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“Memoria de un maestro”, por Gustavo Villapalos", de la Universidad Complutense de Madrid. Artículo recogido en Homenaje al Profesor Alfonso García-Gallo, T. I, Historiografía y varia. Madrid, 1996, pp. 11-17.

Memoria de un maestro

GUSTAVO VILLAPALOS

 

Acostumbraba García-Gallo en los momentos más distendidos, en el Se­minario que daba a sus discípulos, en el Instituto de Estudios Jurídicos, a hacer gala de su excelente memoria. Recordaba todo, desde un folleto que tuvo que aprender en Barcelona, en el primer curso de Lógica, hasta la recitación entera, si el tiempo lo hubiera dejado, de la famosa obra de Muñoz Seca La Venganza de Don Mendo: «... ¿Quién va? Un hombre. ¿Un hombre? Un hombre que vale por diez...»

Discípulo, si acaso, precoz, no sólo fui alumno de primer curso de don Alfonso García-Gallo, sino que hice toda una carrera paralela, por cuanto que abandoné el ICADE en el año 1965 y pasé a la Facultad para cursar las asig­naturas ordinarias, al tiempo que visitaba al insigne maestro y recibía de él valiosos consejos: «Vea usted tales y tales libros de Derecho Canónico; para el Derecho Penal, estos y otros libros...», al tiempo que me advertía para que no me tentasen otras materias, otras salidas, otras glorias.

Ciertamente, yo había decidido, con diecisiete años, ser Catedrático de Historia del Derecho, y esa temprana decisión era paralela a la que el propio don Alfonso García-Gallo confiesa, cuando manifiesta que a los quince años ingresó como estudiante de Historia y, un año después, tras desechar la llama­da del notariado, vocación que le venía por vía familiar, decidió ser Catedráti­co de Historia del Derecho.

Cuando García-Gallo nació en Soria en el año 1911, la Historia del Dere­cho Español ya había recorrido un largo camino, quizá iniciado por Francisco de Espinosa a mediados del siglo XVI, Lucas Cortés, Martínez Marina, Sem­pere y Guarinos y, en todo caso, camino madurado por Eduardo de Hinojosa y Naveros, quien en 1878 entablaba relaciones con ilustres romanistas e his­toriadores de la Escuela Histórica del Derecho y que, al regresar de Alema­nia, casi coincidiendo con la creación de las cátedras de Historia del Derecho Español, por Decreto de 2 de septiembre de 1873, comenzó a escribir su Ma­nual en un primero y único tomo: la Historia General del Derecho Español.

Hinojosa creó una «Escuela»: Díez Canseco, Sánchez-Albornoz, Ramos Loscertales, Galo Sánchez, Prieto Bances, Ots Capdequí, Segura Soriano, Ramón Carande y, después, tras la década de los treinta, nuevos estudiosos: López Ortiz, Román Riaza, Torres López, Rubio Sacristán, Juan Beneyto, García de Valdeavellano, José María Lacarra, y el propio García-Gallo, que estudia con Galo Sánchez en Barcelona y recibe el magisterio de Sánchez-Al­bornoz en Madrid. Toda aquella historia de grandes antecesores quedará con­cretada para García-Gallo en Hinojosa y sus tres discípulos: don Claudio, don Galo y Ramos Loscertales.

García-Gallo tuvo siempre muy a gala esta tradición y fue un auténtico enamorado de su disciplina científica, poniendo toda su pasión en escribir y en enseñar. Ya como profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Central publicará en 1934, con Román Riaza, un Manual de Historia del De­recho Español, escribiendo sobre el Derecho y sus fuentes, y las instituciones de una gran parte de la Historia Peninsular, bajo la ayuda, el consejo y la orientación de Galo Sánchez y la atención expresa de Sánchez-Albornoz y López Ortiz.

Nunca olvidó García-Gallo sus primeros tiempos, ligados a don Antonio de la Torre, su profesor de Historia de España en Barcelona, cuyo traslado a la cátedra de Madrid en 1931 le permitirá ser nombrado Auxiliar interino y luego Ayudante, en las privilegiadas aulas de San Bernardo. Precisamente en la biblioteca de San Bernardo-Noviciado es donde traba amistad con el bi­bliotecario Román Riaza, interesado en aquel joven estudiante que pedía los libros más raros.

García-Gallo ha aprendido de grandes maestros y, sobre todo, vive con pa­sión las enseñanzas y se entusiasma con la explicación de los fenómenos, tal y como enseñaba don Antonio de la Torre:

«En un momento de la Historia, las gentes están desvalidas: ¿cómo se defienden? A través de la Encomienda, ¿cuáles son los precedentes? Las Behetrías o los Bucelarios, ¿qué tienen de común y de diferente?»

Aquel modo de enseñar, tan distinto y tan activo, suscita el apasionamien­to de García-Gallo, quien lo trasmitirá a su vez a sus discípulos y a sus alum­nos: la comprensión de las relaciones, las «situaciones de hecho», que son en esencia siempre las mismas. De ahí partirá su metodología institucionista.

