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Algunos poemas de Canciones y otros vasos de whisky

1.

Luna de agosto

 

 

lluvia de agosto

Tus lágrimas poseen  la forma acrisolada

de las gotas de lluvia en las tormentas de agosto.

A través del espejo  de la tarde te miro

y enciende tu sonrisa  el sol, que es la mía.

En un momento cierras  las lunas de tus ojos

-dos negros nubarrones  se acercan por la puerta-

y un alud de miserias  te recorre la cara

inundando de estrellas  diminutas el suelo.

Tus lágrimas caen  por barrancos del deseo

como suenan campanas  en torres sin cigüeñas.

 

No hay agua suficiente  para calmar el incendio

que abrasa por momentos tu corazón de agosto.

 

silencio

En la profundidad  del silencio nocturno

que va marcando el ritmo del goteo de las venas,

se oyen como espejos los ecos de tu nombre.

Una olvidada barra  en un bar olvidado,

un sol de telarañas  en medio de la noche

y en la profundidad  del único silencio

tu nombre, el agosto  que da nombre a tu nombre,

se confunde tembloroso con mis tristes latidos,

con la melena rubia  de los vasos de whisky.

 

torturas del adiós

Ha llegado septiembre con su otoño prematuro

cubriendo las aceras  de mil hojas suicidas

como un cruel semáforo  que anuncia el adiós.

Aún cantan los pájaros  encima de los árboles,

pero son las cigüeñas  las que cortan el cielo

en su huida inevitable  hacia las torres del sur.

Aún una vez más  nos veremos, la última

en la luna de agosto  antes de extraviarse

en el negro abismo  de lejanos espejos.

Son las horas que quedan  de la circunferencia

tiras de piel ansiosa  arrancadas sin miedo.

Son tan lentas las horas,  tan lentos los segundos,

los recuerdos tan lentos que temo que me encuentres

a la noche desnudo,  en carne viva muerto:

corazón que soporta  torturas del adiós

en el deseo pacífico  de tu cuerpo de agosto.

 

2

Canciones

 

Canción para Ana

Sentado en medio de la Plaza de las Comendadoras,

en un banco rodeado del eco de risas y gritos infantiles,

acunado por miles y miles de gatos (blancos y negros),

gatos grandes, gatos enanos, gatos en vías de procreación,

gatos miseria y gatos de Angola, gatos, en fin, como tus ojos,

miro tu ventana y te imagino detrás de ella,

y así veo:

una sábana por techo y un corazón de lana con colchón

en donde alguna vez todos hemos dormido nuestros mejores sueños;

unas manos que cuando se ofrecen –siempre se ofrecen-

forman el mágico cuenco de un rosario sin reproches,

como la premonición de un bautismo que huye del agua,

de ese bautismo de unos hielos escondidos en la nevera de la vecina

y de ese color rubio que solo reconoce el whisky entre tus manos.

¿Quién puede negar entonces tu nombre?

 

Y dos niños a mis espaldas se cuentan historias de miedo

con finales de brazos disecados y de uñas que hacen juego con los escaparates,

y terminan por morderse las manos y los codos y los hombros,

y mejor así, mejor sin manos, mejor sin brazos, mejor que esos yonquis

que se esconden en un rincón podrido de la iglesia

mientras una aguja brilla entre las velas y las oraciones pálida.

 

Pero tú no estés triste,

tú que reinas sobre la Plaza de las Comendadoras.

Tú que tienes el mundo a tus pies:

solo has de alzar la mirada por encima de las antenas y los tejados.

 

Detrás de tu ventana imagino una multitud de recuerdos a tu espalda,

y todos los recuerdos llevan nombres y apellidos de caricias.

Y de pronto, te levantas –¡por fin!- y ese libro que te rodeaba las rodillas

huye asustado porque ha olvidado su definición académica,

y los folios se han convertido en palomas que no se equivocan,

porque revolotean alrededor de una luz que lleva tu nombre.

Y esa luz es un faro, es ese faro al que todos nos giramos

cuando nuestro corazón se inunda en los días sin nombre de oscuridad,

cuando las olas de la tristeza hacen naufragar las arrugas de nuestra frente.

 

Y una anciana parece un árbol caído en medio de la calle;

se mueve tan lentamente que parece haber descubierto el silencio de la inercia.

Y detrás, un perro, un diminuto perro que se ha olvidado de recordar,

la edad que un día sus amos le sonrieron mirándole a los ojos.

