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Algunos poemas de Libro de horas

Libro de horas

Madrid, Calambur, 2000

 

8'25 horas

 

Todo coche conserva cierto perfil de animal en celo,

como todo tren

                         siempre me trae a la memoria una oruga,

como todo autobús

                         me evoca un grandioso y torpe ciempiés;

pero se trata de imágenes tan vulneradas,

que me desespero cuando no consigo encender la chispa del movimiento,

arrancar este miedoso coche (ya me lo advirtieron sus antiguos amos),

coche que se asusta

                                   de las luces arrogantes de las autopistas

                                   de las geométricas luces de los túneles.

 

Sigue lloviendo

y desde el parabrisas me saludan dos brazos,

dos minúsculos brazos

que me hacen señales como en un tebeo de islas desiertas.

Sonrío porque no puedo hacer otra cosa,

y dejo que el tiempo traspase las ventanas en un intento de recordarte.

Y las gotas de lluvia se deslizan por los costados como ayer mis manos por tu cuerpo,

y siento bañada la negra carrocería como mi piel lo fue ayer por tu saliva.

 

Quisiera cantar

y recuerdo a la olvidada Nacha Guevara en mi casa,

que tendrá que repetir el vals del minuto hasta quedarse afónica.

 

De pronto,

se encienden dos faros y me encuentro en medio de una carretera,

como sucede siempre en los sueños que transpiran las pantallas de cine.

 

No hay vuelta atrás: me encuentro atrapado en la caja diaria de un atasco.

 

Y los coches en celo se persiguen mientras sus amos intentamos evitar

uno de sus mayores placeres: reconocerse en el olor de los tubos de escape.

Intento detener mis ojos en un coche concreto pero la promiscuidad me delata.

Cada coche inicia entonces su particular danza de inútil apareamiento,

y desde los espejos retrovisores hilos de deseos enlazan sus telarañas;

pero nunca entraron los coches en los inventarios de lugares propicios para el amor,

y todo se queda en miradas sin consuelo

                          en gestos de almendras garrapiñadas.

 

Ese carmín intuido en la ventanilla izquierda me recuerda tu boca,

y esas uñas rojas que destrozan los cristales en minúsculos pedazos,

las imagino perdiéndose en la llanura de mi espalda.

Dentro del coche no se oye más que el lento tamborilear de la lluvia

y alguna que otra sirena que amenaza confundirse con el mismo tono de tu voz

cuando te deshaces,

entre mis brazos.

 

Intento sonreír (solo por salvar el tipo),

porque ya no creo en premoniciones,

por más que al verte la primera vez me dijera que eras torrente que fluye,

que poco tiempo durarías estancada en los diques de mis abrazos.

 

Y ahora sé que no vendrás,

así me lo gritan los tubos de escape del atasco:

no vendrá,

no vendrá,

no vendrá,

cada uno con su tono de contaminación;

pero no puedo hacer otra cosa que meter primera, acelerar, meter segunda

y soñar una vez más que otro día el atasco se ha evaporado como esta lluvia

que tan solo recuerdo en las gotas del arco iris de las carrocerías,

y que un día vendrás,

y que un día te sentarás a mi lado en la carretera.

 

Sé que vendrás

porque, de no hacerlo, no encuentro sentido a los atascos;

porque, de no ser cierto, tendría ahora que pisar el acelerador y quemar la distancia

del día,

de este día que amanece a lo lejos,

de este día que me aleja de tu cuerpo.

 

11'30 horas

 

Deberían prohibir todos los teléfonos del mundo,

ni uno solo dejaría como muestra de su efímera existencia,

ni en los Museos Arqueológicos,

ni en los de Ciencias Naturales,

ni en esos que llaman (con ironía) de Bellas Artes;

que escarben los investigadores en la memoria de las fotografías

o en los vídeos que se proyectan en las pantallas de miles de televisores

para intuir,

para descubrir,

para inventar de nuevo el perfil de sus anatomías,

la razón de sus nueve ojos geométricos, como el cubo de Rubik,

la terrible constatación de que sin orejas pueden escuchar a miles de kilómetros

de distancia;

que sin boca, ni lengua, ni dientes, ni cuerdas vocales

pueden emitir esos sonidos metálicos que recuerdan una coctelera

de lenguas ebrias.

