 

Algún día serás tú.

Algún día serás tú.

Pero nunca, nunca, nunca, ni en ese instante de gloria,

en ese efímero instante de las sílabas de tu nombre,

sentirás el placer que tantas veces te ha embriagado

imaginándote que eres tú el galardonado,

que era tu nombre el que terminaría por eclipsar los titulares,

aunque no fueras más que una línea en la página de sucesos.

 

Algún día serás tú,

y ese día habrás perdido para siempre un tesoro:

soñarte galardonado con uno de esos premios

a los que con el temblor de la ilusión mandas tus versos.

 

 

Canción para Soraya y Ernesto

 

  1. Cara

(con los cinco sentidos)

 

¿Cuántas veces te vestirás de novia sobre un escenario

y reinarás por encima del arco iris de nuestras miradas?

¿Cuántas dejarás entrever la silueta de una estela

por debajo de una larga cola que va conquistando corazones

mientras la alfombra roja marca el ritmo de las lágrimas?

 

Tantas como ojos… pero nunca como esta mañana.

 

¿Cuántas veces oirás caer una lágrima sobre un escenario?

¿Cuántas nacer ese cosquilleo en la cuenca de los ojos

que, poco a poco, va inundando de suspiros el Titanic,

y cuántas de esas lágrimas se llenarán del estruendo de tu risa

mientras tienes delante, llorando, a quien tanto te ama?

 

Tantas como oídos… pero nunca como esta mañana.

 

¿Cuántas veces te emborracharán mil olores sobre un escenario?

¿Cuántas dejarás que las lágrimas tropiecen ansiosas

con el ramo que explota de blancos y verdes en tus manos,

inundando de amor, de lágrimas, de risas, de miradas furtivas

el techo de la amistad en el estreno de tu nueva vida?

 

Tantas como narices… pero nunca como esta mañana.

 

¿Cuántas veces sentirás el tacto del aplauso sobre un escenario,

ese batir de manos al ritmo de tu corazón sin aliento,

de esa sangre que pinta de rojo las alfombras de nuestras risas,

mientras los aplausos se apresuran a alzar el vuelo

y a refugiarse en el silencio que anida en tus mejillas?

 

Tantas como manos… pero nunca como esta mañana.

 

¿Cuántas veces repetirás te amo sobre un escenario,

ya sea como Julieta que se deja crecer las trenzas

en la esperanza de triunfar en una cita a ciegas,

ya sea como una de esas heroínas que levantan el puño

mientras el telón dibuja golondrinas que caen al suelo?

 

Tantas como labios… pero nunca como esta mañana.

 

  1. Cruz

(con el sexto)

 

Nunca he sabido (y nunca sabré, me temo)

cómo comenzar un poema dedicado a Ernesto,

con qué ritmo acertar en el matrimonio de los versos,

o si es el momento de sacar de la chistera un soneto,

o quizás octavas reales, o esas estrofas infernales

que él domina como si fueran su segundo alfabeto.

 

Nunca he sabido (y nunca sabré, me temo)

cómo retener en el fugaz parpadeo de una rima

la alegría de ver sonreír sus ojos cuando habla

-más con las manos que con los labios- de sus proyectos,

cuando se le confunden en la lengua las ciudades

y la geografía se convierte en un simple pasatiempo.

 

Nunca he sabido (y nunca sabré, me temo)

cómo devolverle la rosa de su amistad y de su cariño,

el tiempo azul que regala con sus ojos

cuando se desbordan en el dique de los triunfos;

ese contar siempre con la palabra justa, farmacéutica,

para endulzar el café amargo de las traiciones.

 

Nunca he sabido (y nunca sabré, me temo)

cómo acabar un poema dedicado a Ernesto,

y menos al verle en la ceremonia del amor,

enamorado, como un ángel sobre el escenario,

sin querer cerrar los ojos, ni parpadear siquiera

sin recordar una vez más el color de sus otros ojos.