Y entonces la anciana cae al suelo,

y entonces las bolsas de basura gris caen al suelo,

y entonces el perro se aleja lentamente buscando la sombra de un árbol.

 

Pero tú no estés triste;

tú que te has alzado por encima de los tejados de la Plaza de las Comendadoras.

Tú que miras el café Moderno, el restaurante mexicano como una estrella.

 

Y de pronto, la Plaza de las Comendadoras se ilumina, como un volcán,

en el momento en que abres de par en par las ventanas de tu corazón.

Y nadie en la agencia espacial ni en los sesudos despachos de las academias

es capaz ni de imaginar la puesta en belleza de este espectáculo;

y tu corazón es un mundo, un universo de caricias y abrazos;

y unas lágrimas que se confunden con una tormenta de verano

terminan por arrancar los recuerdos podridos de tus aceras,

y en ese instante me atrevo –¡por fin!- a mirarte, a alzar los ojos a tus ojos,

y te veo con ese corazón palpitante entre las manos,

y te miro y entonces tú también te das cuentas de que existo,

de que dos ojos te observan desde un banco de tu Plaza,

y me haces una seña con las manos y tu sonrisa todo lo ilumina,

y me levantas por los aires y me ahorras los trescientos escalones

que te separan de las calles inundadas de botes de Coca-Cola.

Y cuando entro por tu ventana, corazón abierto de par en par,

disfruto con ese sonido tan cercano, con ese sonido que tan bien recuerdo,

que unos dirán que debe ser el hielo en los vasos de whisky,

otros que el viento que intenta resbalar como el susurro de un secreto,

pero yo sé que no, que tú sabes que no; nosotros sabemos que no.

Entro desde tu ventana a tu silencio, a esa soledad que compartes,

dejándome llevar por el cálido ronroneo de tu corazón.

 

Y así, sentado en medio de la Plaza de las Comendadoras,

te veo sonreír desde tu ventana de sílabas cariñosas,

desde tu tacto que necesita palpar para poder creer

y esta sonrisa es toda la felicidad que necesito,

y esta sonrisa es toda la felicidad que necesitamos.

 

Y así, tú no estés triste;

tú que reinas por encima de las ventanas de la Plaza de las Comendadoras;

tú que acompañas el milagro del día cada mañana al levantarte;

tú que iluminas nuestras noches con el tono cálido de tus palabras;

tú que necesitas hablar cariños como otros deshojar margaritas;

tú que santificas el nombre, en ocasiones amargo, de la amistad;

tú que nos dejas okupar sin resistencia las cuatro esquinas de tu casa;

tú que nos dejas hacer nuestra voluntad en la tierra y en el cielo.

 

Tú no estés triste:

no hay dolor que se resista a la corona de tu sonrisa.

 

Canción para Charo

(con un inicial y final homenaje a Jaime Jaramillo Escobar)

Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle,

de compartir la dulzura del aire de tu boca,

de ver a través de la escultura de piedra de tus palabras

y sonreírte las cosquillas de un recuerdo entre veras y bromas.

 

Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle,

y gritarte a los cuatro vientos: Dame una palabra antigua,

una palabra que ilumine tu cara

y con ella, una nueva estrella en el universo.

Pitahaya (nada de masticar y tragar sus negras pepitas),

granadina, guayaba, guanábana, chirimoya, papaya

o las bolas dulces del tamarindo de Cartagena o el zapote

saltan del poema a tus manos, a los vasos matutinos de zumo.

Sabores que me vienen a emborrachar el paladar,

que me devuelven a la lengua la alegría de la conversación.

 

Y tengo deseo de encontrarte detrás de una esquina

y Madrid (este Madrid de obras casi con alevosía y nocturnidad)

se convierte en un laberinto, y no sé dónde perdí el hilo

de tus palabras,

de tus sonrisas,

de tus manos.

Escucho la vihuela de la canción del emperador.

Tú también eres eso: una vihuela que me suena triste

pero no ahogada en la distancia del océano,

de esa manta azul que arropa el recuerdo de nuestros recuerdos,

de ese hilo azul de olas y adioses que se mueven

en el acompasado ritmo de la luna y de las gaviotas.

 

Dame una palabra antigua,

una de esas palabras bacanas que vencen el pulso

de las tristes y monótonas horas del olvido.

Una de esas palabras que arrastran el tesoro de tu risa,

que se ofrece en los postres como una tarta helada.

