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Notas textuales de Y se llamaban Mahmud y Ayaz

Notas textuales

Y se llamaban Mahmud y Ayaz (seis voces en el silencio) (Madrid, Amargord, 2012)

Publicado en José Manuel Lucía Megías, El único silencio (Poesía reunida, 1998-2017), Madrid, Sial/Contrapunto, 2017, pp. 612-621

 

1. El 19 de julio del 2005 fueron ejecutados en la ciudad iraní de Mashad los jóvenes árabes Mahmud Asgari y Ayaz Marhoni. En el informe de Amnistía Internacional fechado el 27 de junio de 2007, con el título “Irán, el último verdugo de menores”, se recogen estos hechos con las siguientes palabras:

 

Ayaz Marhoni y Mahmud Asgari, árabes iraníes, fueron ahorcados en público en una plaza de Mashad el 19 de julio de 2005. Amnistía Internacional cree que Mahmud Asgari tenía 15 o 16 años y Ayaz Marhoni 16 o 17 cuando cometieron el delito por el que fueron ejecutados. Les dieron 228 latigazos antes de la ejecución. La verdadera naturaleza del presunto delito sigue siendo objeto de controversias. Las fotografías de los dos muchachos cuando eran conducidos al lugar de la ejecución y en el momento de ser ejecutados se publicaron en todo el mundo y suscitaron la condena internacional. En una foto aparecen llorando mientras unos periodistas los entrevistan camino de la horca. En otra se les ve con los ojos vendados y de pie en un camión, sobre el que se alza la grúa que va a servir de horca, mientras a sus espaldas dos hombres enmascarados les colocan una soga alrededor del cuello. En otra aparecen colgados de la grúa. Unos testigos señalaron que tardaron unos 20 minutos en morir, y al parecer una gran multitud presenció la ejecución. En el informe oficial, del que se hicieron eco el diario Quds y el sito web de la Agencia de Noticias de los Estudiantes Iraníes, se afirma que habían sido declarados culpables de "actos homosexuales bajo coacción", expresión con la que se hacía referencia a la violación de un chico de 13 años. Habían sido declarados culpables también de consumo de alcohol, robo y desórdenes públicos, delitos por los que les impusieron penas de flagelación. Quds publicó un relato detallado de la violación del chico a punta de cuchillo, basado al parecer en declaraciones realizadas por su padre. Según los informes, Mahmud Asgari había sido declarado culpable también de extorsión y agresión con un cuchillo, y Ayaz Marhoni, de causar lesiones de forma deliberada. Por estos delitos les impusieron multas y penas de cárcel. Fueron ejecutados antes de que cumplieran las penas de cárcel. Después de las ejecuciones, algunas fuentes han señalado que Ayaz Marhoni y Mahmud Asgari eran pareja y que fueron ejecutados por realizar actos sexuales de mutuo acuerdo entre ellos y, tal vez, con el chico de 13 años. Otras fuentes descartan esta versión.

 

            En noviembre de 2005, en Gagan, ciudad iraní del norte, fueron ajusticiados Mojtar N., de 24 años, y Alí A., de 25. ¿Su delito? Haber mantenido relaciones homosexuales.

            Homan, colectivo iraní de derechos de los homosexuales afirma que el gobierno iraní ha condenado a muerte desde la llegada de la Revolución en 1979 a alrededor de 4000 homosexuales. Irán es el segundo país del mundo en ejecuciones, superada tan solo por China, según fuentes de Amnistía Internacional. Nueve países árabes aún tienen la homosexualidad como una de las causas de pena de muerte.

            El conflicto del uranio enriquecido y la posibilidad de crear bombas atómicas, la posición estratégica de Irán en una de las geografías más inestables del mundo, y su petróleo -que le ha llevado a firmar cuantiosos contratos y acuerdos con países como Venezuela y Brasil-, han hecho que el tema de los derechos humanos en Irán pase a un segundo plano. En Irán y en tantos otros países árabes, aliados de los intereses occidentales en la zona como Arabia Saudí, mueren muchos jóvenes que cometen el delito de amarse. Y lo hacen colgados de unas grúas que causan deshonor a sus familias y silencio en nuestras conciencias.

