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“Alfonso García-Gallo y mi cátedra”, por Rafael Gibert". Artículo recogido en Homenaje al Profesor Alfonso García-Gallo, T. I, Historiografía y varia. Madrid, 1996, pp. 27-62.

ALFONSO GARCÍA-GALLO Y MI CÁTEDRA

RAFAEL GIBERT

 

El 29 de diciembre de 1992, al volver de Alcalá de Henares, donde había pasado la mañana enfrascado en la lectura de su memoria de cátedra, que piadoso conserva el Archivo Central de la Administración, recibí la noticia de su fallecimiento. Me causó una fuerte impresión. No sabía que estuviera enfermo, y yo acababa de pasar, en cierto modo, unas horas a su lado viéndole en plena salud y juventud triunfante. Un error feliz me había abierto el expediente de sus oposiciones a la cátedra de Murcia en 1935, cuando mi interés se dirigía a las del padre López Ortiz en Compostela, celebradas el año anterior. Lo abrí precisamente el día 21, el mismo en el que se cerraba su brillante carrera de catedrático que comenzó el 11 de junio de 1935 a las doce de la mañana, en el Centro de Estudios Históricos, el hotelito de la calle de Almagro, de Madrid. Allí quedó constituido el tribunal que iba a juzgarlo, con don Claudio Sánchez Albornoz como presidente, los vocales Galo Sánchez y Sán­chez, José Mª Ramos Loscertales -tres discípulos directos de Eduardo de Hi­nojosa-, el granadino Manuel Torres López y el agustino padre López Ortiz, por ser el más moderno, secretario. Torres había sustituido al también granadino José M. Segura, y Ramos Loscertales, a Riaza. Los reunidos acordaron que el 5º ejercicio se desarrollara sobre documentos y textos legales. Para formular los temas del 6º, la comisión formada por Ramos, Galo Sánchez y López Ortiz celebró varias sesiones hasta llegar el día 14 a un acuerdo sobre los diez siguientes enunciados: 1º Hinojosa, historiador del derecho; 2º La cuestión agraria en el siglo XIII; 3º La dote en Castilla durante la Edad Media; 4º la Interpretatio de la Lex Romana Visigothorum; 5º La gran propiedad en la España romana; 6º La costumbre en el Derecho español en la Edad Media; 7º El vasallaje en Castilla; 8º Los bienes familiares en la Edad Media; 9º La mejora hasta las Leyes de Toro y 10º Centralización administrativa en Castilla en la Baja Edad Media. Los opositores fueron convocados para el día 15 en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho, en San Bernardo, esquina con Noviciado. Este salón, hoy desaparecido, estaba dispuesto para la práctica de las oposiciones, con un estrado y una verja de hierro, la mesa suficiente para el tribunal y sendas mesitas laterales para los contrincantes. El día 15 compareció solamente el joven García-Gallo y decayeron de su derecho, por no haberse presentado: Vicente Granell Muñoz, que en el Anuario XII, 1935, había continuado la edición de las fórmulas castellanas iniciada por don Galo, y había publicado la reseña de un libro de Mochy Onory (pp. 444-467 y 528-531); Paulino Pedret Casado, que en 1942 obtendría la cátedra de Canónico, y en el mismo Anuario es autor de algunas reseñas y un breve artículo (XIV, 1943; IXI, 1948-49 y XXVI, 1956); Juan Beneyto Pérez, que había participado ya en varias oposiciones y obtendría la cátedra en 1940, después de la guerra, colaborador asiduo del Anuario desde 1930; y Jaime M. Mans Puigarnau, autor de la reseña en el Anuario X, 1933, sobre la edición de los Usatges de Barcelona, y que más adelante, profesor en la Universidad de Barcelona, publicó en 1943 la versión medieval castellana de las Decretales. El día 25 tuvo lugar el primer ejercicio, destinado a la «presentación y exposición de su labor personal» en lo que empleó 54 minutos. El juicio del tribunal fue unánime. Se caracterizaba el opositor por el estudio directo de las fuentes, su utilización para la historia de las instituciones jurídicas españolas y su propósito de «acercar a los escolares no solo los resultados sino también los métodos del trabajo histórico». Fueron apreciados como valiosos sus trabajos de edición de textos medievales, su proyecto de «Antología de textos para uso de la cátedra», y el hecho de que poseía una visión de conjunto revelada en el Manual terminado de publicar en aquel 1935, en colaboración con Román Riaza. Sin duda, el tribunal apreció que en dicho manual se debía a García-Gallo, como se hizo constar en el prólogo, no solamente la «primera parte» (es decir, las «bases de formación del derecho» y las «instituciones» de las respectivas épocas: pueblos indígenas y colonizaciones; romanización y germanización; Islam y Cristiandad o Alta Edad Media; época de los Derechos Territoriales o Baja Edad Media; apogeo de los mismos o Edad Moderna y renovación del derecho en el siglo XIX), sino también la copiosa bibliografía de los propios capítulos y de los de fuentes, redactados por Riaza, así como los índices, de los cuales el alfabético general de materias, detallado, es ejemplar y de un evidente valor formativo. En aquel mismo prólogo los autores agradecían los consejos y orientaciones recibidos, en especial de don Galo, que «había revisado gran parte de la obra»; don Claudio, que les había permitido utilizar su inédita Historia de las instituciones sociales y políticas del reino de Asturias, y López Ortiz que había revisado el capítulo dedicado a la España musulmana, redactado en su totalidad por García-Gallo (números 239-243) y que había corregido las transcripciones de las palabras árabes. Un bagaje suficiente y de una seriedad indiscutible; una capacitación especial que, según el Reglamento, debía quedar patente desde el primer ejercicio, por lo que fue declarado apto para continuar. Al día siguiente desarrolló el segundo ejercicio, en 55 minutos, sobre concepto, método y fuentes de la asignatura. También el juicio fue unánime: Había enfocado con claridad y precisión los problemas fundamentales de la ciencia histórica y del estudio histórico del derecho, y había delimitado el concepto de lo español. Las directrices para sistematizar la materia cronológicamente eran suficientemente elásticas. El programa pedagógico suponía una íntima colaboración con los alumnos, «imponiendo un mínimo de conocimientos exigible en el vigente sistema de exámenes y el sucinto cuestionario estaba lógicamente desarrollado». «Suficiente para especial capacitación», fue nuevamente declarado apto y pasó al tercer ejercicio, la lección magistral, expuesta al día siguiente, 27 de junio. La lección elegida, 71 del programa, versaba sobre «Sucesión voluntaria. Libre disposición. Testamento y contratos sucesorios». Asimismo el juicio fue unánime: «Atractivo tema de Derecho Privado: primera Edad Media española. Señala exactamente los fundamentos visigóticos en sus momentos más salientes: fuentes legales y diplomáticas. Dogmática jurídica sucesoria de la primera Edad Media tras la invasión musulmana. Líneas generales del proceso histórico bien marcadas y firmes. Datos concretos discretamente situados no perturban la visión general. Clara y precisa exposición; estimables dotes de personalidad y conocimiento detallado del material (sobre) el que faltaba toda previa información bibliográfica». Para el cuarto ejercicio, el 28 de junio, la lección ordinaria, se sacaron diez bolas, de las cuales el tribunal eligió la lección 5ª «Instituciones políticas y jurídicas de los pueblos indígenas. El régi­men de las colonizaciones». Se le concedieron tres horas para su preparación; en la exposición oral invirtió el tiempo reglamentario. De nuevo el juicio del tribunal fue unánime y favorable: «Líneas generales de la evolución jurídica primitiva española; se planteó el problema de la gentilitas como básico para estudiar las posibles relaciones jurídicas de tipo público existentes antes de la conquista romana. Régimen familiar y de propiedad. Claridad y precisión. Soluciones más admisibles con los datos conocidos y el estado de la investigación. Estilo expositivo sencillo y apto para la labor docente». El día 29, para el 5º ejercicio le fue entregado un documento medieval para su transcripción y comentario, y como segunda parte, el texto de Fuero Real I, 3. Tras el consiguiente encierro y entrega del doble ejercicio, la lectura del mismo mereció otro juicio unánime y positivo. Se trataba de un documento de Alfonso VIII, fechado en 1136. La transcripción sin faltas y acertado el análisis paleográfico y diplomático. Sabemos que don Claudio tenía por crimen imperdonable «no saber paleografía». Alfonso la sabía. El comentario contuvo las observaciones fundamentales que el texto sugería. «Un detenido estudio del mismo le hubiera llevado sin duda a destacar tres instituciones que asoman entre líneas del diploma: una cierta forma de inmunidad, la encomienda y el tenente. Lo anormal del trabajo realizado bajo la premura del tiempo y la angustia del momento justificaban estos olvidos». El comentario a Fuero Real I, 3 (ley única «de la guarda de los fijos del rey») si bien dejaba en silencio algún aspecto interesante -la filiación de la disposición comentada- y no insistía lo suficiente en el valor jurídico del homenaje, abarcaba, no obstante, cuestiones de interés, en lo que valoraba con justeza lo preceptuado, relacionándolo con cuerpos legales posteriores». Apreciable el conjunto del trabajo y bastante para probar su preparación, determinaron su pase al 6º y último ejercicio. Se conservan los sendos pliegos del 5º, cubiertos por las tres caras; con letra limpia, la suya inconfundible en la que perseveró. Sin apenas tachaduras. Fluida escritura. En el primero mostraba conocer otros documentos de Alfonso VIII y su cancillería. No era un documento solemne. El comentarista conocía los cartularios. Se trataba de la confirmación de los fueros de santa Eugenia. Regulaba los foros. Se refería a los fueros de la Península, contenía la exención de prenda y estaba relacionado con los de Castrogeriz y Palenzuela. La ley del Fuero Real III, 1 era relacionada con las de III, 7 (guarda de los huérfanos y de sus bienes) y se registraba su inclusión como ley en la Nueva Recopilación II, 3 y Novísima III, 1, 1. La comparaba con Partidas II, 15. «Las Partidas admiten el derecho de sucesión por representación que el Fuero Real no admite», y precisaban más. Otro aspecto: el juramento. El hijo adquiría los derechos del rey difunto sin necesidad de un traspaso de posesión de la corona: «El muerto hereda al vivo, que según dice Schwerin se expresa en el rey ha muerto, viva el rey». 

