Páginas personales

Don Quijote en Azul 11. La importancia de la lectura de los clásicos

 

Portal de las I Jornadas Educativas Cervantinas en Azul


La importancia de la lectura de los clásicos

 

Alicia Stacco

 

Antes de señalar la importancia de la lectura de los clásicos intentaremos acordar: ¿Qué entendemos por leer?

Kenneth Goodman en Sobre la lectura (1996) expresa: “toda lectura es interpretación y lo que el lector es capaz de comprender y de aprender es a través de la lectura”.

Este autor concibe la lectura, estrechamente relacionada con los procesos cognitivos y como fuente del conocimiento para la actuación en un contexto. Podríamos decir que el proceso comienza antes de aprender a leer, con las primeras imágenes que los niños/as incorporan a través de los cuentos leídos, las canciones infantiles o la observación de los dibujos y escenas de los primeros libros cuando todavía no poseen la herramienta de la lecto-escritura.

Desde el punto de vista lingüístico la lectura tiene su correlación con el proceso de comunicación, ya que para comprender se debe establecer un vínculo entre el/la autor/a y el/la lector/a, a través de signos que son las palabras y mediante las cuales se comparten experiencias, conocimientos y vivencias, se logra así, una influencia mutua. La lectura es un proceso de interacción entre pensamiento y lengua, y la comprensión es la construcción del significado del texto por parte del lector

José Martí, afirmó que “no será nunca un buen lector quien solo se contente con descifrar y traducir literalmente unos signos sin entregar en ese proceso algo de sí…”. O sea, construir un significado y aplicarlo en el contexto que le ha tocado vivir.

A través de la lectura, los individuos se informan, desarrollan su pensamiento, su imaginación, su memoria, y diferentes capacidades, desarrollan sentimientos y valores, que contribuyen al perfeccionamiento del ser humano, a partir de las reacciones emotivas que provoca el arte.

Carlino en el trabajo presentado como ponencia en el Congreso Latinoamericano de Educación Superior en el siglo XXI, advierte contra “la tendencia a considerar que la alfabetización es una habilidad básica, que se logra de una vez y para siempre. Cuestiona la idea de que aprender a producir e interpretar lenguaje escrito es un asunto concluido al ingresar en la educación superior”.

Objeta que la adquisición de la lengua y la escritura se completen en algún momento. Por el contrario: “la diversidad de temas, clases de textos, propósitos, destinatarios, reflexión implicada y contextos en los que se lee y escribe plantean siempre, en quien se inicia en ellos, nuevos desafíos y exigen continuar aprendiendo a leer y escribir”.

En ese proceso el lector construye el sentido del texto a través de distintas transacciones con el material escrito y sus propios conocimientos sufren transformaciones, por lo tanto, en una perspectiva transaccional, tanto el sujeto que conoce como el objeto a conocer se transforman durante el proceso de conocimiento. Los/as lectores/as tratan de dar sentido al texto, componen el significado y por ello no hay significado en el texto hasta que el lector/a decide que lo haya.

 

El escritor crea un texto para transmitir un significado; pero el texto nunca es una transmisión completa del significado que quiere expresar el autor y mucho queda librado a la suposición del lector.

 

La comunicación humana nunca es perfecta y ello se debe a que lo que los lectores/as o los oyentes comprenden, depende igualmente, tanto de lo que ellos/as mismos aportan a la transacción, como de lo que el autor/a aportó a su texto. “El significado está en el lector y en el escritor, no en el texto”.

Lectura es entonces un suceso particular, constituye una búsqueda de significado tentativa, selectiva y constructiva. El lector/a adquiere su carácter de tal en virtud del acto de lectura y es a través de este que el texto adquiere significación. En el proceso de transacción lector/a y texto son mutuamente dependientes y de su interpenetración recíproca surge el sentido de la lectura. El significado potencial del texto y el construido por el lector/a nunca son idénticos, sino aproximados ya que este involucra una serie de inferencias y referencias que están basadas en sus propios esquemas. El texto así construido es el que el lector/a comprenden y cualquier referencia posterior que hagan respecto de lo leído, tendrá por base el texto construido por cada uno/a y no el publicado por el autor/a.