Ningún teléfono debe sobrevivir al ataque de la organización del silencio,

ni los teléfonos de mesa,

ni los teléfonos inalámbricos,

ni los teléfonos móviles,

ni mucho menos los teléfonos con llamada en espera

o aquellos otros con un buzón de voz,

esa voz que me recuerda la primera vez que te oí: Su tabaco, gracias.

Todos los teléfonos, repito.

No debemos hacer excepciones con la ternura.

El teléfono rojo,

el teléfono de la Esperanza,

el teléfono erótico,

el teléfono de los bomberos,

el teléfono de los maridos maltratados,

el teléfono de las mujeres violadas antes de medianoche,

el teléfono de esos mamíferos que viven en las cloacas de cuyo nombre no quiero acordarme.

 

Equivoquemos todos los números en un primer ensayo de confusión mundial.

Suena el teléfono en mi oficina y su silbido me rompe los tímpanos.

Sé que, de poder hacerlo, los teléfonos se pasarían el día sonriendo.

Suena el teléfono

y no quiero tocar su negro bracito que me saluda,

porque siento de nuevo mi voz ahogada en palabras transparentes.

Pero al final, el silbido del teléfono se ha convertido en un niño...

 

Todo el día sonando otros teléfonos,

todo el día oyendo a Nacha Guevara

cantando un padre-nuestro-latinoamericano que me conmueve si te recuerdo,

para terminar alzando el auricular y descubrir el silencio de otra voz,

y solo escucho que no vendrás,

que sus palabras en realidad dicen:

no existes.

 

Y tu voz que nunca llega me atraviesa el cerebro

y me quedo sin ojos

y me quedo sin manos,

y cuelgo;

y cuando lo hago, me doy cuenta de que ha empezado de nuevo a llover

y pienso en los coches que pasan por las calles

y en los mendigos,

y en esos pobres niños que han vendido en Chile para traficar con sus órganos,

y en los ancianos que se han marchitado en un invernadero llamado Dinamarca,

y en un estanque lleno de ranas sin cabeza, que se desesperan por no poder croar,

y en ese psiquiátrico ruso con su campaña mortífera de puertas abiertas.

Pero no siento compasión por ellos;

en verdad te digo, que ningún sentimiento.

 

12'00 horas

 

Se disipan los minutos de descanso entre las páginas de un periódico,

mientras pasan mis ojos

sobre los titulares y las letras van marcando el camino de la desidia.

 

¿Qué mundo es éste que denuncia el desvío de fondos para la paz en Bosnia

solo para que no adelgacen los amigos invisibles de los grupos étnicos censados,

que admite enfermeras que aplican la eutanasia en el secreto de los geriátricos,

que inventa políticos que se acuestan por la noche con el sueño de cambiar Europa,

o industrias que por accidente vierten miles de litros de ácido tóxico

creando la ilusión de nubes químicas que se confunden con las tormentas?

Los titulares me rajan las pupilas de los ojos y las fotografías de futbolistas

me devuelven a un mundo que ha perdido la brújula del interés general.

Busco una palabra que me interese entre tantas letras que nada me dicen,

y la sensación de vacío me llena la boca del áspero sabor de la arena del desierto.

 

Nada me interesa,

nada me importa,

nada me daña más que tu silencio;

ni ese ejército que ocupa las calles de Argelia para arrancar la lengua de los que hablan,

ni esos agentes que se visten de verde por no desentonar con el medio ambiente,

ni el humo de los incendios que vuelven a extenderse por la geografía de Indonesia,

ni esos niños-murciélagos que se cuelgan de los autobuses por las calles de Alcalá,

ni esos clásicos que se agolpan en la mesilla de cabecera de Álvaro Mutis,

ni la mirada interior de esos ojos que un día se llamaron Pilar Miró,

ni las multas de Bruselas por esos torrentes de leche que se desbordan de nuestras vacas,

ni ese gigante surafricano que domina el comercio de tráfico ilegal de diamantes.