 

  1. [coda]

 

Dos ángeles sobre un escenario.

Dos ángeles que se miran.

Dos ángeles que no pueden despegar sus ojos

de la miel sabrosa de sus miradas.

Dos ángeles que se dicen te amo.

Dos ángeles que se hacen uno en sus bocas,

en sus lenguas que escriben amor en sus labios.

Dos ángeles que ríen, que se deshacen en lágrimas.

Dos ángeles que se han dejado la voz

en el estuche secreto de las caricias.

Dos ángeles que recuerdan sus besos en el parque

en una tarde poco propicia para el amor.

Besos de otros; siempre los mismos besos multados.

Dos ángeles que se cogen de las manos

y que alzan el vuelo ante nuestras miradas.

Dos ángeles que con su propio paraíso a cuestas

intercambian sus ojos antes de acostarse…

 

Hay días que parecen querer volvernos locos,

días que nos sorprenden con un milagro

que se hace realidad ante nuestros ojos.

 

 

 

Canción para una boda

 

Para Margui y Pedro

I

 

No todos los amores de juventud

terminan en un olvidar las fotografías

en las esquina borrosas de los álbumes,

en un sorprenderse ante un teléfono

que recuerdas sin ningún esfuerzo,

o en el baile resbaladizo de los nombres

que se alejan de los gestos cotidianos.

Ni tampoco todos los amores de juventud

terminan en no reconocerse las miradas

en el inevitable encuentro de los años

que acaba siempre con la promesa de una llamada

que nace muerta de esperanza y deseos.

No todos los amores de juventud

tiritan bajo la tumba inevitable de los años.

 

II

 

Pero tampoco es fácil envejecer juntos,

ver cómo los años compartidos aumentan

el sabor a cera de las tartas de chocolate

y el cumpleaños-feliz se canta con menos gritos

acompañado del repentino cosquilleo de un bostezo.

No es nada fácil ver pasar las décadas,

cómo los sufijos se van sucediendo

arropados por la misma mirada cada noche,

por los mismos gestos e idénticas caricias.

Nada fácil ese sobrevivir al día día

sin caer en el purgatorio de las frases hechas,

de ese saber cómo terminan las palabras

y la razón de cada una de las risas.

Nada fácil…

Pero cuando los años se celebran

acariciando los gestos de los aniversarios

no hay mayor recompensa, mejor paraíso

que hacerlo arropado por la misma mirada,

saberte nombrado por el mismo aliento

cuando se apagan las luces de la habitación

y las margaritas brillan en la pared,

corona de un lecho nupcial recién inaugurado.

 

III

 

Hay gestos que valen más que mil palabras

y los paisajes compartidos son uno de ellos,

y sembrar de risas las geografías,

de nuevos verbos ingleses las tabernas de Escocia,

o abrir nuevos senderos en las discontinuas aceras

de Buenos Aires de tanto pasearlas.

Un aniversario celebrado en el invierno

de un agosto en el sur argentino

y la sorpresa de escuchar un sí

en la pregunta repetida del matrimonio.

Gestos como una caricia furtiva

o la paciencia silenciosa de Pedro.

Gestos como la risa contagiosa de Margui

o ese entusiasmo que irradian sus ojos.

 

 

Canción para Rubén

Te escribo desde los umbrales de una enfermedad,

abrazado a la fiebre y a las pastillas del arco-iris,

y tus manos –diminutas entre tantas manos-

me tocan la frente y me sonríen; y me besan

tus dedos de ámbar, que siento como el terciopelo,

y cierro los ojos y te sueño en ese instante

en que dejarás de ser niño -¡no dejes de serlo!-,

y vendrás corriendo a una voz con tu nombre,

y vendrás arrastrando los pies entre las aceras,

mientras las aguas acarician las playas de los océanos;

y vendrás porque tienes que venir, tienes que resbalar

de esas nubes que imagino en tus ojos de cobre.