 

Santa Fe de Bogotá, Guandalay, Tunja, Villa de Leyva, Ráquira,

y de nuevo la geografía cuadriculada de esa ciudad de los cerros,

de esa ciudad que lucha por no verse enterrada en el asfalto del olvido.

 

Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle,

porque una manifestación de palabras gritan las consignas de tus lágrimas,

y no me gusta cambiar el color y los guiones de los cuadros de mis recuerdos,

y no deseo que tus pies se ensucien en los charcos de la tristeza,

esa tristeza, como también la alegría, que no es más que una palabra,

una palabra antigua, sí; pero una palabra sin esquinas, sin encuentros,

una palabra que debería olvidarse en un oscuro rincón del diccionario.

Ni tristeza ni alegría, ni palabras como risa o lágrimas,

me quedo con la sombra de los amaneceres de Guandalay,

ese amanecer a través de unas montañas nacidas en el horizonte

(solo en algunos rincones de Colombia uno puede imaginarse el paraíso).

En ese amanecer me encontré estos versos que te envío

envueltos en las cintas azules y explosivas que se confunden con un abrazo:

 

Los caimanes se acercan sigilosos hasta el umbral de la casa

con sus promesas de agua negra que encharca los caminos,

dejando inundado de lágrimas las lagartijas del cielo

que anoche revolotearon ante nuestros ojos asombrados

en una danza de luces nunca soñada por la vía Láctea.

 

La casa amanece en el ritual de los pájaros de trinos vanguardistas

y en el redoble de Semana Santa de los murciélagos trasnochadores;

atrás quedaron las luciérnagas que sembraron de parpadeos el jardín,

el agua transparente en donde nadaron los peces artificiales

y una conversación dibujada con whisky y líneas de barajas francesas.

 

Amanece en el interior de esta domada selva amazónica

con una luz de ojos de Adán al conocer a Eva,

con el suave ronronear del aroma de flores de pétalos desconocidos.

Amanece mientras mi cuerpo permanece a mi lado como muerto,

sin querer romper la cadena del cálido abrazo de tu recuerdo.

 

Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle;

hoy necesito, más que el aire que embrutece mis pulmones,

más que las líneas geométricas que enmarcan mi mirada de vanguardia,

más que ese pan que se niega a caer del cielo de Kosovo,

más que la triste silueta que dejan mis zapatos en la arena de las aceras,

más que el cielo azul, ese cielo que se esconde tras las nubes de Colombia,

más que la luz, más que las tinieblas en que caen a veces mis recuerdos,

más que esa música de vihuela que acaba de dar paso a las trompetas del silencio,

más que todas las sonrisas de los niños que todavía crecen en tu vientre,

hoy necesito intuir por un segundo (milésima de segundo) tu sonrisa.

 

Pero hoy no podré encontrarte porque tú vives en otra ciudad.

 

Canción del viajero de tren

¿Qué me sucede en este día de mayo mentiroso,

en que el sol de la mañana ni anunció la lluvia de la tarde,

ni la alegría del amanecer la tristeza que ahora me enlaza?

¿Por qué un cigarrillo a medio fumar en el andén del tren

termina por resucitar la amargura de los recuerdos más tristes,

mientras añoro la mano del sueño del discurso

que ayer escuché en el salón de la Real Academia?

¿Por qué recuerdo las flores que se han quedado sin pétalos

en medio de unos campos verdes que comienzan a veranear?

¿Por qué todas las miradas las siento como una amenaza

y las risas al fondo del andén tienen grabado mi nombre?

 

Un perro gime en el rincón de la estación, abandonado,

olvidado por quien fue ayer la mano que lo acariciaba.

Quizás deberían llenar de gatos las estaciones de tren,

de domésticos gatos que se dejaran acariciar el lomo

sin enseñar las uñas ni sus dientes afilados de hambre.

 

¿Qué le sucedió a este día soleado, sin nubes ni atascos,

que me vistió de sonrisas apenas abandonar la almohada?

 

El tren me refleja como el espejo ahumado de un bar,

y ante mis ojos se construye, vagón a vagón, la imagen

de un tipo serio, con chaqueta marrón y negros pantalones,

con mucho cansancio acumulado en unos hombros estrechos,

con poco pelo, con escasas ganas de sonreír en los ojos.

Pero antes de poder observarme atentamente, antes de mirarme

de cuerpo presente, imaginando las cuatro esquinas de un cuadro,

la puerta se abre y mi imagen se esparce por la estación

como un vaso de whisky que se estrella en el suelo,

un vaso dulce y cálido, inundado de hielos y de frases hechas.