Mientras voy pasando

                                    una

                                       a

                                        una

las tristes páginas del periódico diario,

solo pienso en los bosques que arden en Brasil,

en los bosques que se queman a lo largo del Amazonas,

en los bosques que se encuentran amenazados por los cuatro costados de la vieja Europa,

en los bosques que con su muerte súbita dan vida a tanto inútil papel,

a tanto guión publicitario que desconoce el abismo de una coma mal dispuesta.

 

Antes que ese Kraus enfundado en denuncias y hambriento de explicaciones,

me interesa ahorrar un treinta por ciento en el seguro de mi viejo coche;

antes que las investigaciones sobre los dobladillos del rey de la informática en Europa,

esa mirada que descubre que el acero está presente en todo lo que hacemos.

 

Dilapido el tiempo viviendo en un mundo que se refleja en blanco y negro.

Un mundo que esconde el placer en mensajes microscópicos a ocho columnas:

 

Julia, mis senos explosivos vibrarán en tus manos, bellísima viciosa,

Norma, insuperable en la cama, conocerás la diferencia,

Javier, morenazo guapísimo, cachas, sexo interactivo en directo...

 

y así un rosario con el santoral de nombres que sus madres no recuerdan haber oído:

            Fany, ruega por nosotros,

            Nora, ruega por nosotros,

            Jessica, ruega por nosotros,

            Linda, ruega por nosotros,

            Tahoní, ruega por nosotros,

            Susi, ruega por nosotros,

            Magela, ruega por nosotros,

            Kinderly, ruega por nosotros.

 

Un mundo que de resucitar Stridberg en su memoria madrileña de dos semanas

volvería a vomitar sobre Terra Mítica,

                                                           la única mística donde triunfan los sueños.

 

Así que intento encontrarme en la desorientación de los números de la bolsa:

un dólar USA grande vendido hoy a ciento cincuenta pesetas,

un franco francés, a veinticinco pesetas,

suizo, a ciento dos;

cien liras italianas, a ocho pesetas,

sin perder de vista las coronas,

la sueca,

la danesa,

la noruega,

los escudos portugueses,

los dracmas griegos.

Y el aceite de soja, el algodón, el cacao y el maíz y el trigo

se vuelven cifras,

ayer y anterior,

en la historia interminable de los precios.

 

Paso las páginas del periódico

y te busco en los pliegues de tanta tipografía,

detrás de ese titular creo descubrir el rastro de tu sombra que huye.

Pero es un falso indicio:

ahora seguro que estarás con la camarera del Titanic,

sentadas en el camarote, esperando a Ilona que llega con la lluvia,

y rien ne va plus:

                                   lluvia en el centro

                                                                        y en los desiertos de mi corazón, tu ausencia.

 

Y me arrepiento al instante por haberte imaginado dentro de un periódico,

y me arrepiento de buscarte reflejada en los huecos impresos de un periódico.

Nada hay como escribirte y recordarte;

nada como vestirte con palabras a tu medida.

Te invento

              y me sonríes con una boca alocada en cada uno de mis sueños,

te invento

              y te creo leer en cada una de las noticias que sobrevuelan el periódico,

te invento

              y te oigo decir te quiero;

              y repetir: te quiero, te quiero,

las únicas palabras que he buscado, sin éxito, entre tantos titulares y noticias,

las únicas palabras que dan sentido a estos verbos,

a estos adjetivos,

a los pronombres que nunca me atreví a conjugar en tu presencia

por miedo a tu silencio,

por miedo a que me condenaras a un impreso silencio.

Te invento

                        para comerte como el helado de chocolate de tu recuerdo,

                        para no perder tu rastro en las páginas de este periódico que tiro a la basura.

Y en mis dedos

queda reflejado el fondo de tanto vacío;

la imagen en negativo de tantos espacios en blanco,

como los de tantas palabras diarias,

como los de tu ausencia.

Y mis dedos disfrazados

dibujan tu nombre como un titular en una página en blanco.