 

2. En noviembre de 2008, más de tres años después del asesinato de Mahmud y Ayaz, me asaltaron en el ordenador las tres fotografías que dieron la vuelta al mundo, donde se podía ver a Mahmud y Ayaz llorando mientras eran entrevistados antes de su asesinato, su llegada vendados a donde iban a morir y la serenidad de sus rostros en el momento en que los asesinos, escondidos sus rostros bajo cobardes pañuelos, les ajustaban las sogas asesinas. Tres fotos que se habían multiplicado en los periódicos y noticieros de todo el mundo, y que solo ahora se volvían una imagen real, única en mi retina.

De la indignación que me produjeron estas fotos, el conocer la forma y la causa del asesinato de Mahmud y Ayaz, dan buena cuenta las primeras páginas del cuaderno donde comencé a escribir mis impresiones. Seguí indagando en Internet y no dejé de encontrar otros ajusticiamientos en la plaza pública por ahorcamiento de grúas… y la multitud allí congregada, multiplicando el asesinato con sus cámaras fotográficas digitales. La última tecnología al servicio de una práctica de antiguos tiempos, de tiempos remotos que creíamos ya superados.

            Pero además del dolor por el asesinato (“Ay, ay, ay, ay, ay… así deberían ser todos los versos, y fusiles, y bombas y sangre que les abrasaran los ojos”), de la rabia por su cobardía (“Cobardes, cerdos, cobardes Ese pañuelo a la cabeza es vuestra soga: no lo olvidéis, la soga de vuestro suicido”; “Quisiera tener alas y no brazos, quisiera tener bocina y no garganta, y destrozaros los tímpanos. Canalla. Gentuza, Hijos de puta”) y de la necesidad de escribir en mayúsculas EXISTIMOS (“aunque nos encierren, ahorquen, lapiden…”), lo cierto es que un tema comenzó desde el principio a convertirse en el eje de la obra, de esa obra que tenía necesidad de escribir: la denuncia de nuestro silencio. La denuncia de mi propio silencio, pues solo tres años después fui capaz de abrir los ojos y de pararme ante el abismo de las imágenes: “En la distancia, os quiero. Demasiado tarde, mis lágrimas son también sogas. Nuestro silencio es vuestra horca”.

            En septiembre de 2007, el entonces presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad afirmó con orgullo en la Universidad de Columbia que en “Irán no tenemos homosexuales”. La noticia que publicó Ángeles Espinosa en El País el 30 de septiembre de este año con el título “Ser homosexual en el país de Ahmadineyad”, me permitió conocer algo más de la realidad iraní.

 

"Entonces, ¿yo no existo?", exclama incrédulo M., un gay acomodado de Teherán ante la afirmación de que "en Irán no tenemos homosexuales" pronunciada por el presidente, Mahmud Ahmadineyad, en la Universidad de Columbia el pasado lunes. "Lo que debiera hacer es informarse antes de hablar para no meter la pata como con el Holocausto", añade Taha, de los pocos gays iraníes que ha aceptado hablar con este diario. La discreción es la norma de supervivencia en un Estado cuyo código penal establece la pena de muerte para quien mantiene relaciones homosexuales. Algo que también ocurre en países aliados de EE UU como Pakistán, Arabia Saudí o Yemen.

"Ahmadineyad solo tiene que darse una vuelta cualquier tarde-noche por el parque Daneshju para descubrir que en su país sí que hay homosexuales", sugiere un estudiante universitario. El Daneshju es uno de los típicos lugares de encuentro gay de Teherán. Quizá el más democrático. A diferencia del centro comercial Jam-e Jam, donde el ambiente pijo hace que sus camisetas ceñidas y sus cejas arregladas pasen desapercibidas, en el parque confluyen chicos tanto del norte rico como del sur más modesto. A menos que alguno se muestre extremadamente cariñoso, la policía no suele intervenir.