 

Ahora estoy más solo que nunca...

sin reflejo, sin mirada, sin sonrisa, sin viaje.

 

Permanezco inmóvil en el andén, delante de la puerta abierta

que me espera, que me observa con miradas interrogantes,

y al cabo de un minuto, de un segundo quizás, la puerta se cierra,

y de nuevo, vagón a vagón, mi imagen se va recomponiendo;

vagón a vagón, los pedacitos de mi imagen forman un puzle

que se va mezclando en el vértigo de un tren que va desapareciendo.

 

Y me descubro en el tren que se despide sonriendo;

y me descubro alzándome por las escaleras mecánicas

mientras mi chaqueta, mi camisa, mis pantalones,

mis zapatos, mis calcetines, mi camiseta, mis calzoncillos

quedan invisibles en medio de un andén en servicios mínimos.

Y sonrío porque me dispongo a escribir, desnudo, estos versos,

versos que me ayudan a esperar la llegada del próximo tren,

ese que tampoco me traerá las respuestas que estoy buscando,

esas que me expliquen, entre susurros, qué sucede hoy,

qué me está sucediendo en este día de mayo que se levantó luminoso

y que se despide con un previsible viaje desde Nuevos Ministerios.

 

Canción para Deborah

(con els ulls plens de paraules)

Con los ojos llenos de palabras,

con las manos abiertas dentro del abrigo,

intentando acariciar el aire de las clases,

sonriendo, sonriendo... sonriendo

sobre la línea oscilante de la carcajada.

Frente dispuesta a soportar las espinas de la corona.

Así te imagino –tarde de invierno- camino de Bilbao.

Enero no tiene secretos para tu sonrisa.

Los escaparates lanzan inútiles dardos a tu paso

y las luces de las farolas se encienden con pereza,

abrumadas por el fuego de los electrodomésticos.

Pero tú no miras: tus ojos están llenos de palabras

y tu boca va saboreando los diálogos recién aprendidos,

los diálogos que se convertirán en tu piel

durante las dos horas de la nueva y diaria biografía

que te tocó en suerte en los dados del reparto.

¿Qué serás mañana?

Me pregunto mientras te voy imaginando

cruzando la Gran Vía por encima de las aceras,

por encima de las manadas de coches salvajes

que han terminado por convertir en un arco iris

el asfalto que un día tuvo nombre de calle.

¿Qué serás mañana,

vestida, tal vez, con el peplo romano, rayos en los ojos,

lanzando lamentos al cielo de un escenario minimalista?

¿O quizás siquiatra, envuelta en el humo de tu voz,

que va sacudiéndose los traumas de un guión desafortunado?

¿Qué serás mañana?

¿Qué grito han de ensayar incansables tus labios

para terminar confesando la muerte de una niña,

esa que no te dejaba llegar los domingos al baile,

esa que oías gritar hasta en la trinchera de tu cama?

¿O acaso serás bandera y voz que se confunde con los pétalos

de las margaritas deshojadas durante el mayo del 68?

¿Qué serás mañana?

¿Y hoy? ¿Quién eres por encima de las aceras,

de los anuncios luminosos con acento norteamericano,

de esas luces parpadeantes que imitan el camerino

en que sueñas reflejarte cada noche, cada noche...?

Y te imagino dejando el cigarrillo en el cenicero,

quitándote lenta, lenta, lenta, muy lentamente,

el maquillaje de palabras de los párpados de tus ojos,

ese maquillaje que se confunde con el humo

de los últimos aplausos, del eco de esos aplausos

que te abrazan y te miman cada noche, cada noche...

La misma ovación, y siempre diferente, y siempre única.

El mismo papel, y siempre diferente y siempre único.

Te imagino así, volando por encima de los escenarios,

por encima de los ensayos, de los diálogos repetidos.

Te imagino mirándote lenta, lenta, muy lentamente,

dejando caer un adjetivo como una lágrima en el espejo,

sonriendo, sonriendo... siempre sonriendo:

¡actriz protagonista del guión de tus ojos,

de esos ojos que están llenos de palabras!

 

Canción del lector de poesía en el metro

(La muerte de la plaza, 28 de enero 1946, Santiago de Chile.

La muerte en el aparcamiento, 24 de mayo 2001, San Sebastián)

La distancia es lo de menos

cuando el verso marca el ritmo

de las estaciones de metro.