García-Gallo fue un profesor universitario muy exigente. Acudía puntual­mente a su obligación y conseguía la difícil armonía entre el alto nivel científico y la calidad de exposición; juzgaba con equidad y con una cierta seriedad, no exenta de dureza. No aceptaba de buen grado las preguntas en los exámenes.

Realizaba unas pruebas con exigentes cuestionarios de preguntas cortas. Yo creo que se fijó en mí por una cuestión relativa al año 654. Yo levanté la mano en un examen, y cuando se acercó don Alfonso, le pregunté: «¿654 antes de Cristo o después de Cristo?» Me contestó: «El que pone el Manual», a lo que yo respondí: «El Manual pone las dos fechas: después de Cristo, el Liber Iudiciorum; antes de Cristo, según dice la letra pequeña de la Sociedad Política, la fundación de Ibiza por los cartagineses.»

Apenas cumplidos los veinticuatro años, García-Gallo obtiene por oposi­ción la cátedra de Historia del Derecho Español de la Universidad de Murcia, y con las oposiciones ganadas, el profesor García-Gallo se casa con María Isabel, su vecina, que pasará a constituirse en la mayor defensora de la profesionalidad y dedicación científica de su marido. Sólo el respeto, la admira­ción y los desvelos por que el trabajo de su marido se realizase sin interrup­ciones pudo permitir su obra ingente. Sin María Isabel, ésta no habría sido posible. Es por eso que estas líneas están también dedicadas a ella.

Desde 1944 GarcíaGallo pasa a ser Catedrático de Valencia y posterior­mente gana por oposición la Cátedra de Doctorado de Madrid de Historia de las Instituciones Civiles y Políticas de América, que había desempeñado du­rante veintidós años don Rafael Altamira.

Junto a la Historia del Derecho, García‑Gallo explica asimismo, en la Fa­cultad de Historia de la Universidad de Valencia, Historia de España Antigua y Media, Historia Económica de las Edades Antigua y Media en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid, y Prácticas de Lecturas de Textos Jurídicos Clásicos, Latinos y Españoles, materia que definirá un rasgo prominente de su quehacer científico: la lectura e interpretación de los textos para llegar a si­tuarse en nuevas posiciones científicas, al apego de las fuentes rectamente interpretadas, sin el que toda obra histórica no es sino flor de un día.

Así, se pregunta al traducir el Commonitorinm del Breviario: «¿Dónde se dice a quién se aplica? ¿Dónde se dice -planteará- que el Código de Eurico es para los romanos?» Y así nace el primero de sus grandes trabajos, ya em­pezado antes de la guerra: Nacionalidad y territorialidad del Derecho en la época visigoda, con sugerencias tan obvias como las dudas sobre la efectiva realidad del dominio visigodo sobre Hispania cuando no llegaban al 2 por ciento de población hispano-romana.

Y desde aquellas bases se enfrentará con las tesis de que el Derecho más germánico era el de Castilla y el de Navarra, empezando por demostrar que aquellas instituciones jurídicas podían no ser germánicas, sino vestigios del Derecho Romano vulgar, desmontando las posiciones de Hinojosa o de don Ramón Menéndez Pidal. Su trabajo en el anuario sobre el carácter germánico de la Épica y el Derecho es, en este sentido, una obra maestra.

Así comienza la «molesta» originalidad de García-Gallo, que le llevará a rebatir posiciones clásicas y a realizar continuas interpretaciones críticas. De la Edad Media, tutelando la realización de una obra plenamente superadora de las colecciones de fueros; de la revisión crítica de la obra legislativa de Alfonso X el Sabio y de sus instituciones políticas, administrativas y sociales, trabajando especialmente, en cuanto a la Edad Moderna, en la Historia del Derecho Indiano, hasta el punto de ser auténtico impulsor y renovador de aquellos estudios, tanto en España como en América. De sus trabajos en ese campo quedan, entre tantos, La Ley como fuente del Derecho en Indias, su Metodología de la Historia del Derecho Indiano o, el que más me gusta, Los Principios rectores de la organización territorial en Indias, síntesis sencilla­mente genial.

El primer libro que me hizo leer fue el Medioevo del Diritto, de Calasso. Ante la tímida observación que le hice de que no sabía italiano, me cortó sin ambages diciéndome: «Si no es usted capaz de leerlo, no vale para este que­hacer.» Así, diccionario en mano, comencé con Calasso el aprendizaje del italiano.

Recuerdo ahora que al verle leer mi primer trabajo histórico jurídico -una pequeña comunicación para un Congreso- no pude resistirme a preguntarle si me había salido bien. A lo que, con tono socarrón y satisfecho, respondió: «Mire, Gustavo: si le siguen saliendo "tan bien" las cosas nunca realizará nada de provecho.» Hasta en esos detalles, don Alfonso era un modelo de la auténtica pedagogía.