El 2 de julio dio lectura García-Gallo a su trabajo sobre la «Centralización administrativa en la Baja Edad Media castellana», objeto del 6º y último ejercicio, que el opositor hubo de redactar en los 17 días transcurridos desde que el 15 de junio fueron sorteados los diez temas propuestos. El juicio otra vez unánime del tribunal, oída la lectura y tras un cambio de impresiones, expresó que «las condiciones reglamentarias eran poco propicias para la investigación. Las cuartillas redactadas daban idea del tema y revelaban una utilización directa de las fuentes. Partía de conceptos fundamentales y daba una noticia bibliográfica. Obedecía a procedimientos generales (?). Señalaba el fortalecimiento de las ciudades, contrapuestas a los señoríos; cuestiones que no agotaban el tema pero entrañaban un bosquejo apreciable. Una exposición completa y definitiva era imposible de realizar. Lo realizado daba una idea favorable de los métodos de investigación de la Historia del Derecho y de la preparación cultural de la materia». Realmente, el informe refleja más bien la perplejidad del tribunal sobre el tema que había aventurado, seducido por la palabra ajena a los textos: la centralización. 

La votación tuvo lugar el día 3 de julio, a las seis de la tarde, y el tribunal fue por último definitivamente unánime. Conserva el expediente los informes emitidos sobre los trabajos escritos aportados por el opositor. Fueron redactados por los distintos jueces, que los demás aceptan y firman. Acerca del relacionado con un trabajo inédito sobre las Observancias, opinó Ramos Loscertales: «Esta breve comunicación es prueba indiscutible de la capacitación del señor García-Gallo para la ingrata tarea de publicación de textos jurídicos que el autor acredita». Contemplando sus propias ediciones de textos, cualquiera hubiera dicho que más bien le placía. La primera Semana de Historia del De­recho Español había conocido su «Avance de estudio sobre las Observancias aragonesas de Jacobo de Hospital» (AHDE, IX, 1932, 489). Era, sin duda, un trabajo derivado de su tesis doctoral, cuya terminación encomendaría cuarenta y cuatro años después a su discípulo el P. Gonzalo Díez, S. J., que la llevó a término. El tema, conocemos ahora, le había sido indicado por don Galo, quien había manejado uno de los manuscritos. Sobre el Manual en colabora­ción con Riaza, el mismo Ramos puso una sola objeción: «Usa como sinónimos oppida y civitas, los cuales lo fueron efectivamente en el siglo II d. C., pero no en la época a la cual atribuye la sinonimia». Defectos poco apreciables que el autor, con su magnífica capacidad de trabajo, irá subsanando y corrigiendo en sucesivas ediciones. En la «edición de textos medievales», don Galo valoró que fueran originales y que la colección de «fazañas» se ajustase a una norma previa (el fuero de Palenzuela), que veremos después. La Antología de Textos y el trabajo sobre Derecho Internacional merecieron el dictamen favorable de López Ortiz. Iban con prisa.