Yo no vengo a llorar aquí donde cayeron:

Las puertas se cierran como una bisagra

con un gesto sincero de despedida.

vengo a vosotros, acudo a los que viven.

Los altavoces se agolpan en las copas

de los árboles eléctricos y paralelos

y las estaciones se anuncian como la navidad.

Acudo a ti y a mí y en tu pecho golpeo.

Y un nuevo codazo y una nueva puerta,

y un nuevo susurro en las ruedas,

y una nueva noche de tres minutos,

y un nuevo balancearse de cuna histérica.

Cayeron otros antes. Recuerdas? Sí, recuerdas.

Otros que el mismo nombre y apellido tuvieron.

 

Y levanta los ojos hechizado por los titulares

de un periódico de colores brillantes:

“Asesinado a tiros en un aparcamiento”.

En San Gregorio, en Lonquimay lluvioso

en Ranquil, derramados por el viento,

en Iquique, enterrados en la arena,

a lo largo del mar y del desierto,

a lo largo del humo y de la lluvia.

Y en San Sebastián, y en Zaragoza y Donosti,

y en Lasarte, y en Vitoria, y en Durango,

y en las aceras anónimas del centro de Madrid,

y en las calles imprevisibles de mi ciudad,

desde las pampas a los archipiélagos

fueron asesinados otros hombres,

otros que como tú se llamaban Antonio.

Y desde los balcones y desde las prisiones

se siguen asesinando sus nombres, sus voces,

derramando la sangre de su inocencia.

 

Las puertas se abren como una invitación

y se cierran al instante en un parpadeo metálico.

El tren se aleja dejando tras de sí la estación,

con pañuelos publicitarios de nombres anónimos

que siguen callando, como tantos otros, ¿hasta cuándo?

 

Y vuelvo entonces a buscarme en los versos:

Yo no vengo a llorar aquí donde cayeron:

vengo a vosotros, acudo a los que viven.

 

Canción de la cita a ciegas

 

A Darío Jaramillo

Pasan los minutos, perezosos como leños de la chimenea,

sobre la alfombra de la cafetería del Hotel Plaza.

Pasan absurdos como las conversaciones que me llegan lejanas,

conversaciones que mezclan tapicerías con recetas de cocina.

Pasan los minutos en el Hotel Plaza y tú no llegas,

tú que vas cruzando las aceras, volando por encima de las citas,

tú que te sientas en un sillón y te colocas la cara de espera,

cara perezosa y absurda con ojos que guiñan preguntas

y labios que no se atreven a pronunciar mi nombre...

... y así creo verte delante de mí, reina sobre un sillón rojo,

pero entonces tus ojos se confunden con otros ojos y los saludos

desfilan hasta convertirse en un tierno abrazo y en un beso.

Pero son otros los abrazos; son otros los besos.

Te imagino entrando por la puerta del Hotel Plaza.

Te imagino porque no te conozco,

                porque no te recuerdo.

Y tu risa convierte en cotidiano nuestro encuentro,

uno entre tantos, el único entre tantos.

Y pasan los minutos y la espera se disfraza de dudas,

Y las horas, el lugar y el día bailan en mi memoria

y el puzle de las posibilidades teje una telaraña

que intento mojar en el cálido aliento de un whisky.

Pasan los minutos... intento leer los amores imposibles

que Darío Jaramillo me regala más allá de sus versos...

y entonces, la puerta se abre y el frío me recuerda tu nombre,

mi única señal, mi único dato cierto en esta cita a ciegas;

pero mi boca está sellada y paladeo tu nombre como un dulce

con la avaricia infantil de quien se sabe dueño de un secreto,

un secreto que se disuelve con el paso perezoso de los segundos,

con esa puerta que se abre y que se cierra... que no te reconoce,

como yo,

como estos segundos que me separan de ti, de tu vivo recuerdo.

Ahora que estamos más cerca que nunca,

ahora que solo unos metros nos separan (¡tan solo unos metros!),

ahora que el aire nos confunde en un nudo de olores,

solo tendría que salir a la calle para ponerle cara a tu sonrisa,

para ganar el pulso a los segundos perdidos de la distancia.

Solo un gesto y el tiempo de la espera sería un whisky

que se evapora junto a un plato vacío de aperitivos.

Solo un gesto.

Solo un gesto y las puertas de tu sonrisa se abrirían de par en par

como esta puerta dorada que traspasas con paso certero.