 

19'45 horas

 

Esconderme de tu recuerdo,

de la presencia de tu recuerdo,

como siempre,

en esta noche recién estrenada.

Otra vez, como siempre,

entre las calles sin nombre de esta maldita ciudad anónima,

en donde las leyes básicas de la geometría se desconocen,

mientras en las esquinas se estorban los atascos de miradas

que se afilan con lujuria diaria

como una navaja que tiembla a la luz de la luna.

 

¡Maldita ciudad la ciudad de tus recuerdos!

 

Esta ciudad corrosiva que enseña sus cuchillos afilados

como los dientes de ese perro rabioso que esta mañana mató

a dos niños que jugaban delante de la ermita de san Isidro.

 

Ciudad inhóspita, como tu cara,

como la cara dibujada en la luz roja de mi recuerdo,

ciudad iluminada por escaparates de televisión,

ciudad desbordada de sentimientos de saldo,

ciudad cobarde que no levanta ni un minúsculo puño

sino es para aplastar a una rata con abrigo de visón,

ciudad de las alcantarillas relucientes,

de las promesas bajo tierra, bajo el protectorado de los rayos uva.

 

Y me muevo por los pliegues de tus calles

como un sonámbulo,

como un fantasma se diría.

Y camino sin rumbo

porque todas las calles se te asemejan,

todas las esquinas terminan siendo la misma esquina,

todos los besos terminan en la astronomía de tus besos,

y el único abrazo que no está penalizado con cadena perpetua

es el de Judas después de firmar el contrato del siglo.

Deambulo por tus calles, ¡maldita ciudad!,

con la esperanza de olvidarme de mi casa,

de mi dirección,

de mi teléfono,

de mis apellidos,

de mi nombre,

de mi cédula de habitabilidad.

 

Nadie me espera,

nadie me reconocerá cercano cuando abra la puerta

de esas cuatro paredes que forman eso que llaman hogar.

 

Nadie sobrevive a la miseria de la noche

sin haber traicionado un millón de sueños.

 

Vuelvo a tus luces, a tus recién estrenadas farolas,

con la ilusión de hundirme en las arenas movedizas de tu asfalto.

Intuyo a lo lejos dos manos sin anillos

pero es demasiado tarde: no existe el horizonte.

A lo lejos se ven las colinas e intuyo una cena sin traidores,

una cena en la que tendré que devorar mis propios dedos

si quiero alimentar este estómago maltratado por tus recuerdos

de espinas,

de promesas,

de un te querré mientras te quiera.

 

            Vuelvo

como quien nunca se ha ido.

            Vuelvo

imaginándome un accidente mundial de coches,

una confusión de matrículas y de números de identificación fiscal;

pero los semáforos siempre funcionan al contrario que tus promesas

que un día me dejaron avanzar por una senda verde.

 

            Vuelvo

porque nunca me he ido.

 

¿Volverás tú acaso un día a reflejarte en mi mirada?

¿Serás capaz de reconocer el camino de vuelta,

tú,

tú, mi única tú,

que nunca has sido?

 

La puerta se cierra a mi espalda como si dijera un nombre

(un nombre como la voz afónica de Nacha Guevara).

 

                        ¡Cuántas mentiras!

¿Cuántas aún seré capaz de soportar sin confundirme con ellas?

 

23'00 horas

 

Las horas tumbado en el sofá se comportan igual que un ejército.

La disciplina del sueño,

la férrea disciplina del sueño que nunca me sorprende,

les hace marchar en un desfile que tiene en el mando a distancia su bandera,

en el mando a distancia del televisor asesino-en-serie,

en el mando a distancia del vídeo pornográfico.

La noche ha instalado su circo de luces en las calles

y, poco a poco, las ruedas de los coches aplauden con menor entusiasmo

hasta quedarse todo en silencio:

las aceras en silencio,

las paradas del autobús en silencio,

las gasolineras en silencio,

los edificios restaurados en silencio,

todos prendidos del hilo de una pantalla de televisión.

Con un simple gesto se abren las ventanas y los ojos se creen iluminados,

con un simple gesto el salón se enciende de colores y de miserias.