 

            Y comencé a escribir. Un primer poema con el título de “Mil”, que en una segunda versión pasó a ser 8000, seguramente influido por los gustos numéricos de Enrique Falcón y su La marcha de 150.000.000, que por aquel entonces –como ahora- me tenía fascinado. Y en esos días escribí el primero de los poemas, que no llegó nunca al texto impreso:

 

Han muerto mil hermanos en las plazas de Irán.

Las cámaras digitales están preparadas

para hacer eterno el segundo efímero de la horca.

En medio de la plaza se alzan las grúas.

Cinco grúas majestuosas, cinco grúas que cortan

el cielo azul de Teherán, de cualquier plaza,

de las mil plazas en que las mil grúas

han colgado al viento mil vidas fugitivas.

Mil vidas en silencio. Mil vidas que se han dejado

llevar por la complicidad de una mirada cómpl….

 

Un poema que no pude terminar… que quedó truncado en la última palabra: “¡Cómo escribir sobre tanto sufrimiento! Tengo el corazón hecho una piedra y el tacto efímero de sus gritos incrustado en mis oídos”.

Pero comencé a escribir. Y comencé a buscar información en todos los medios posible. Llegué al informe de Amnistía Internacional y, sobre todo, llegué al documental “Être gay en Iran” que emitió la cadena canadiense de noticias CBC enel año 2006. Gracias a este reportaje pude poner cara a los primeros activistas gays iraníes: a Arsham Parsi, que, gracias a Internet y los chats, comenzó a defender los derechos de gays, lesbianas y transexuales en Irán primero con una lista de correo en 2001 (Rainbow Group), y luego desde 2002 con una asociación: Palestinian Gay and Lesbian Organization, que en 2006 pasó a llamarse Iranian Queer Organization, con sede central en Canadá, donde tuvo que huir Arsham, así como el secretario de la misma, Mani Zahiar. En el reportaje de CBS News se pone espacio a los lugares de encuentro gays en Teherán: el centro comercial Jam-e Jam, o los parques Mehlat y Daneshju, así como los testimonios de Homan y de Shirin, una transexual que de sus padres solo escuchó una frase: “Ve a tu habitación y no salgas de allí nunca más”.  Al inicio del libro rescaté una frase que no dejaba de repetir Arsham Parsi en toda entrevista que le había escuchado o leído: “No nos dejéis solos”.

 

3. En febrero de 2008 comenzaron los versos y las dudas. Por un lado, la duda del lenguaje, de la oportunidad del lenguaje poético para la finalidad que me había impuesto: la denuncia de los asesinatos de Mahmud y de Ayaz, como símbolo de la injusticia que nos rodea a lo largo y ancho de nuestra experiencia, de nuestra vida, y, sobre todo, la denuncia de nuestro silencio ante tantas injusticias, causa de que se sigan manteniendo en la actualidad. Dudas que dejé escritas en algunas de las páginas del cuaderno, a medida que iba escribiendo:

 

Los símbolos. Es el momento de los símbolos. Bien puede decirse que mi poesía se basa en las imágenes. En esa imagen poética que exploro, que me domina en el éxtasis creativo y que intento domar en la ridícula geografía de los versos. He intentado llevar las imágenes hasta los límites de las sílabas contadas, de versos medidos, pero no estoy seguro de que el resultado me satisfaga. O quizás no me vale la pena el esfuerzo. No sé. Pero ahora es otra cosa. Quiero, deseo, creo que es necesario abrirme a mi mundo, a este mundo injusto que me rodea. Pero me da pudor. Necesito gritar mi repugnancia por tanta barbarie, denunciar tanto dolor y tanta muerte, pero me parece, siento que un verso resulta una expresión demasiado frívola. Pero no sé otra. No consigo domar otra expresión para contar lo que pienso, para pensar y reflexionar sobre lo que me hace sufrir. El verso como expresión me resulta inevitable. Pero no así la imagen… la imagen me resulta ahora superflua. Como intentar hacer del dolor ajeno un objeto objetivamente hermoso, interesante… ¡Solo de pensarlo me entran náuseas! Pero quizás el vehículo esté en el símbolo En ser capaz de trasladar esa realidad que me aterra, que necesita ser rescatada del silencio, que desconozco en su biografía para alzarlo a algo que nos supere, que nos ilumine. No sé. Quizás sea este el camino.