Dichos trabajos, presentados en la oposición, que no lo fue en el sentido literal del término, se han conservado en el expediente. Exhalan un especial perfume. Tienen singular interés los que yacen inéditos. En el Anuario XI, 1934, había publicado «Una colección de fazañas castellanas» (pp. 522-531), a la que nos hemos referido. En un cuidado autógrafo presentó los «Textos de Derecho Territorial Castellano», que iba a publicar, pasada la guerra, en el tomo XIII (1936-41) 308-396, a saber: I. Las Devisas, II. El Pseudoordenamiento II de Nájera; III. «Ordenamiento que fisso el rey don Alfonso en las Cortes de León»; textos relacionados con el Fuero Viejo de Castilla, «que han sido magistralmente estudiados por Galo Sánchez en varios trabajos fundamentales», que al autor seguía, «limitándose solo a puntualizar ciertos aspectos». Es la obra de un buen discípulo, con algo de extremado y concienzudo en su erudita anotación, y tal como se reconocía el autor al dedicarle su primer gran trabajo en aquel mismo tomo del Anuario, sobre «Nacionalidad y territorialidad del derecho en la época visigoda» (Ib. p. 168), del que no hay indicio en el expediente de las oposiciones, por lo que ha debido de ser elaborado después. Del propio Anuario XI, 1934, 5-76, aportó también la separata de su estudio sobre «La aplicación de la doctrina española de la guerra» que el autor presenta como derivado de una conferencia en la cátedra Francisco de Vitoria, en Salamanca, y que si bien enlaza con materia tratada por Hinojosa, Torres López y Riaza, tal vez haya sido originada en la cátedra de doctorado, Historia del Derecho Internacional, dirigida por Fernández Prida; allí (p. 10 in fine) García-Gallo anunciaba un ulterior estudio sobre Fortunio García de Ercilla como internacionalista; autor no citado por Hinojosa entre los antecesores de Vitoria. Pero por el momento no ha insistido en esta dirección (Cfr. mi CJE, 1983, p. 58). En cambio sí presentó su «Avance de estudio sobre las Observancias aragonesas de Jacobo de Hospital», firmado en junio de 1935, 19 cuartillas a doble espacio, donde declaraba: «Esta comunicación no es el estudio que hace falta». Indicaba los manuscritos conocidos, de los que hacía una descripción. «Muchos problemas se plantean, pero no pueden resolverse sin un estudio completo y acabado de la cuestión». Y adelantaba algunas conclusiones. Por último, presentaba una colección de «Textos de Historia del Derecho Español para uso de clases prácticas», 300 cuartillas escritas a máquina a un espacio, con un prólogo. Una obra perfecta, asimismo fechada en junio de 1935, y que anunciaba las sucesivas selecciones de la misma índole que publicó después, por todos conocidas.