Ahora bien, entendido así el proceso de la lectura nos preguntamos ¿a qué llamamos lectura de los clásicos?

La palabra “clásico” en sí ya impone. Al escucharla es inevitable sentir un máximo respeto: pensamos en libros de un inmenso prestigio, enormes como una torre. Muchos fueron los que, con mayor o menor exactitud, han tratado de precisar lo que es un clásico, para dar con una respuesta definitiva a una problemática tan duradera. La cuestión de qué requisitos debe tener un libro para ser considerado como tal ha sido una constante en la historia de la literatura y la crítica y, si bien hay muchos factores a tener en cuenta, no necesariamente acumulativos, decir que existe un único patrón definidor es discutible. Resultará evidente que si nos seguimos preguntando acerca de qué es un clásico —y, por ende, por qué leerlos—, solo puede indicar que nadie lo sabe a ciencia cierta: ni el lector/a común ni el erudito/a más prestigioso. Que la pregunta siga siendo relevante únicamente significa que todos/as estamos, confusos/as en torno de la cuestión. El tiempo, nos hace el gran favor al dictar sentencia acerca de cuanto la verdadera calidad o importancia de algo. Lo que queda, lo que siempre permanece, son los clásicos, inagotables en calidad, conocimiento y, ante todo, humanidad. Podríamos pensar que si actualmente seguimos leyendo a Homero, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski o Lorca es por algún motivo en concreto. Pero, ¿por qué debería importarnos? ¿Debe importarnos? Literalmente una obra es clásica porque ha perdurado en el tiempo y ha influido en diversas generaciones, por lo menos dos o tres por ejemplo, lo leyó mi abuelo, mi padre y ahora yo y quizás también mi hijo. Es decir debe preceder varias generaciones. Pero también hay clásicos contemporáneos dos o tres generaciones de por medio por ejemplo los autores del boom latinoamericano, El principito.

 

¿Qué hace a un libro clásico?

 

  1. La decisión popular, la lectura actual y las publicaciones reiteradas, la cantidad de lectores a través del tiempo, las nuevas adaptaciones ya sea de canciones, o de versiones cinematográficas. Es decir: siguen vigentes.

 

  1. A través de hitos: porque creó un género, porque es la obra más destacada de un movimiento literario, por ejemplo, el Modernismo o los relatos policiales como Sherlok Holmes cuya aparición marcó un antes y un después en el género.

 

  1. A través del canon educativo, esto tiene que ver con una decisión de la política educativa, por ejemplo, si se pretende exaltar valores patrios, se recomienda la inclusión en los programas de estudio de obras, por ejemplo, como el Martín Fierro.

 

También podemos preguntarnos si existen los clásicos universales

Creo que no. La literatura está regionalizada, por ejemplo: la literatura china, la india, la islámica, la persa, la indígena tienen sus clásicos. Por lo tanto, podemos hablar de clásico occidental como la mitología greco-romana o de clásicos regionales como Goethe, en la literatura alemana o García Márquez en la latinoamericana. También podemos referir a los clásicos por el género: de misterio como El nombre de la rosa de Umberto Eco, de ciencia ficción como, Frankestein de Mary Shelley, o de realismo mágico como Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

O citar clásicos contemporáneos: como La metamorfosis de F. Kafka.

En su magnífico libro Por qué leer los clásicos, Ítalo Calvino comienza su tesis personal proponiendo algunas definiciones de lo que constituye un clásico. Repasémoslas.

 

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...».

 

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro. El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído. Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. Pero los grandes ciclos novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.

Leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

 

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

 

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:

 

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

 

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo. Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad, podríamos decir:

 

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

 

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

 

La definición 4 puede considerarse corolario de esta:

 

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

 

Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:

 

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

 

Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Si leo Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos

personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días. La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que solo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:

 

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

 

El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo Y esta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:

 

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

 

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino solo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela. Solo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser “tu libro”.

Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

 

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

 

Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé. Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré, por tanto:

 

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

 

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez solo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:

 

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la genealogía.

 

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?». Entonces puede decirse que:

 

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

 

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.

Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran un pensador contemporáneo que solo ahora se empieza a traducir en Italia: «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».

Entonces acordamos que los clásicos cuentan con su privilegiado estatus por acometer una tremenda hazaña, aquella consistente en perdurar durante largo tiempo en la memoria colectiva como algo de significativa importancia.

Pero ¿puede un clásico dejar de serlo o, por el contrario, se trata de un estatus tan excepcional como inmutable?

Los libros más leídos en la literatura occidental en los últimos 50 años han sido: El perfume de Patrick Suskind, La metamorfósis de Kafka, El Señor de los anillos de J. Tolkein, El código Da Vinci de Brown, El alquimista de Coelho, El diario de Ana Frank, El principito, A. de Saint- Exupéry, La Odisea de Homero, Cien años de soledad de García Márquez, El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de M. Cervantes, La Biblia.

De la misma manera que hay clásicos que aparentemente surgen de la nada, creo que otros pueden ir desapareciendo lentamente con el paso del tiempo al perder relevancia, por cualquier motivo. Así opinaba Borges, al mantener que “las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre”. Ningún clásico, por tanto, tiene la eternidad asegurada: algunos, de hecho, tienen fecha de caducidad.

De las catorce definiciones que hizo Calvino, puede que la más reveladora —si no la más poética— sea la undécima, mediante la que ubica la esencia de los clásicos en el plano subjetivo del lector mismo: “tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”. Así pues, un clásico de verdad, al margen de cánones y de aprobaciones oficiales por parte de las autoridades literarias, es aquel que nos cambia irremediablemente, aquel que se convierte en parte íntegra de nuestro ser desde su lectura en adelante, un libro, en definitiva, que, más allá de la última página, nos acompaña como un fiel amigo al que siempre podemos consultar en situaciones de crisis.

No obstante, los clásicos únicamente deben actuar como meros puntos de referencia, no como objetos de obligatoria lectura y admiración; no hay nada más despreciable que una lectura forzada.

Leer un clásico debe suponer un acto placentero, producto de la libertad más absoluta, y no un vía crucis que nos hunda en la desazón intelectual. A los clásicos hemos de llegar por nuestra cuenta, sin prisa, pero sin pausa. No todos los clásicos son capaces de hablarnos a todos por igual: en vez de los clásicos, por tanto, quizá sea más apropiado hablar de «mis clásicos»

Finalmente, nos reiteramos la pregunta: « ¿Por qué leer los clásicos?»,

No lo sé del todo: me imagino que se reduce a que es preferible leerlos a no leerlos. La lectura tiene una importancia fundamental en la formación integral de las personas y los estados deberían bregar incansablemente para que su difusión alcance a las grandes mayorías. La lectura nos despierta la mente, nos educa, es la práctica más importante para el estudio, nos aporta conocimientos, nos da placer, nos interpela, nos enriquece, pero fundamentalmente nos hace mejores personas. Mediante la lectura podemos entender mejor las cosas que nos pasan. Ya sean libros de textos, de poesía, de ficción, ensayos o diarios y revistas. Dicen que Cervantes “leía hasta los papeles rotos de las calles”. Es necesario recordar que para que nuestros hijos sean lectores en nuestras casas debemos tener libros por todos lados y en todos los ambientes. María Elena Walsh en un artículo publicado en 1980 titulado Infancia y bibliofobia expresa: El niño lector, lamento decirlo, no puede surgir sino de una casa donde hay libros y se usen. No importa qué libros: recetarios, novelones, tratados, enciclopedias. Pero libros. Y que los mayores los valoren, manoseen, presten y comenten”. El libro sabe esperar hasta que alguien lo abre y una vez producido ese milagro jamás se perderá la magia que transmite la palabra escrita. Por eso se deben abrir bibliotecas y acercar los libros a los lectores. Solo se puede ser un gran escritor si se es un gran lector según palabras de Jorge Luis Borges: “que otros se jacten de los libros que han escrito, a mí me enorgullecen los que he leído”. Y también escribió que “la gran diferencia entre escritor y lector es que el escritor escribe lo que puede, y el lector lee lo que quiere”.