 

Y los versos seguían surgiendo a partir de nuevas imágenes, de nuevos datos. La denuncia tenía que llenarse de datos, de conocer un poco mejor el Teherán del que iba a hablar, de ese centro comercial Jam-e Jam, o del parque Daneshju, o de la sharía y de los 80 azotes que se impone de castigo por toda “relación impropia”…

Unos días después escribo lo siguiente, espejo de mis dudas, de mi necesidad de escribir, de seguir escribiendo, de denunciar, de seguir pretendiendo que la denuncia pudiera traspasar el verso para convertirse en voz, en grito, en alarido, en estruendo…

 

Sigo sin resolver el conflicto de este nuevo libro, de este dejar escrito en este cuaderno hecho a mano, con un bolígrafo última generación en mi cama, con la calefacción alta y el frío al otro lado de las buenas ventanas de mi casa, mi denuncia. Sigo sin resolver el conflicto de buscar estas imágenes, estos versos para denunciar, para escribir las tragedias de los otros, de otros que sufren en el silencio, en los gritos de su vida cotidiana. Es el conflicto entre la ética y la estética. El conflicto entre estas dos vertientes, estos dos abismos que ahora se abren ante el querer sumirme en este puzzle de angustias y de dolor que quiero hacer míos, para así convertirlos en poesía. En mi poesía. Dudo y esta duda me convierte en frío espectador, como si la duda fuera un velo, un extraordinario velo de distancias.  Y dudo y esta duda me aleja de la creación por más que la herida esté abierta, y el dolor de ahí afuera, este dolor que sin ser mío lo es porque es de todos me sigue enloqueciendo. No puedo llorar. Es hora de ponerse a escribir. De dejar atrás las lamentaciones, las dudas, estos conflictos que, como tales, no dejan de ser igualmente absurdos.

 

            Pero, sin darme cuenta, obsesionado con esta idea, de querer convertir el verso en un grito, en un arma efectiva y concreta, inmediata, no me di cuenta que estaba cayendo en una trampa, que bien puede ejemplificarse en este poema que nunca se llegó a publicar, el primero de los poemas escritos después de la reflexión anterior:

 

            Si pudiera,

yo también os enviaría al paredón

            de la vergüenza sin cerrar los ojos,

            sin dejarme arrastrar por las grietas de las dudas.

 

            Si pudiera,

            también os marcaría las espaldas

            con el fuego lento de los azotes y de mi desprecio.

            Escupiría en cada uno de vuestros pasos

y me reiría de cada uno de vuestros gestos,

de los más cotidianos, de los más invisibles,

de los que ensayáis delante de los espejos.

 

Y lo haría sin pestañear siquiera.

Y lo haría sin rebajar el sufrimiento,

el dolor de vuestras espaldas ensangrentadas

y vuestros labios indecisos y claustrofóbicos.

 

Si pudiera,

también os colgaría de la más alta de las grúas,

os dejaría allí hasta que los cuervos

de las habladurías, de los silencios

se cansaran de merodear por vuestra sombra.

Os ahorcaría sin ninguna duda,

y quizás también os haría fotografías,

inmortalizaría el segundo en que vuestro cuello cruje

y vuestro último suspiro se confunde entre los aplausos,

entre las indecentes voces, los gritos ansiosos

de todos los que nos agolpamos en la plaza.

Una plaza rosa.

La única plaza rosa, llena de volantes

y de la geografía imprecisa de los tacones.