Pero lo más importante, y en cierto modo nuevo por no haberse publicado, que yo sepa, es la memoria reglamentaria de cátedra sobre concepto, método y fuentes. Merece serlo, y confío en que lo hagan sus fieles discípulos; tiene ya, por su índole, neto carácter público. No pretendo escribir su reseña sino reproducir algunas notas que tomé durante su lectura como características del autor y la época. Consideraba necesario purificar la Historia del Derecho de lo no jurídico. «La historia del derecho debe ocuparse exclusivamente de lo jurídico y tratar todas las cuestiones jurídicas» (p. 84). Me sorprendió gratamente ver que las citas de Leibniz, sobre Externa e Interna, y de Brunner, sobre la materia dogmática, luego banalizadas, las apoyaba puntualmente en las obras originales; la del segundo, desarrollada en su tradición ulterior. La sucesión de sistemas de Cabral de Moncada (AHDE, X, 1933, 138-160) le había impresionado. Es notable que en pleno laicismo republicano hiciera una declaración confesional católica. Estaba muy en contra de la Sociología y el Comparativismo. Los métodos de Costa, Ureña y Pérez Pujol estaban «hoy casi totalmente olvidados por los historiadores de alguna seriedad». También se separaba de don Julián Ribera y de su estudio sobre «Lo científico en la Historia», del que López Ortiz había censurado su postura pesimista y escéptica (Ib. XI, 1934, 585). Igualmente contrario a la forma de concebir el pasado como precedente del derecho actual y sin atender a otra cosa, posición que ya localizada en López Ortiz, pero de distinta forma, he atribuido al Curso de don Galo (lo muerto y lo vivo; no la proyección histórica del derecho vigente). La riqueza de bibliografía antigua y reciente es impresionante. Mirándola se comprende el reproche que él hacía a las nuevas promociones por su resistencia al trabajo duro y abnegado. Él había metido los pies en agua fría para no dormirse mientras se sumergía y papeleteaba tantos libros. Otra idea se haría dominante: «La Historia del Derecho se resiente entre nosotros de falta de construcción jurídica». Consideraba peligroso para la autenticidad de nuestra asignatura el contacto íntimo con la economía, como ocurría en algunos manuales franceses -los manejaba todos-; prefería el Chenon y el Brissaud. «El comunismo y el anarquismo, con toda su violencia, deben estudiar­se en la época moderna, porque reflejan un ideal del derecho»; no así el bandolerismo ni los gángsters, que también a su modo (vid. el índice tópico de mi HGDE, bandos, bandolerismo). Pero él era hijo de un general de la Guardia Civil. La dificultad de delimitar «lo español» por lengua, raza, geografía, etcétera, le preocupaba mucho; en esta y otras cuestiones seguía a Torres López. Curiosamente, la «formación del espíritu nacional», que iba a tener fortuna más tarde, era relacionada con la evolución del derecho, tal como la habían expuesto en su Manual. Decidió por su cuenta prescindir de lo griego y lo fenocartaginés y partir del Derecho Romano. Más tarde rectificaría y dedicaría especial atención a la España prerromana, como se interesaría en las nuevas tendencias de la sociología. Se había ocupado del criterio de selección seguido en el Breviario de Alarico; observó que solo 402 constituciones de las 2.000 del Código Teodosiano se habían trasladado y no eran las más interesantes ni las más expresivas. Hay una referencia crítica al método de las in­terpolaciones medievales intentado por Valls Taberner, que ya había objetado en alguna reseña del Anuario IX, 1932, 430-440, nota en la que vibra el tono de la genuina oposición. El análisis de los textos con «fichas separadas», en cada una de las cuales debía hacerse constar la fecha y el lugar, anuncia un método que perseverante ofrecería a sus discípulos; una reseña anónima de AHDE, XVII, 1946, 1169-72, y otra, firmada por Joaquín Cerdá en XVIII, 1947, 969-970 lo reflejan y no faltarán otros muchos testimonios; metodología siempre con un sentido práctico. «El método histórico de interpretación de las leyes, tal como lo aplican los civilistas es un insulto a la historia» (p. 92). Claro está que los años, y tal vez la evolución de esos métodos, irían moderando y matizando el impulso crítico juvenil, pero de este siempre conservó la agudeza. Muy viva en la memoria era la defensa de la Historia del Derecho, frente a la tendencia práctica y utilitaria, profesional, dominante en nues­tras facultades de Derecho y en las de todo el mundo. Con la experiencia de cuatro cursos, registraba la escasa preparación de los estudiantes, pues por otra parte veía necesario corregir algunos «conocimientos previos» (también lo he comprobado al intentar explicar historia del Derecho Privado a alumnos que ya habían cursado el Derecho Civil). Pero no ocultaba su optimismo y su satisfacción al indicar «haber conseguido, por ejemplo, repetidamente que muchachos inteligentes y trabajadores que por primera vez se enfrentaban con el derecho, comprendieran con toda precisión el proceso de la Alta Edad Media y su tránsito a la Baja, o el régimen sucesorio de las mismas épocas e hicieran trabajos aceptables sobre estos temas a base de diplomas». Prefería los exámenes no memorísticos, basados en señalar semejanzas y diferencias. Pretendía reducir la exposición teórica, breve y de tendencia práctica, a dos días de la semana y en seguida manejar los textos: «hacerlos hablar». También allí apuntaba la idea de «evolución general del derecho», que retomaría como primera parte en su Manual de 1959 (núm. 51 y ss.), como antes había distinguido entre la época de formación y la del derecho ya formado, con referencia a una expresión de Sánchez Román y Ureña: «Preparación y consumación» que hacía sonreír a Galo Sánchez. La madurez del Derecho español la situaba en los siglos XIII, XIV y XV. En suma, el documento de una formación juvenil intensa, acelerada, todavía sin el sedimento y la maduración que vendrían con el tiempo; con el sello de una denodada laboriosidad y de un entusiasmo que se iban a ver bruscamente interrumpidos, tras solo un curso ordinario en Murcia, 1935-1936, para reanudarse tras la guerra civil, con renovado brío y una continua y asombrosa productividad, que he registrado, esquemáticamente, en dos ocasiones: la de su concesión del Premio Nacional de Investigación en 1970 y la de su jubilación en 1981 (Revista de la Facul­tad de Derecho de la Universidad Complutense 61, invierno 1980, 265-274). Diez años más de actividad requerirían un complemento. Pero a esa tarea que otros pueden realizar he antepuesto la emoción de descubrir en su mismo origen la primera manifestación de una personalidad con la que he convivido largos años. El lector de estas páginas, de índole pública y corporativa, aunque entre nosotros votadas al secreto y a una especie de clandestinidad, comprueba que algunos rasgos y actitudes estaban ya marcados en aquella memoria de cátedra que iban a asentarse en el carácter definitivo de una obra que ha llegado a su término, pero ha quedado incompleta. Otra cosa he advertido: habiendo leído algunas de esas memorias, en torno a la de García-Gallo, es posible afirmar el sello personal y original que todas tienen, por encima de algunos caracteres comunes, frente a la idea que yo me había formado por una experiencia personal y por haber limitado mi aprendizaje a una sola de aquéllas. Insisto en la conveniencia de que estas memorias, como fueron objeto de exposición y crítica públicas y constituyen la base de una exposición de la misma índole, sean publicadas. El conocimiento y aprecio del maestro que nos ocupa hubiera sido más completo y certero, a partir de ese documento que sólo se ha conocido al final, a la manera de una clave. Pero no han faltado otros momentos que me propongo recapitular en un homenaje póstumo lleno de afecto. 

Los principios no fueron buenos. Yo cursé la Historia del Derecho durante el curso 1934-1935, en una academia privada, teniendo como único libro de texto el Curso de don Galo en la edición de 1932. Aunque no llegué a saberlo de memoria, como se debe y hacían los mejores, estaba mal que bien preparado para el examen que debía rendir, por una dificultad en la matrícula, no en Junio sino en septiembre de 1935. Dedicado el verano a preparar un inopinado examen de ingreso en la Universidad (catarro precursor del cáncer de la selectividad que la consume), hacia el final del curso nos había sorprendido la noticia de que en el examen iban a entrar no sólo las fuentes, como era la costumbre, sino también las instituciones. Estas debían ser estudiadas en un nuevo Manual, el de Riaza y García-Gallo, que hoy tengo encuadernado y con el valioso autógrafo del segundo autor, pero que entonces, adquirido por pliegos en la librería de Victoriano Suárez, Preciados, 46, parecía interminable. Y había que estudiar precipitadamente, prescindiendo de las fuentes y de aquellas remisiones de unos parágrafos a otros, que nos volvían locos, el Alto y Bajo Imperio, la Alta y Baja Edad Media, que contrastaba con el desarrollo lineal del Curso conocido. Con el apremio de la convocatoria y la fatiga de pasar el verano, repasando todo el bachillerato, el resultado en septiembre fue el necesario y fatal, y agravado porque un buen amigo de mi padre, Marianito Bueren, me había recomendado con tal profusión y eficacia, que junto con la papeleta del suspenso, asimismo en Romano, recibimos tres, cuatro o cinco cartas en las que conforme al estilo, ponían verde al reprobado, con tristeza y bochorno de mi padre, que me tenía por un genio. Fue un trauma de los que al parecer llegan a originar asesinatos. Los nombres de Riaza y Alfonso García-Gallo entraron a ocupar un lugar en mi subconsciente, aplacado en cuanto al primero por su sacrificio en la Guerra Civil y por haber obtenido el premio instituido en su memoria mi tesis doctoral. Lo cierto es que solo muy tarde he podido apreciar los indudables méritos de esa obra.