Y vendrás sonriendo, como ahora sonríes al verme;

y vendrás para compartir un último descubrimiento:

una nueva sartén escondida en el hueco de la cocina,

un nuevo vaso para hacer el cafesito de todas las tardes,

un nuevo humo, azul ahora, por encima de las cacerolas,

un inesperado olor al levantar el frasco de las especias;

y vendrás para llevarme por los pasillos de tu imaginación

hasta tu sonrisa y tus pequeños dientes que se tambalean,

y que dentro de unos años caerán como las hojas de los árboles.

 

Y cierro de nuevo los ojos, y te veo rodeado de sombras,

y los abro y sigues ahí, como modelo de un estudio,

y sigues ahí, a mi lado, y yo me dejo llevar

por las nubes de la imaginación de tu futuro

y los ojos se me llenan del vapor de las cataratas.

Y te imagino en una ciudad sin murallas, ni aceras sin asfalto;

sin mover los brazos de trapecio alcanzarás tus sueños,

porque están en tus manos, en tus manos de gorrión.

Alcanzarás a tocar la cumbre blanca de las nubes,

la caricia transparente del arco iris circular;

alcanzarás a rozar la sonrisa de un atardecer,

el rastro transparente de las aves que vuelan...

... y todo porque tu sonrisa es diferente,

porque te miran con otros ojos y sobresales de las aceras.

 

Tendrás a tus pies el imperio de la imaginación,

y tus manos dibujarán dedos que no señalan,

sonrisas que no se callan ante las palabras,

de esas bocas sin dientes, lenguas sin saliva ni verdades.

Y esas pelotas azules que ahora imaginas en tus manos,

se arrastrarán por el campo como serpientes de agua...

... y todo porque eres diferente,

porque te sienten más allá de las luces del horizonte.

 

Y llegará un día en que te busques en los espejos,

un día en que los escaparates se te rompan ante los ojos,

y ese día te alzarás como una torre de humo;

y ese día perderemos el rastro azul de tus sueños,

porque tú vives en las estrellas de la imaginación;

y todo porque...

 

Te escribo desde las esquinas y las aceras de la noche,

mientras la fiebre se despide con una cuadrilla de fantasmas

que se llevan a su paso todo rastro del sueño,

de nuestro sueño de no ser a partir de mañana diferentes.

 

 

Canción para Montse

No es todo Londres lo que reluce,

ni incluso las piedras incendiadas del Partenón

consiguen resbalarme una sonrisa cómplice,

ni esos leones heridos de flechas milenarias,

ni los toros alados que se alzan soberbios

a las puertas de ciudades construidas por hombres

de barbas floridas y cuerpos entrevistos en la piedra,

ni los cuerpos que entrecruzan sus brazos momificados

sobre pechos pintados de cobre, hierro y madera,

ni las calaveras sonrientes de las vitrinas,

ni esos dedos sólo huesos que empuñan una espada.

 

Nada.

Pasan mis ojos sobre los restos del naufragio

del tiempo abiertos a las miradas cómplices

y los bolsillos generosos, y nada me interesa.

Y sólo el dibujo del pensamiento me detiene los pies

y leo, intento descifrar, los signos cotidianos

que antiguos bretones escribieron en tablas de madera,

y ese libro abierto que llaman piedra Roseta,

o las punzantes incisiones en la piedra sumeria

que llena el paisaje de oraciones y plegarias

de dioses que nacieron del vientre de una mujer,

pero que miran de perfil a su destino,

un destino de cacerías y victorias sangrientas,

de asedios a ciudades que se entrecruzan en la piedra.

 

Nada.

Las salas se desploman como naipes borrachos

y creo escuchar el parpadeo incesante de la lluvia,

pero no aquí, no aquí entre momias y medidas de seguridad,

entre sirenas y cráneos disecados que sirvieron de copa

en las cenas suculentas de los ladrones de arte;

no aquí, sino en tu casa de Ampsill, muy cerca de Berford.