 

Si pudiera,

si me dieran un segundo, una décima de segundo,

os escupiría a la cara toda mi rabia,

os reventaría los oídos con nuestros derechos

y dejaría hueca, como una campana,

vuestras leyes, esas que a vosotros

sí que nos permiten ahorcarnos,

sembrar de sangre nuestras espaldas

y hacer que nuestras miradas de deseo

se conviertan en muecas grotescas y enfermizas.

 

Si pudiera,

si tuvieran al menos por un segundo el poder,

no me temblaría la mano en exterminaros,

para completar en un segundo, en una décima,

lo que vosotros nos venís haciendo desde hace siglos.

 

            La trampa del libelo. Este era el abismo al que, sin quererlo, al que mis dudas me llevaban a caer de manera irremediable. Y era todo lo contrario de lo que yo quería escribir. Y entonces, según veo por los apuntes, por las dudas y los pensamientos escritos en los márgenes de los poemas escritos, me di cuenta de que el camino no era solo denunciar la barbarie del asesinato de los jóvenes Mahmud y Ayaz en el Irán de 2005, no era solo denunciar nuestro silencio ante esta y ante tantas y tantas injusticias que hoy –como ayer- se producen a nuestro alrededor, en nuestro mundo, por más que nos empeñemos en  mirar hacia otro lado, en esconder la cabeza en las montañas de nuestros problemas personales, en estos problemas políticos creados en las inútiles campañas electorales. En realidad, había otro eje, otra línea maestra que debía explorar, que debía poner en primer plano: el amor. Contar el amor de Mahmud y Ayaz –ese amor que les dio la vida-, cantar historias de amor de una sola noche, volver al recuerdo de un amor que pudo ser pero que las circunstancias sociales y familiares no lo han hecho posible… tres líneas maestras con los que se iba tejiendo el libro, y un procedimiento, una búsqueda de una mezcla de lenguajes y de recursos. Si con mi primer libro de poemas Libro de horas (Madrid, Calambur, 2000) había indagado imitar procedimientos narrativos en un libro poético, si el teatro se dejaba traslucir en Prometeo condenado (Madrid, Calambur, 2003) o en Tríptico (Madrid, Sial, 2009), ahora era el momento de experimentar con procedimientos propios del lenguaje periodístico. De ahí, que la historia de Mahmud y Ayaz, la denuncia de nuestro silencio ante las injusticias y el canto al amor se viera desde diferentes perspectivas, en unos poemas que se pudieran ir intercalando, buscando las voces protagonistas para que cada una pudiera dar su visión sobre este mismo tema, esta misma sensación y necesidad. De ahí, que en las primeras versiones, este libro tuviera el título de Puzzle.

            Pero, ¿realmente funcionaba aquello que estaba escribiendo, que se había convertido en una obsesión desde que descubriera las fotografías en el ordenador?

            En el mes de octubre de 2009, Miguel Losada me invitó a participar en el XVI ciclo de Los Viernes de la Cacharrería en el Ateneo de Madrid. La cita sería el 16 de octubre y, debido a unas obras en la sala de la Cacharrería, tuvimos la suerte de recitar en el Salón de Actos. ¿Qué mejor ocasión, qué mejor espacio y lugar para dar a conocer lo que llevaba escrito de Puzzle, de esas voces en el silencio que se habían ya concretado en seis? Así que le pedí a varios amigos actores, Álvaro Carvajal Fernández, Ernesto Filardi, Ana Garrido, Carmelo Hernando, Ana López de Castro y Diana Manrique que le pusieran cuerpo a esas voces al final del recital… Se daba la circunstancia que Ana Garrido, Diana Manrique y Ana López de Castro, del grupo Aldaba, habían estrenado el 7 de marzo de este año la obra “Del amor y sus sombras” a partir de los poemas de “Tríptico”.