Reiteramos entonces que, la lectura es un hábito que se debe desenvolver desde la infancia. Leyendo por las noches un cuento, en el jardín de infantes y en la escuela primaria destinar un espacio especial para leer en voz alta. En la secundaria es esencial trabajar con textos clásicos porque su lectura es muy importante en esa edad en que el ser humano está en plena formación. ¡Y cuánta falta hace que existan políticos que sean buenos lectores!

Gabriel García Márquez escribió:

 

debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea le símbolo de nada y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido. Creo que hubo en realidad un tiempo en que las alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de las botellas. Creo que la burra de Balaán habló -como dice la Biblia- y lo único lamentable es que no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las murallas de Jericó, y lo único lamentable es que nadie hubiera transcrito su música de demolición. Creo, en fin, que el licenciado Vidriera -de Cervantes- en realidad era de vidrio, como él lo creía en su locura, y creo de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre las catedrales de París. Más aún: creo que otros prodigios similares siguen ocurriendo, y que sí no lo vemos es en gran parte porque nos lo impide el racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de literatura”.

 

Hay que leer para soñar, para colmarnos de fantasías, para descubrir arcanos que no estaban velados.

En este mundo posmoderno, especializado y exigente la lectura es la base de la sociedad del conocimiento; pero cuidado, porque leer despierta conciencias y menos personas pueden ser engañadas.

Decía Sarmiento “el saber es riqueza y un pueblo que vegeta en la ignorancia es pobre y bárbaro” y eso rige también para las personas. Si la lectura fuera patrimonio de todos, sin duda que este mundo sería un lugar mejor para vivir y no se cometerían tantas atrocidades. No en vano el Evangelio de San Juan dice que “en el principio era el Verbo”: la palabra, el logos, y la palabra está en los libros y los libros están para leerlos.

En fin, si algo está claro es que los clásicos nos hacen más humanos y, por ello, más libres como personas.

Las grandes obras nos ayudan a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más críticas e imaginativas.

Será en los clásicos donde, algún día, pueda materializarse esa profética frase de Cervantes: “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”.

 

Referencias

 

Clemente, M. y Domínguez, A. B. (1999). La enseñanza de la lectura. Madrid. Pirámide.

Álvarez Morán, María Consuelo, Iglesias, Rosa María. (1999) Contemporaneidad de los clásicos en el umbral del tercer milenio. Murcia. Editum.

Calvino, Ítalo (1992): Por qué leer los clásicos. Traducción de Aurora Bernárdez. Barcelona. Tusquets.

Carlino, P. (2004). Escribir, leer y aprender en la universidad. México. FCE.

Ciorán, E. (2006). El Libro de las Quimeras. Barcelona, Tusquets.

Crespo, M. T. y Carbonero, M. A. (1998). Habilidades y procesos cognitivos básicos. En J. A. González-Pienda y Núñez, J. C. (coords.): Dificultades del Aprendizaje Escolar, Madrid. Pirámide.

García Berrio, A. y Hernández Fernández, M. T. (2004). Crítica literaria: iniciación al estudio de la literatura. Madrid. Cátedra.

Geertz, C. (1988), La interpretación de las culturas. Traducción de Alberto L. Bixio. Barcelona. Gedisa.

Goodman, Kenneth (1996). Sobre la lectura. Buenos Aires. Paidós.