 

No es todo Londres lo que reluce,

ni en las hojas de los códices del otoño medieval,

ni en las miniaturas anglosajonas que ilustran esquinas

sólo dignas para ser disfrutadas por la retina de los reyes,

de hijos de reyes, de nietos y biznietos de reyes,

ni en las cartas autógrafas, en los documentos sellados,

o en el majestuoso ejemplar in-folio de Shakespeare,

y mucho menos en las fotos de Jonn Lennon,

en esos garabatos que han sido capaces de hacer entonar

al mundo entero una misma canción, ahogada en libros, alcohol y dólares.

 

Nada.

Salgo a Trafalgar Square y nada. Y así sigo por Picadilly Circus

y bajo a la cripta de una iglesia y me dejo llevar

por el olor húmedo de las catacumbas a la hora de la comida.

 

Nada.

Ni en las calles, ni en esa sirena que suena a lo lejos

como la sirena de tu casa, la sutil sirena de incendios,

de esa casa con escalera hacia el cielo, con ventanas

que se abren a los recuerdos de tantas bromas compartidas.

No hay pájaros en el jardín de tu casa inglesa,

pero habría que inventarlos sólo para que te despierten por la mañana.

 

Ni tampoco Oxford o Cambridge es todo lo que reluce,

ni los patios que esconden las habitaciones de los estudiantes,

de los estudiantes con levitas que tienen nombre de mármol,

que desean ser bronce en el recuerdo de los libros de historia

y que sonríen sabiendo que el viento sopla acariciándoles el pelo;

ni esos colegios que te enseñan sólo un nombre y una capilla

llena siempre de esquinas oscuras y de intrigantes miradas.

Nada en esas calles adornadas con filas de bicicletas

ni en el sol que se incendia en las vidrieras de la catedral.

 

Sólo queda tu sonrisa y los desayunos ingleses,

esos huevos que se niegan a la geometría del círculo

y la lenta procesión de las salsas encima de la mesa,

el descubrimiento de nuevos sabores,

de nuevos nombres que amplían los límites del diccionario

del paladar, que lo llena todo de saliva agradecida.

Nada hay como tu conversación nocturna,

esa conversación en la que vamos desgranando los tópicos

de una experiencia que merecería su estantería de terciopelo

en la British Library, su vitrina en el British Museum.

 

No es todo Londres lo que reluce:

tú vives en las afueras, a una hora en los lentos trenes de Thimeslink,

en Ampsill, muy cerca de Berford y de Flitwick,

muy cerca de los cientos de kilómetros que te alejan de Madrid.

 

No es todo Londres lo que reluce:

la luna ha encontrado su casa en una ciudad llamada Ampsill.

 

 

Canción para Rafa

Y nosotros que creíamos que las brujas sólo existían en las fronteras

cuadriculadas de los folios inéditos de los libros de caballerías.

-¡Y qué engañados estábamos! ¡Y qué engañados nos tenían!

Y nosotros que creíamos que los caballeros sólo destacaban en los horizontes

cortantes de los folios descubiertos de los libros de caballerías.

-¡Y cómo te han dejado irreconocibles las manos tantos absurdos combates!

 

La torre en la que tus esperanzas celebraban el banquete de los sueños

se levantó una mañana por encima de los océanos azules,

por encima de los monstruos que te habían perseguido durante años

convirtiendo tu vida en el marco irreverente de una miniatura gótica;

torre llena de libros, de laberintos y de sutiles meandros de sabiduría

por la que te alzabas por encima de los contratos, de los golpes de teléfono;

torre que dibujaba en sus muros el tapiz colorista de la lectura,

de esa sonrisa que te ilumina los ojos ante un folio en blanco.

 

Y nosotros que creíamos que sólo existían las islas de gigantes

felones en los folios heredados de los libros de caballerías.

-¡Cómo no supimos reconocer sus caras bañadas de sonrisas!-.

Y nosotros que creíamos que ya no había espacio para el don

contraignant más que en los folios oxidados de los libros de caballerías.