Pero solo tengo fuerzas para cerrar los ojos...

para seguir soñando en el Hotel Plaza con mi cita a ciegas,

para seguir acompañado tan solo del aliento de un vaso de whisky.

 

Canción del poeta no premiado

Algún día serás tú.

Algún día serás tú el galardonado

con las letras impresas de los periódicos,

el que reciba el telegrama del cava

descorchado entre gritos de asombro

-y algún que otro suspiro de alivio-

y serán tus versos lo que colapsarán las ondas de la radio,

las inútiles líneas de la televisión por satélite.

 

Algún día serás tú,

y ese día te pondrás el traje de los domingos

-o de las fastidiosas bodas de compromiso,

o de las fastidiosas conferencias de compromiso-

y ensayarás en la ducha sonrisas y discursos,

apretones de manos y caricias intuidas en los dedos

como si los premios se hubieran convertido en una rutina,

en una fastidiosa rutina de corazones palpitantes,

de corazones que se escapan de las esquinas de las venas.

 

Algún día serás tú,

y te emocionará entrar a escondidas en una tienda de libros

y ver tus versos colgados de una estantería,

tu nombre disecado en letras de molde

a la vista de los curiosos, de los aprendices de poeta,

que sueñan ver un día sus nombre en la misma horca,

en la misma estantería que ahora ocupan tus libros.

Y abrirás –temblando, sí, confiésalo, temblando-

el libro, con el pánico absurdo –tan absurdo como real-

de que los versos impresos no fueran tus versos,

de que la imprenta de la confusión hubiese mezclado

tus imágenes –tantas noches meditadas, tantos días con sus noches-

con los versos fáciles de ese joven poeta, aprendiz de señor,

que se gana los premios y las entradas de las editoriales

vendiendo su cuerpo entre suspiros y sábanas de seda.

Pero tú, tú no. Siempre son los otros los que se han vendido.

Siempre son ellos los que son más jóvenes que tú

-hay que apoyar a los nuevos valores, te dices-.

Siempre son ellos lo que son mayores que tú

-es el reconocimiento de toda una obra, te imaginas-.

Siempre son ellos los que tienen un padre famoso,

una madre famosa, un amigo famoso, un pequeño gato famoso

-es el repugnante mercado del templo de la poesía, sentencias-.

Siempre son los otros los que sonríen cuando se falla el premio.

 

Pero algún día serás tú.

Serás tú el que sonría, el que se alce del mantel del anonimato

y se acerque –medio tímido, medio atleta- a la tribuna

y recoja una estatua, un cheque y un apretón de manos

bajo la parpadeante mirada de los aplausos,

de los aplausos de tantos otros que no han sido tú entonces.

 

Algún día serás tú.

Algún día serás tú.

Pero nunca, nunca, nunca, ni en ese instante de gloria,

en ese efímero instante de las sílabas de tu nombre,

sentirás el placer que tantas veces te ha embriagado

imaginándote que eres tú el galardonado,

que era tu nombre el que terminaría por eclipsar los titulares,

aunque no fueras más que una línea en la página de sucesos.

 

Algún día serás tú,

y ese día habrás perdido para siempre un tesoro:

soñarte galardonado con uno de esos premios

a los que con el temblor de la ilusión mandas tus versos.

 

Canción para Rubén

Te escribo desde los umbrales de una enfermedad,

abrazado a la fiebre y a las pastillas del arco-iris,

y tus manos –diminutas entre tantas manos-

me tocan la frente y me sonríen; y me besan

tus dedos de ámbar, que siento como el terciopelo,

y cierro los ojos y te sueño en ese instante

en que dejarás de ser niño -¡no dejes de serlo!-,

y vendrás corriendo a una voz con tu nombre,

y vendrás arrastrando los pies entre las aceras,

mientras las aguas acarician las playas de los océanos;

y vendrás porque tienes que venir, tienes que resbalar

de esas nubes que imagino en tus ojos de cobre.

Y vendrás sonriendo, como ahora sonríes al verme;

y vendrás para compartir un último descubrimiento:

una nueva sartén escondida en el hueco de la cocina,

un nuevo vaso para hacer el cafesito de todas las tardes,

un nuevo humo, azul ahora, por encima de las cacerolas,

un inesperado olor al levantar el frasco de las especias;

y vendrás para llevarme por los pasillos de tu imaginación

hasta tu sonrisa y tus pequeños dientes que se tambalean,

y que dentro de unos años caerán como las hojas de los árboles.