Yo he llegado a la Historia del Derecho en el tomo XIV del Anuario. Por una causa lógica, no llegué a conocer el tomo XIII sino mucho tiempo después y lo puedo probar. En aquel tomo XIV, 1942-1943, falta la firma de García-Gallo en los artículos principales, y sólo figura al pie de tres, ahora sé que excelentes reseñas de libros, y allí se reproduce (pp. 593-609) su polémica con Paulo Merêa acerca de la territorialidad o nacionalidad de las leyes visigóticas, que fue continuada por los mismos y otros autores. En sus Estudios de Direito Visigótico, 1947, pp. 199-248, Merêa recapituló la cuestión y en algún lugar, quiero recordar, se lamentó del tono incisivo que había alcanzado una discusión objetiva sobre textos, que podía complicarse por el amor propio y terminar en una desavenencia personal. No recuerdo la frase exactamente, pero era algo así. Lo cierto es que la Escuela se dividió, quizá no solo por estrictas razones científicas, que no todos podíamos alcanzar. A don Galo no le había convencido la «tesis revolucionaria» y sí los reparos opuestos por Merêa, y también, más adelante, la explicación de síntesis expuesta por Álvaro d"Ors, hacia el que experimentaba una admiración absoluta. Mucho más tarde, en mi prelección del curso 1960-1961, publicada en el programa y luego en Annali di Storia del diritto: Roma, 1959-1960, 315-321, he expuesto mi posición que, desde luego, no se fundaba en una «discusión tan ceñida como la que había realizado García-Gallo», a la que sería necesario añadir la de sus objetores. Cualquiera. Esta falta de adhesión tenía que traslucirse y producir incomodidad. Ya he referido la grata y abierta tertulia en la antigua habitación del Anuario, como antes de la guerra, durante los cursos 1941-1942 y 1942­1944, en torno a don Galo y el padre López Ortiz, con Maldonado e Ignacio de la Concha, preconizado para la próxima cátedra, en un ambiente distendido y suavemente jerárquico. El nombre de García-Gallo surgía, como el de otros ausentes, rodeado de un prestigio y una autoridad, matizados por la inminencia de sus oposiciones a la cátedra de Historia del Derecho y las Instituciones Indianas en el doctorado de la facultad. Él mismo, en esporádicas apariciones, todavía estaba en Valencia, no tomaba parte en aquella amena reunión semanal, y tampoco en la que le sucedió, y en parte la apagó, la de Arbor, en la que tampoco participaron don Galo ni el mismo Maldonado. Este distanciamiento acrecentaba la opinión de una vida concentrada en el trabajo y la seria dedicación. El Anuario XV, 1944, daba cuenta de aquella provisión en términos que corresponden exactamente a la opinión mantenida del modo más constante y efectivo por José Maldonado (pp. 843-844). En otros términos, que los buenos tiempos se habían acabado. Aquel tomo se iniciaba con la colaboración del triunfador sobre «Los orígenes de la Administración territorial en Indias», su producción inicial en este campo, que podía pensarse le iba absorber del todo; no ocurrió así. En el mismo, el Anuario despedía al padre López Ortiz, nombrado obispo; por última vez figuraban los dos como codirectores del Anuario. Es en el XVI, 1945, cuando se alinean tres directores: López Ortiz, ausente, don Galo y García-Gallo en plena juventud y con despacho. Pues en el mismo (p. 840) se daba cuenta de la creación del Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, por decreto de 29 de septiembre de 1944, con calidad de organismo consultivo de aquel departamento:

«En la labor de proyecto y creación del nuevo instituto ha llevado el mayor poso Nuestro Compañero Alfonso García-Gallo, que ha sido nombrado secretario general del mismo; a él se debe ahora el impulso principal en la organización de sus trabajos y las prometedoras perspectivas, que ya van cuajando en felices resultados y han de considerase como triunfos personales suyos.»

Al mismo tiempo se comunicaba que el Anuario ya desde ese volumen entraba a formar parte de las publicaciones del nuevo instituto. La nueva instalación, con el inevitable aparato burocrático, los nuevos ordenanzas, tan severos; el nuevo orden, en fin. Es notable el influjo que tienen los detalles materiales. La sensación del paraíso perdido fue entonces muy intensa. Pero lo esencial continuaba. En la única nota de aquel número (p. 848) yo di cuenta del proyecto de publicación de las obras de Eduardo de Hinojosa, del que tenía la impresión directa de su discípulo don Galo, que lo veneraba, como consta en la reseña de su Historia General en el Anuario III, 1926, 558-559, y en la necrología, que conocí mucho más tarde, publicada en la Revista de Derecho Privado. Como mía reivindico esa página anónima. Pero no me di cuenta de que ya en el tomo anterior, Maldonado había informado del proyecto con esta precisión: que la idea había surgido en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y que «para ello había sido nombrada una comisión en la que el grupo del Anuario estaba representado por García-Gallo, que se encargaría de llevar a efecto la edición» (XVI, 1944, 846). Como sucedió. 

Colaboré en la corrección de pruebas y en la relación con la imprenta, igual que en el Anuario, ahora con Gráficas González, que me era familiar aunque en un nuevo domicilio por haberse compuesto allí, antes de la guerra, dos pequeñas revistas propiedad de mi padre. Elaboré además el índice alfabético del volumen primero, muy imperfectamente, porque solo abarca la materia del texto y no la de las notas. García-Gallo no debió de quedar satisfecho. Obtuve como premio conservar los originales de algunos trabajos reimpresos; destrozados y todo, al paso por las cajas, tienen el valor de lo auténtico. Más provechoso fue que el propio García-Gallo me diera a leer el manuscrito de su espléndido estudio preliminar sobre «Hinojosa y su obra», lo que hice con placer y la satisfacción de merecer su confianza. Tengo un vago recuerdo de haber hecho algunas observaciones, pero sólo de una la nítida memoria. Había titulado él su capítulo V «Triunfo y declinar de una vida»; le discutí que precisamente tras la decadencia, enfermedad y muerte, allí relatadas con emoción, se había producido el triunfo, consistente en el reconocimiento y la difusión de su obra y la creación de una escuela científica en torno a su nombre. El autor tuvo la bondad y la modestia de modificar el título como hoy figura: «Declinar y triunfo». Es una minucia, pero me entonó y acrecentó la admiración por una obra en la que pienso que alcanzó la cima de su estilo y de su inspiración. No me fue difícil reseñar ese primer volumen que apareció en 1948, aunque tardó en publicarse, en el tomo XX, 1950, 838-842. Pienso que Maldonado la retuvo. En esa reseña, tras referirme a Hinojosa y su obra -que constituía el centro de nuestra formación en aquella época, y para mí, ya digo, a través de la tradición directa de don Galo-, escribí acerca de la referi­da introducción, que había sido una revelación, por haber tenido pocas con­versaciones con el autor y no mucha lectura anterior sobre él:

«Lo saludable es Hinojosa. Acerca de él teníamos una tradición; ahora, además, tenemos una historia. Alfonso García-Gallo ha asumido la tarea de entender y escribir esa historia. Es lógico que suscite interés la forma en que esta labor se ha realizado, ya que viene a ser el homenaje de toda la Escuela a su fundador, y como una definición de la misma. En siete densos e inspirados capítulos se desenvuelve el Estudio» (p. 840).

Pasaba a resumirlos y concluía:

«Todos estos capítulos están escritos con afecto y también con exactitud en lo que se refiere a la vida de Hinojosa, con preferencia hacia la actividad científica, pero sobre el fondo de su personalidad, destacando cuantos aspectos ejemplares hay en ella. Puede decirse que Hinojosa tiene ya el estudio que merecía, los futuros historiadores del derecho y cuantos se interesan por esa disciplina una visión clara y completa de la vida y la obra de su renovador. Junto con las obras reeditadas contribuirá a mantener la continuidad de la Escuela» (p. 841).

Ese estudio de García-Gallo sobre Hinojosa fue, pues, para mí decisivo y sigue siéndolo, lo mismo que otros muchos. Pero los humanos no somos sólo bibliografía y nuestra relación no era todo lo fluida y confiada que Maldonado pretendía y por la que se esforzaba. Recuerdo una frase suya: «Deshaces en un minuto mi labor de un mes». Yo tenía algunas salidas que a García-Gallo le parecían caprichosas e impertinentes. Al parecer, yo llevo la contraria a todo el mundo. Un profesor inglés me dio una clave muy simpática para mí, pero que no ha facilitado las cosas. Según él, mi vocación verdadera es jugar al ajedrez, para lo que me falta inteligencia, y si usted toma las blancas, yo solo puedo jugar con las negras. Solo recuerdo un caso: en una charla con su séquito, Alfonso imaginaba que quizá, después de todo, los payeses estaban contentos con su condición. Yo estoy de acuerdo con él. Pero en el momento se me ocurrió que los payeses habían sostenido varias guerras y luego habían pagado fuertes sumas por su libertad. La verdad es que en esta partida ganaron las negras. Seguramente en otros muchos casos mi intervención sería impertinente. Por desgracia, ahora ya no estamos en tertulia, sino escribiendo una triste reseña necrológica. Es para mí indudable que García-Gallo dudaba de la seriedad de mis propósitos científicos y le desconcertaba mi afición al periodismo y a la poesía. Tenía toda la razón. Acabo de leer que ha dicho el filósofo José Luis Aranguren, que para que le tomen a uno en serio lo primero necesario es tomárselo uno a sí mismo. Y yo, lo único que me tomo es el pelo.

Aunque no directamente, pues mis conversaciones con el maestro termi­naban así, recibía, a través de Maldonado, su orientación hacia el trabajo serio y metódico, cuanto me fue posible. Tras una entrevista con García-Gallo en su despacho del Instituto, a finales del 46, me concedió una boca, que tras obtener mi cátedra se convirtió en un nombramiento de colaborador y una subsección de aquél en Granada, suprimido después en una etapa de restricciones. Querría recordar todos sus beneficios. Fui su oyente en algunas disertaciones, de lo que ha quedado una huella en el Anuario XVII, 1946, 1174-76: «Dos conferencias sobre el Derecho Indiano». Una en la Escuela Diplomática y otra en Oviedo, a ninguna de las cuales asistí, pero el autor me confió el texto de las mismas. Puse de relieve «su reelaboración de la historia del Derecho americano, con un riguroso método adiestrado en la investigación medievalista». Con estas detalladas recensiones, que exigen una atenta lectura, yo trataba sobre todo de preparar las lecciones que en nuestros programas se dedicaban tradicionalmente al Derecho Indiano; recogía las indicaciones metodológicas implicadas en estos trabajos, y seguramente también procuraba captarme la benevolencia del que podía ser mi juez. Allí mismo (pp. 1176-1177) reseñé su conferencia, junto con la de Ursicino Álvarez, sobre jueces populares y jueces técnicos, estas sí escuchadas en la Academia de Jurisprudencia. Por esta época, García-Gallo dictó un cursillo vespertino en la cátedra Valdecilla sobre el Derecho Islámico y con este motivo me entregó una copia del denso párrafo 66, 21 folios, correspondientes a su extenso tratado de introducción a la cultura jurídica medieval, que quedó interrumpido al final de la España visigótica por las razones que el autor expone en el prólogo a su Cursode 1946. Este libro tuvo una calurosa acogida manifestada en dos amplias y ponderativas reseñas que le dedicaron el padre López Ortiz en la revista Arbor y José Maldonado, con la primera, en el Anuario, ambas reproducidas en las sucesivas ediciones del Curso, que no me produjo igual entusiasmo. Aparte de mi prejuicio, o manifestación del mismo, me sobraban las «bases de formación del derecho» donde por una parte encontraba materia jurídica, y el resto nada significaba para el derecho; la abstención prefería del Curso de don Galo: «Nada diremos de la historia política... ya que es objeto de otras enseñanzas». Me confundía la división cronológica, con inevitables repeticiones; la fragmentación sistemática y la estructura sinóptica, con letras griegas y latinas, números latinos y arábigos, mayúsculas y minúsculas, redondas y cursivas. Sobre todo, veía desplazado en la Escuela el Curso de Galo, su perfecta arquitectura, su sobrio estilo y la exactitud de sus datos. De hecho, me he sentido cada vez más identificado con este Curso, en lo que no he sido el único. Mi reseña de una de sus ediciones en la revista Arbor de enero-febrero de 1946 tiene una evidente intención vindicativa frente a la despectiva opinión, según la cual el Curso es un simple catálogo de fuentes, además superado. Responde, para mí, a toda una concepción general de la Historia del Derecho, cuando incluye el impulso para el manejo y lectura de aquéllas y de las investigaciones consiguientes. He lamentado ver atenuado su influjo en nue­vas promociones de aquel continuador de Hinojosa, precisamente en el ámbito de la Facultad de Derecho, mientras Sánchez Albornoz -de mayor energía y más larga actividad-, y el mismo Ramos Loscertales pertenecen a letras. Mi sorpresa es ahora comprobar que mi nota sobre el Curso de don Galo es anterior a la de López Ortiz, en la misma revista, enero-febrero de 1947. Hubiera jurado lo contrario. Más a mi favor.