-¡Cómo se nos escaparon las promesas en la osadía del agua del tiempo!-.

 

El castillo no es más que una nube; la nube, la serpiente de Urganda

que llega de lejos con su cargamento de notas y de fuegos diarios.

Pero en el castillo, en ese castillo cerrado a las montañas, abierto al mar,

más que por hadas, por una puta se ha bajado el puente de la esperanza;

castillo construido con promesas falsas, con ladrillos de mentiras;

castillo que se levanta solemne por los aires: sombra de un combate

que te rompe el horizonte, acompañado siempre por su inseparable Urganda.

 

Y nosotros que creíamos que los motivos sólo se repetían en el rojo

sangriento de los folios maltratados de los libros de caballerías.

-¡Cómo no fuimos capaces de interpretar los posos de las conversaciones lejanas!

 

Pero la historia de ha escrito con la tinta mediocre de la envidia,

renglones que van dibujando la cárcel absurda de la soberbia

que tiene nombre y apellidos que agonizan en la erosión del silencio.

Pero la historia se va borrando a medida que vas leyendo estos versos,

y el folio vuelve a quedar en blanco, folio virginal de pergamino;

y tus dedos llevan ya varios minutos martirizando la mesa,

dedos que se transforman en la promesa de los bueyes y el arado

que van sembrando –líneas certeras y maestras- con negra semilla

el blanco campo; mientras, amanece a lo lejos una nueva respuesta.

 

¿Acaso no ha llegado el momento de conjurar a los necios,

de mirarles cara a cara, de arrancarles la mirada y escupirles nuestro desprecio?

 

 

Canción para Jesús

Te has ido en silencio; te has ido

en el silencio de una ruidosa calle de Madrid.

Te escribo desde el aire de un avión

y te recuerdo sin saberte, sin conocerte muerto,

sin querer reconocerte, sin querer olvidarte.

Te escribo recordando tus últimas palabras,

los últimos saludos y las últimas citas universitarias.

Todo ha quedado para un poco más tarde,

suspendido en el tenso equilibrio de los días.

Te has ido en silencio; te has ido

dejándonos tu sonrisa como un préstamo,

tus ganas de vivir y esas ganas tan tuyas

de protegernos en cada uno de tus gestos.

Te has ido en silencio... pero sigues aquí,

a nuestro lado, sombra junto a nuestras sombras,

sonrisa que siempre recordarán nuestros labios.

 

Te has ido en silencio... te has ido

para quedarte para siempre a nuestro lado...

 

 

Canción de ida y vuelta

Llorar.

Creer que llorar es una puerta abierta,

que las lágrimas marcan el ritmo

de los corazones.

Llorar.

Creer que la tristeza se vuelve agua

en los acantilados de las lágrimas.

Llorar.

Llorar creyendo que nos vacíamos.

Llorar pensando en no mirar atrás.

Llorar soñando con quedarnos sin lágrimas,

con quedarnos sin razones para llorar.

Llorar.

Llorar por los rincones de los recuerdos.

Llorar buscando una foto en el cajón.

Llorar sin ser capaz de pronunciar tu nombre.

Llorar.

Llorar distancias y llorar esquinas podridas.

Llorar mapas de carreteras y anuncios antiguos.

Llorar geografías absurdas y armarios sin llaves.

Llorar espesuras y caricias en la noche.

Llorar manos, piernas, ojos que no esconden

lágrimas que nunca hubieras admitido besar.

 

Reír.

Reír para que nadie vea que estás llorando.

Reír para convertir en gritos las lágrimas

y en suspiros los segundos que nunca vuelven.

Reír.

Reír a carcajadas para no descubrir la voz.

Reír en silencio, a escondidas, para practicar.

Reír a todas horas para hacer verdaderas las pesadillas.

Reír en todos los sitios para volverte transparente.

Reír.

Reír abriendo las banderas de los labios.

Reír cerrado las espuertas de la tristeza.

Reír escuchando los silencios de las pisadas.

Reír.