Muevo el dedo, con precisión digna de una medalla olímpica,

y tres niños juegan al fútbol en el campo de una calle desierta

con un balón hecho con las vendas de los moribundos

que agonizan en el hospital central de esa ciudad que se llamaba Sarajevo,

mientras un francotirador se entretiene en buscarles la sonrisa con su mira microscópica.

Pero ya no hay tiros de gracia,

pero ya no hay balas perdidas,

así lo confirma el locutor sonriendo,

en las calles desiertas de un cementerio que un día gozó del nombre de ciudad.

Hace unos meses esta imagen hubiera sido imposible,

repite el locutor mientras se le ilumina la cara al acariciar su casco azul.

 

Y de nuevo,

los niños jugando al fútbol inundan el ojo de cristal,

y se diría que el balón posee sus propias heridas,

y a cada remate un chorro de sangre

resbala por las cabecitas de los niños que quieren jugar al fútbol,

aunque son niños sin piernas, niños sin brazos, sin ojos, con miradas perdidas.

Y el balón se deshace entre los regates de sus piernas

y más parece una ofrenda que un inocente juego.

Y de repente,

un disparo a lo lejos, un cuerpo que cae como un árbol, seco,

un grito, un nombre que no comprendo y la sonrisa del locutor,

esa sonrisa congelada que (cosas del subconsciente) me recuerdan las cataratas del Niágara.

Todo queda en silencio y la cámara enfoca un balón que se desangra en el suelo.

 

Y el dedo resbala travieso y me encuentro entonces en el interior de un teatro,

y en una playa junto a unas focas que se divierten con mi cabeza,

y en un coche que en llamas termina por estrellarse en un muro,

y en unos muñecos de plástico más verdaderos que los años que he cumplido.

Y viajo a través del mundo sin mover ni un solo músculo,

y me hablan personas que no conozco de sus historias más íntimas,

esas que tienen que ver con el color de sus entrañas,

y veo sonreír a tanta gente, a tantos animales a los que se les cuida como ángeles,

que no puedo negarme la cita poética:

Todos ustedes parecen felices.

 

Y desde la televisión este áspero mundo se ofrece con una arrogancia que da asco,

y el balón sangrante de las calles de un Sarajevo que no existe

se mezcla con los mil millones que cuestan esas dos piernas de veinte años,

y un juez descubre que ya no hay lugar en las cloacas para un nombre de mujer,

y un político se lamenta porque ya nadie le escucha cuando habla,

y una modelo se enfada porque le toca lucir vestidos de las ballenas

y millones de personas se manifiestan para recordar los desaparecidos chilenos

mientras los políticos se dedican a traficar su prestigio con cuerpos torturados.

Vanidad, y solo vanidad.

 

Y el salón se enciende de miserias diarias

y me dan ganas de llorar imágenes,

como la de esa niña que mira a los ojos de un cuerpo decapitado en Bucarest,

como la de esa niña de la mirada vacía después de ver morir a sus padres en Argelina,

como la de esa niña que nos mira mientras se muere de hambre en la zona de los grandes lagos,

como la de esa niña que sin mirar debe prostituirse en las calles de Moscú para poder comer.

 

Y el dedo va marcando la línea maestra de una decadencia programada,

línea que se vuelve digital en este fin de milenio.

 

Y ¿cómo pueden todos ustedes parecer felices?

¿cómo tener la osadía de entrar sin permiso en la intimidad de tantos corazones?

 

Siento que las horas intentan en sus cuarteles una revolución,

mientras el sueño, el sueño del silencio final, nunca llega.

Intento apagar la televisión y oigo la sombra de tu ausencia en el pasillo.

Soy un cobarde (lo confieso)

y sin quererlo,

y sin saberlo,

mi dedo sigue jugando con el botón rojo del mando a distancia,

sigue acariciándolo como ayer lo hizo con uno de tus pechos:

sin atreverse a tocarlo.

 

De hacerlo,

se apagaría mi vida quedando el televisor encendido.

Y tu risa terminaría confundiéndose entre los dientes de ese locutor

que, mientras habla, habla y habla, solo es capaz de pronunciar tu nombre.