El 20 de marzo de 1947, precipitado por una convocatoria de oposiciones, leí mi tesis doctoral sobre «La paz otorgada en el Derecho Medieval español», a la que añadí luego en el título «y entre partes» por indicación del propio García-Gallo, que tuve la impresión de ser el único que se la había leído a fondo, y que hizo una crítica detallada y severa; me dejó grogui. No obstante lo cual, me concedieron la más alta calificación; entonces no había laude. No hablamos sobre el asunto, pero sí tuve interés en conocer por escrito sus objeciones, que no pude retener; quizá se encuentren entre sus papeles, pues era muy cuidadoso en todo. Por mi parte, intenté muchas veces rehacer esta tesis, sin lograrlo; fallaba, al parecer, la construcción histórico jurídica, obsesión de Maldonado. Una amable invitación de Manuel J. Peláez, para sus interdisci­plinarios Fundamentos Culturales de la Paz Europea me permitió publicarla, al menos, en el reglamentario resumen (II, Barcelona, 1986), y limpiar una especie de mancha infamante. La turbación producida por aquella lectura de tesis doctoral, hecha además deprisa y a última hora de la mañana, se añadió a los prejuicios y al distanciamiento.

En cambio, ese mismo año o bien al siguiente encerró para García-Gallo un acontecimiento al que tuve el honor de verme asociado: su primer viaje a América. Sin haberle acompañado, naturalmente, redacté una extensa reseña de aquel viaje que bajo la firma de S(ecretario) figura en el Anuario XIX, 1948-49, 876-892. A su comienzo expresé el significado de este viaje:

«Durante los pasados meses de agosto, septiembre y octubre, el catedrático de la Universidad Central y miembro de nuestro consejo de dirección, don Alfonso García-Gallo, permaneció en la América española. La orientación dada a sus actividades científicas en estos últimos años debía traer como consecuencia este viaje a unos territorios que ya había explorado espiritualmente, en un estudio renovador de la Historia de su Derecho y de sus instituciones. La especialidad americanista de García-Gallo no tiene nada de casual; por ello su personalidad en ella es clara y definida. En un profundo paralelismo con el curso histórico que se dedica a investigar y reconstruir, se había formado en la disciplina de los estudios medievales, y esta raíz de su vocación americanista le ha permitido calar en las de la empresa americana, cuya historia es fundamentalmente Historia del Derecho. Adscrito a la Escuela de Hinojosa, ensancha su dominio, llevando a un nuevo campo las mismas exigencias e igual rigor de método que ha conseguido para nuestro Derecho Medieval resultados precisos y fecundos.»

Seguía una descripción del viaje realizado, centros y cátedras en los que había desarrollado su labor y un resumen de los cursos y conferencias dictados en la Argentina, Paraguay, Chile y Perú. Todo esto me fue posible por haberme facilitado el viajero la documentación correspondiente y el abultado paquete del texto de sus intervenciones, cuidadosamente redactados y reproducidos. Aparte del debido homenaje que esto representaba para el director efectivo del Anuario y figura eminente de la escuela, la reseña tenía para mí la utilidad de preparar posibles temas de las inminentes oposiciones a cátedra, aunque por casualidad ningún ejercicio se refirió al Derecho Indiano, quizá por ser uno de los opositores especialista del mismo. Aparte de su labor científica en América, Alfonso tuvo la bondad de mostrarme otro fruto de aquel viaje: el voluminoso fajo de las cartas que había escrito a su familia, con la misma cuidada caligrafía de sus fichas y curiosos dibujos de escenas pintorescas que revelaban una capacidad de observación, un humor y un gusto insospechable en el serio carácter de estudioso, que él mantenía estrictamente separado de su trabajo, y solo para la intimidad, a la que excepcionalmente tuve acceso. En aquella ocasión pude asomarme también al impresionante y famoso fichero, donde él vertía metódicamente su constante lectura y que le iba a permitir, en el curso del tiempo, aquellos documentados estudios nutridos de la más completa información. Salvar aquel fichero de los azares de la guerra había sido su mayor preocupación e incluso de los de una mudanza, en el curso de la cual no se había separado de una caja que lo contenía y que luego debió de crecer incalculablemente.

Un nuevo y feliz contacto tuvo lugar con motivo de la convocatoria, desde el Anuario y el Instituto Nacional de Estudios Jurídicos de la II Semana de Historia del Derecho Español, de 9 al 15 de diciembre de 1948, de la cual escribí dos reseñas, una firmada asimismo como S(ecretario), y otra en el Anuario de Derecho Civil I (1948), 1389-1392. Su ponencia general sobre el Derecho español de las edades antigua y media y su conferencia sobre «Los oficios de gobernación del Derecho Indiano del siglo XVI», así como su intervención en la sesión de clausura fueron allí objeto de la atención merecida.