García-Gallo era ante todo un hombre dotado de extraordinaria vocación científica. Se puede decir sin rodeos que sólo vivía para la Historia del Dere­cho, englobando en aquella tarea el Instituto de Estudios Jurídicos y la direc­ción de Anuario de Historia del Derecho, y, progresivamente, desde el año 1943, en que se crea la Escuela de Estudios Hispano-Americanos, una impor­tante dedicación publicista sobre estudios históricos americanistas. Para la Historia del Derecho... y para su familia.

Polémico en la presentación de los temas objeto de estudio, animaba siem­pre a la creación y al debate. Escribió con pasión y con una gran transparen­cia, y consiguió magníficos resultados. Sus trabajos resultan tremendamente sólidos. Su obra de conjunto permite dividir la historia de nuestra disciplina en un antes y un después del maestro inolvidable.

Su vida fue siempre ejemplar. No era don Alfonso hombre de cafés, ni de fiestas. Aunque su temperamento era abierto, mantuvo cierta timidez, que se manifestaba en ocasiones con los extraños en un talante adusto y aparente­mente un tanto retraído. Él nos confiesa que en las reuniones sociales sólo in­tervenía en último extremo, y que si alguien estaba dispuesto a hablar, él re­nunciaba a hacerlo.

Sus clases de la Facultad de Derecho, sus clases de Derecho Indiano, el Instituto, el Anuario, las reuniones científicas, los «Symposia de Historia de  la Administración», las reuniones del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Ahí empiezan y acaban sus días, concluidos a altas horas de la noche, cuando la luz de su casa permanece encendida, mientras minuciosa­mente rellena los folios y repasa las extensas notas que acompañan su pro­ducción científica, recogida en decenas de millares de fichas.

Esa luz artificial y nocturna sobre las fuentes del Derecho y las hojas de papel en blanco que con todo cuidado va escribiendo, le llenan de una gran energía interior; desvela las sombras, encuentra el sentido de los enigmas que él mismo se plantea. Todo es un haz de preguntas, las respuestas irán ca­yendo cada noche y, al tiempo, iluminan su rostro y, cuando cada mañana volvía a la Facultad, ante nosotros se presentaba con una cierta sonrisa, que no esconde otra cosa sino la complicidad del sabio investigador con el mis­terio desvelado.

Por todo ello, es imborrable para nosotros el recuerdo de su imagen. No existe lejanía en su vida ni en su obra, sino, como decía Fray José López Ortiz, García‑Gallo daba «una perpetua impresión de juventud». «Mire usted, Gustavo...» -comenzaba su normalmente breve discurso-. Nunca se guardó nada en la recámara; si acaso, las complicaciones de siempre: una plaza con varios pretendientes, las estrategias calculadas, opiniones no demasiado inte­resadas sobre la marcha del mundo, quizá en la seguridad, como buen creyen­te, de que Dios cuida de esas cosas. Le tocó vivir tiempos muy duros, y luego apreció y apuró con gusto una cierta paz, que le sirvió para crear una entraña­ble familia numerosa, renunciando a tomar el camino de otros juristas, que formaron parte de los grandes cuerpos del Estado o siguieron el brillo de los grandes despachos que le hubieran permitido vivir con mayor comodidad. No le hacía falta. Su tarea, como la de los grandes, era más callada, menos bri­llante, pero a la larga mucho más eficaz.

Si, como dice Borges, la vida sólo termina cuando muere el último de los conocidos, no nos cabe duda de que don Alfonso García-Gallo vivirá aún mucho más, mientras quede sobre la tierra el último estudioso de esta Ciencia histórico jurídica que con tanto placer cultivó, mientras una sola de sus mu­chas brillantes ideas sirva para unir esa lejana distancia que separa nuestras sociedades históricas y a las que él trató de iluminar con sus sugestivas y fe­cundas teorías.

Alfonso García-Gallo, para mí siempre Don Alfonso -pese a su empeño nunca le apeé el Don que tenía con la autoridad de los grandes maestros- fue servidor de una pasión, la científica, de un modo y con una intensidad que no he conocido ni creo que conozca jamás en nadie. Vivió su vida y su trabajo con el sentido de una auténtica misión. Luchó por los suyos -bien lo sabemos sus discípulos- con desmesura que ni ingratitudes ni olvidos podrán borrar. Ante cualquier duda, siempre quedaba el recurso: lo sabrá Don Alfonso. Su ausencia se nota pesadamente atemperada por el sabor agridulce de su recuer­do. Imagino que esto es común a los que en algún período de su vida prepararon oposiciones o se formaron con él. Pocos pueden preciarse, como yo, de haber sido sus alumnos en Derecho y en Historia, de haber realizado con él la tesis doctoral y el período entero de mi formación. De tal modo que con orgu­llo me puedo considerar intelectualmente obra suya: claro es, sin su talento ni su perseverancia. Vaya para él aquí mi recuerdo y mi completa devoción.

Dentro de bien poco, en la otra vida, reanudaremos otra vez nuestros diálogos, extrañamente a la vez elusivos e intensos. Allí volveremos a ser Don Alfonso y Gustavo.