            Y allí, en el Salón de Actos del Ateneo de Madrid bien se puede decir que se terminó el libro. Ahí estaba la prueba de que la apuesta de la mezcla del lenguaje poético con el periodístico funcionaba, que la mezcla de voces en el puzzle de las posibilidades alejaba el texto del libelo para convertirlo en una potente arma de denuncia. El silencio sonoro, las lágrimas que quemaban en las mejillas estaban por encima de cualquier palabra. Atrás quedaron las dudas. Atrás los peligros. Ahí estaba ya el libro preparado para ser terminado, para que las voces pudieran seguir gritando más allá del tiempo de la cotidianidad que todo lo consume, que todo lo olvida.

 

  1. En octubre de 2012 se publicó la primera edición de Y se llamaban Mahmud y Ayaz en la editorial Amargord, en la espléndida colección Transatlántica que dirige Edmundo Garrido. En la actualidad, va ya por la tercera edición.

            No hay mayor placer que recibir las primeras reseñas, las primeras críticas, que se destaque la finalidad con la que el libro había sido escrito. El 15 de enero de 2014, Juan Varela–Portas de Orduña inicia su reseña al libro en su blog “Náufragos en tiempos ágrafos”, con las siguientes palabras: “Este es un libro de los que a mí me gustan, escrito con el cuchillo entre los dientes al tiempo que con “el íntimo cuchillo en la garganta” (Borges), un libro que dice cosas y no solo palabras”, por lo que no puede extrañar su conclusión:

 

José Manuel Lucía Megías ha escrito, así, un libro que, por un lado, nos hace sentir en nuestras propias carnes imaginarias el horror de la situación que vive quien no puede desarrollar su sexualidad y su amor, y por otro lado nos hace reflexionar sobre la construcción del 'yo' en sus relaciones entre los deseos y los brutales condicionamientos sociales. De este modo, Lucía Megías consigue hacer del íntimo cuchillo en la garganta un cuchillo de amor entre los dientes.

 

            Y el mismo tino crítico encuentro en la reseña que Alberto  García-Teresa publicó el La República Cultural en octubre de 2013:

 

La obra quiere ser una lucha contra el olvido, una reivindicación de la memoria. Por eso se insiste en recuperar sus nombres (desde el título) y su edad, repitiéndolos constantemente a lo largo de todo el volumen. Igualmente, se insiste en la causa de la ejecución: “Morir por amarnos”. Por un lado, esto pone de manifiesto una confrontación constante entre pulsiones y, por otro, remarca la sinrazón. Otra oposición paradójica reiterativa: “¿Por qué aceptar que nuestra habitación es la cárcel donde podemos vivir libres?”. Las consecuencias públicas de esas conductas personales se muestran como resultado de una política represiva condicionada por la aplicación de una moral sumamente intransigente.

A su vez, el autor realiza una condena constante de nuestra complicidad al no denunciar estos hechos: “Fue necesario nuestro silencio”, se reitera en varias piezas, donde el “nuestro” puede entenderse como una apelación a diversos colectivos sociales de distintos contextos. Y es que el poeta no duda en señalar que esa complicidad viene dada por intereses geopolíticos, que hacen que la economía prime sobre la defensa de los derechos humanos. De hecho, finalmente puede interpretarse la obra como una condena de la pena de muerte en general.

El volumen está fuertemente cohesionado. No solo temáticamente, sino en el registro y también a nivel formal, a través de un gran número de estructuras paralelísticas y el conjunto de oraciones que se repiten en los distintos poemas, y que responden a las sucesivas y entrecruzadas voces. Así, se remarca la denuncia, pero sin agotar las lecturas.

En definitiva, se trata de un hermosísimo canto contra la homofobia; un doloroso homenaje a quienes deciden no silenciar su amor a pesar de las imposiciones.

 

            Valgan estos dos críticos, de los primeros y últimos que se han acercado a la obra para poder comprender la alegría de haber conseguido que Mahmud y Ayaz sigan estando vivos en nuestra conciencia, sean el grito necesario para que nos quedemos sin garganta a la hora de denunciar tantas injusticas. Y ahora no me cabe duda de que sea la poesía el cauce adecuado para hacerlo.