 

Y cierro de nuevo los ojos, y te veo rodeado de sombras,

y los abro y sigues ahí, como modelo de un estudio,

y sigues ahí, a mi lado, y yo me dejo llevar

por las nubes de la imaginación de tu futuro

y los ojos se me llenan del vapor de las cataratas.

Y te imagino en una ciudad sin murallas, ni aceras sin asfalto;

sin mover los brazos de trapecio alcanzarás tus sueños,

porque están en tus manos, en tus manos de gorrión.

Alcanzarás a tocar la cumbre blanca de las nubes,

la caricia transparente del arco iris circular;

alcanzarás a rozar la sonrisa de un atardecer,

el rastro transparente de las aves que vuelan...

... y todo porque tu sonrisa es diferente,

porque te miran con otros ojos y sobresales de las aceras.

 

Tendrás a tus pies el imperio de la imaginación,

y tus manos dibujarán dedos que no señalan,

sonrisas que no se callan ante las palabras,

de esas bocas sin dientes, lenguas sin saliva ni verdades.

Y esas pelotas azules que ahora imaginas en tus manos,

se arrastrarán por el campo como serpientes de agua...

... y todo porque eres diferente,

porque te sienten más allá de las luces del horizonte.

 

Y llegará un día en que te busques en los espejos,

un día en que los escaparates se te rompan ante los ojos,

y ese día te alzarás como una torre de humo;

y ese día perderemos el rastro azul de tus sueños,

porque tú vives en las estrellas de la imaginación;

y todo porque...

 

Te escribo desde las esquinas y las aceras de la noche,

mientras la fiebre se despide con una cuadrilla de fantasmas

que se llevan a su paso todo rastro del sueño,

de nuestro sueño de no ser a partir de mañana diferentes.

 

Canción para Rafa

Y nosotros que creíamos que las brujas sólo existían en las fronteras

cuadriculadas de los folios inéditos de los libros de caballerías.

-¡Y qué engañados estábamos! ¡Y qué engañados nos tenían!

Y nosotros que creíamos que los caballeros sólo destacaban en los horizontes

cortantes de los folios descubiertos de los libros de caballerías.

-¡Y cómo te han dejado irreconocibles las manos tantos absurdos combates!

 

La torre en la que tus esperanzas celebraban el banquete de los sueños

se levantó una mañana por encima de los océanos azules,

por encima de los monstruos que te habían perseguido durante años

convirtiendo tu vida en el marco irreverente de una miniatura gótica;

torre llena de libros, de laberintos y de sutiles meandros de sabiduría

por la que te alzabas por encima de los contratos, de los golpes de teléfono;

torre que dibujaba en sus muros el tapiz colorista de la lectura,

de esa sonrisa que te ilumina los ojos ante un folio en blanco.

 

Y nosotros que creíamos que sólo existían las islas de gigantes

felones en los folios heredados de los libros de caballerías.

-¡Cómo no supimos reconocer sus caras bañadas de sonrisas!-.

Y nosotros que creíamos que ya no había espacio para el don

contraignant más que en los folios oxidados de los libros de caballerías.

-¡Cómo se nos escaparon las promesas en la osadía del agua del tiempo!-.

 

El castillo no es más que una nube; la nube, la serpiente de Urganda

que llega de lejos con su cargamento de notas y de fuegos diarios.

Pero en el castillo, en ese castillo cerrado a las montañas, abierto al mar,

más que por hadas, por una puta se ha bajado el puente de la esperanza;

castillo construido con promesas falsas, con ladrillos de mentiras;

castillo que se levanta solemne por los aires: sombra de un combate

que te rompe el horizonte, acompañado siempre por su inseparable Urganda.

 

Y nosotros que creíamos que los motivos sólo se repetían en el rojo

sangriento de los folios maltratados de los libros de caballerías.

-¡Cómo no fuimos capaces de interpretar los posos de las conversaciones lejanas!

 

Pero la historia de ha escrito con la tinta mediocre de la envidia,

renglones que van dibujando la cárcel absurda de la soberbia

que tiene nombre y apellidos que agonizan en la erosión del silencio.

Pero la historia se va borrando a medida que vas leyendo estos versos,

y el folio vuelve a quedar en blanco, folio virginal de pergamino;

y tus dedos llevan ya varios minutos martirizando la mesa,

dedos que se transforman en la promesa de los bueyes y el arado

que van sembrando –líneas certeras y maestras- con negra semilla

el blanco campo; mientras, amanece a lo lejos una nueva respuesta.