Reír delante del espejo para seguir practicando.

Reír debajo de la ducha para confundir

las gotas con las lágrimas que ya no derramas.

Reír.

Reír pronunciando tu nombre en la noche,

dejándote llevar por las mareas sedientas

de los labios que no buscan tus labios,

de las manos que no desean tus manos,

de los cuerpos que aborrecen el tacto de tu cuerpo.

Reír.

Reír para seguir adelante.

Reír para creer que es posible seguir adelante.

 

 

Última canción

Hace tiempo que te fuiste,

que no golpeas con tus rítmicos nudillos

la puerta siempre abierta de mis dedos,

que tus susurros no vienen a poner voz

al desierto ausente de una hoja en blanco.

 

Hace tiempo que no me escribes,

que no vienes en las olas del sueño

a llenarme de barcarolas las manos,

a inundar de versos estos cuadernos azules

en cuyos lomos intento tan sólo recordar tu nombre.

 

Hace tiempo que la sangre de los versos

se dispone a inundar los hospitales,

que los bancos de metáforas están en quiebra,

inflando de miserias las bolsas de los premios.

 

Hace tiempo que ya no vienes en la noche

a regalarme con un verso susurrado un te-quiero,

a abrazarme con la silueta de un soneto

y hacerme sentir dios entre los dioses de papel.

 

Hace tiempo que pasas por delante de mi casa

sin volver la cabeza ni dejar entrever una sonrisa

y ya no recuerdas la magia de esas horas

que terminaron por enmudecer todos los teléfonos.

 

Te has ido, como quien se despide de una tormenta,

dejando un tierno olor a tierra mojada

que me encoge el corazón en una caja diminuta.

 

Hace tiempo que no vienes a visitarme,

que los versos se encadenan en prosas administrativas

que sueñan en convertirse en lengua de tribunales.

Ahora que te necesito más que nunca,

que necesito que seas la voz que inunda mis ojos,

ahora que los gritos de ayer me parecen susurros,

que unos versos pueden seguir un arma cargada de futuro,

ahora, como ayer, sigues estando muy lejos. Demasiado lejos.

 

Hace tiempo que te has ido…

Pero ya sabes:

Siempre me encontrarás con las puertas abiertas,

y en mi mesa el cálido manjar de la conversación

para hacer de nuevo brillar los ojos del caminante.

Ya está todo preparado para el festín del verso,

para la orgía de los ritmos y de las palabras.

Sólo hace falta que vuelvas a cruzar el umbral

de la riqueza de cada uno de tus gestos,

y que nos los regales, diosa inmortal,

para inmolar en ellos nuestros sacrificios,

esta titánica lucha de encerrar en un verso

la sangre, el recuerdo, el grito, la rabia,

la ceguera de los hombres sin rostro ni aliento,

el lento crujir de la risa de un niño

y la rápida sombra de las lágrimas que se vierten

en las silenciosas sábanas de las cárceles,

en los ruidosos baldosines que ponen geometría

a la sangre vertida en medio de la noche.

Sólo falta que vuelvas a cruzar el umbral

de una nueva página en blanco, de una servilleta

en la que, como siempre, yo fuera de nuevo capaz

de escribir los versos más tristes de mi vida.

 

Hace tiempo que te fuiste,

y las polillas del rencor están devorando las invitaciones

y en tu plato ha crecido un eucalipto

que ha echado raíces junto al magnolio del olvido.

 

Hace tiempo que te fuiste,

y sólo en los conciertos del Sabina

sigues siendo la reina por encima de los altavoces.

Las librerías han quemado tus estanterías

y los árboles ya no tiemblan al oír tu nombre.

 

Hace tiempo que te fuiste

y sólo me queda suplicarte con un lápiz en la mano

que, al menos, recuerdes mi casa y mi dirección,

la solapa del libro en que un día nos conocimos

y el beso de la mujer araña con que he ido tejiendo

la maraña de silencios que inundan nuestra historia de amor.