 

¿Acaso no ha llegado el momento de conjurar a los necios,

de mirarles cara a cara, de arrancarles la mirada y escupirles nuestro desprecio?

 

3.

Diálogo entre el ángel y el demonio

 

[Demonio]

Pongamos montañas entre nosotros,

despleguemos cordilleras ante nuestros ojos,

invadamos el horizonte de picos y de cruces.

El mar debe marcar nuestros abrazos

con el tatuaje de la despedida; las olas

deben rodear tu cuello digno de ser devorado,

esas olas que huyen del ritual de tu suicidio.

Dejémonos de fiestas y de falsas imitaciones:

abramos los volcanes y bebamos el néctar

de las palabras más ardientes, de los deseos prohibidos,

abramos nuestros cuerpos a las tormentas de verano,

que los truenos revienten esos tímpanos aburridos

por la nocturna cadena del insomnio de los “te quiero”.

Terremotos debajo de nuestros pies de bailarines,

inundaciones de saliva por nuestras espaldas,

torrentes de caricias, torrentes de manos abiertas

que marcan la geografía de un encuentro en la sombra.

Abramos nuestros brazos para sortear el mundo.

Juntos, tú y yo, yo en tu cuerpo desnudo,

y nada más... y nada más que un horizonte

de sangre,

de semen,

de olas de semen que persiguen las ballenas

en medio de los océanos de las lágrimas de los suicidas.

Juntos tú y yo, tú en mi cuerpo desnudo,

y nada más... y nada más que un cielo

de sangre,

de semen,

de olas de lágrimas de los ángeles,

de esos ángeles que se mueven por nuestros pies

de bailarines,

por nuestros pies que se confunden entre las nubes.

Juntos, tú y yo...

¿Cómo imaginar de otro modo el paraíso?

 

[Envidia]

 

Me duele que a veces tú

te olvides de quién soy yo;

caramba, si yo soy tú

lo mismo que tú eres yo.

Nicolás Guillén

Ser como tú eres, ser tú

ante el abismo sabiéndome eterno.

Blanco, sin maquillaje ni máscaras,

transparente en la simplicidad de los números

-continua red de expresiones binarias-.

Ser como tú eres. Mirar como tú,

con esa mirada de río azul en otoño,

esa mirada que arropa las sonrisas

sin necesidad de enseñar los dientes,

sin conocer los sobresaltos de las pesadillas.

Ser como tú eres. Hablar con tu boca,

dejar caer esas sílabas iluminadoras,

la expresión justa, el verbo en la diana

y recoger los premios de tus palabras:

manos que se estrechan, rizos que no se inmutan.

Ser como tú eres. Vivir más allá

del silencio amargo de las dudas,

de las apuestas de las frutas prohibidas,

de las sirenas de los caminos que se bifurcan.

Vivir más allá de los laberintos del deseo,

de ese querer que te encuentre el minotauro,

de ese no querer encontrarte con el minotauro.

Ser como tú eres. Sonreír como tú

al ponerme delante de un espejo

y ver reflejado en él tu imagen,

tus ojos, tus labios, tu caída de párpados,

tus manos que colocan amables las plumas,

tu sonrisa al saberte imagen del demonio.

 

[Espera]

Las horas pasan lentas, caprichosas y lentas.

Quizás el mar cambien de color en invierno,

pero aquí no hay mar,

demasiado lejos de cualquier mar, de cualquier playa.

Quizás las fotografías se vistan de colores

en la próxima estación de las visitas familiares,

pero aquí no hay señales,

hace tiempo que se las tragó voraz el olvido.

Quizás los recuerdos se tiñan de sepia

Y las sonrisas se busquen nuevas dentaduras postizas,

pero aquí ha llegado la sequía

con una explosión de truenos en medio de la noche.

Mil trescientos rayos han caído hoy entre las nubes.

Mil trescientos rayos que han deslumbrado un segundo.

Mil trescientas lágrimas si me atreviera a escribir un poema.

Las horas pasan caprichosas, lentas y caprichosas...

aún queda una eternidad para darte los buenos días,

para recibir el regalo de los buenos días trenzados en un beso.

Una eternidad que nunca llegará, al menos no hasta mañana,

iluminada por el instante fugaz de mil trescientos segundos eternos.