Momento decisivo para mí en la relación con García-Gallo fue el de las oposiciones a las cátedras de Granada y La Laguna en diciembre de 1949. Dos años atrás, me había aconsejado que no me presentase a las de Valladolid, frente a un candidato, José Antonio Rubio Sacristán, ya catedrático, muy favorablemente visto por un tribunal de compañeros suyos y, que además, según me dijo, estaba dotado de una formidable preparación, no solo histórico jurídica, sino además filosófica y económica, con la que podría distraerme y anular mis posibilidades de futuro. Le respondí con una impertinencia, diciéndole que apañado estaba yo si un coopositor, por ilustre que fuera, me pudiera destruir para siempre. Nuestro plan, con Álvaro d"Ors, era hacer la oposición mediante el consuetudinario pacto de permuta, de modo que el catedrático fuera a Valladolid más cómodamente, y yo ocupara su cátedra en Granada. Tal como vino a suceder, con notoria ventaja porque Rubio rechazó la propuesta que le hice con mi reconocida habilidad diplomática, desarrolló brillantemente su oposición sin contrincante, que nos sirvió de escuela, y yo tuve dos años más de seria preparación y otros trabajos, que me hacían buena falta. Ahora, presidido el tribunal por el anciano don Salvador Minguijón, con los profesores Beneyto y Orlandis, más un catedrático de Historia de la Cultura, de Filosofía y Letras, que falleció poco después, Manuel Ferrandis, al que no agradecí como debía, y quiero dedicarle un poco de atención, sobre todo después de haber leído un magnífico libro suyo sobre don Juan de Austria, que asoma por mi HGDE, la opinión de García-Gallo iba a ser decisiva. He publicado mi memoria de cátedra en el Anuario de la Facultad de Derecho en Cáceres, 4, 1986 a 9, 1991; en ella parto de mi adhesión fundamental a Galo Sánchez y añado referencias a Torres López y García-Gallo, que eran a la sazón las personalidades dirigentes de la asignatura, al menos en Madrid. Como epílogo de la misma he publicado allí el texto redactado como base para el primer ejercicio, que oral, como todos, aprendí de memoria. Allí quedó formalmente declarada mi dependencia de López Ortiz y de Galo Sánchez, pero hubo un párrafo destinado a captar la benevolencia del juez más importante, aunque sin pronunciar su nombre, como exigía el protocolo y siempre bajo la prudente dirección de Maldonado, guía y benefactor. Me fue concedida la primera plaza, por mayoría, con el voto de García-Gallo. Me parece imposible que él me prefiriera a su dilecto discípulo Ismael Sánchez­Bella, su profesor adjunto, formado por él desde Valencia, especializado, riguroso en el método y absolutamente serio. Siento no conocer la interioridad de la oposición, y aunque examiné el expediente, hace ya muchos años, solo por el interés de recuperar mis ejercicios para mi Obra Completa, no miré otros detalles que luego me han interesado, como los juicios particulares sobre los ejercicios y trabajos. Ahora no queda tiempo. En otros expedientes me ha admirado la meticulosidad con que él, como juez, procedía, aunque hay que declararlo, con cierta inclinación hacia los suyos, sin la cual no hay escuela, así cuando ponderaba de uno de ellos «el intento, plenamente logrado», hemos que suponer que como intento. Me llegó una onda según la cual con su voto había querido mantener la unidad corporativa y restañar las posibles heridas causadas por la constante prevención y reservas, hoy comprendo que plenamente justificadas, hacia mí mantenidas. Desde el primer momento, tras la votación, adoptó conmigo la actitud de compañero con la más perfecta colegialidad, levantándome el ánimo con el ceremonial tuteo. Lo bueno que es que la gente se hable de usted. Me obsequió con una colección completa del Anuario, y con bártulos de la cátedra, que tanto han facilitado mi labor, y toda una serie de atenciones ulte­riores medidas con su fina educación.

Inmediatamente cumplí un deber de justicia y gratitud. Se encontraba entre el original para la imprenta la reseña del tomo I de las obras de Hinojosa, al que me he referido. Decidí, a una leve insinuación de Maldonado, declarar más expresamente de lo que había hecho hasta entonces el papel eminente y destacado que Alfonso García-Gallo tenía en la escuela y añadí el siguiente párrafo:

«Pero hay algo en lo que ese estudio (preliminar) ha resultado deficiente, y tenía que ser así, puesto que la modestia impone legítimas restricciones a la objetividad. Nos referimos a la posición que el propio García-Gallo ocupa en la Escuela de Hinojosa. No es por un azar por lo que ha acertado a interpretar y valorar su figura en la historia de la ciencia española.

»Sin contacto personal con él, García-Gallo se siente atraído por Hinojosa desde sus primeros pasos en nuestra disciplina. Es, probablemente, el primer discípulo que Hinojosa tiene después de su muerte; lo que quiere decir que, en su sentido especialmente profundo, viene a ser el primer discípulo de Hinojosa. Esto es más difícil, porque a un discípulo así nada le es dado sin esfuerzo; solo el constante servicio a una vocación de estudio le permite acercarse y compenetrarse con el maestro. Ningún fetichismo personal puede mezclarse en esta relación, sino que esta se desenvuelve en el limpio campo de la ciencia, aunque en él quepa ahondar, como efectivamente García-Gallo ha hecho, hasta las profundas raíces humanas que lo alimentan.

»García-Gallo ha entregado a la Escuela de Hinojosa la figura de su fundador, formulada históricamente, con lo que ha venido a hacer intelectualmente más valiosa la continuidad de la escuela. Pero hay, además, otra continuidad más interna y sustantiva, que él representa, precisamente, a través de su obra; una obra que se propone elevados objetivos y que luego, constante y sin desmayos, va cubriendo las necesarias etapas. Recordemos su labor en la exposición de conjunto de la Historia del Derecho Español al lado del inolvidable Román Riaza; labor que al cabo de diez años supera y completa en un Manual considerado como fruto de madurez, y que, sin embargo, es solo el anuncio de un tratado más extenso, de cuya calidad puede dar idea algún capítulo publicado suelto y la conocida labor monográfica que ha de servirle de base. Como parte de ese tratado, pero con un valor independiente, puede recordarse la decisiva y airosa penetración en la His­toria del Derecho Privado Español, un terreno apenas explorado, en el que faltaba el material de investigaciones particulares, el esquema general y la orientación metodológica a todo lo cual el fascículo publicado trae una valiosa aportación. A esto ha de añadirse su dedicación a la Historia del Derecho Indiano, apenas tocada por el propio Hinojosa, y que, sin embargo, puede considerarse como uno de los espacios más florecientes de la escuela y, sobre todo, deben contar las espléndidas posibilidades que encierra su juventud, su preparación siempre perfeccionada, su virtud de trabajo y el haber alcanzado una altura desde la que domina el conjunto de la ciencia histórico jurídica. Por todo ello es el llamado a unir su nombre al de Hinojosa en la designación de una escuela, cuyos límites ha consolidado y ensanchado» (XX, 1950, 841‑842).

Al ocupar la cátedra en Granada, para el primer cuatrimestre, de Historia de las Fuentes y las Instituciones políticas y administrativas, recomendé ambos Cursos, el de don Galo y el de García-Gallo, a los alumnos que no asistieran al oficial de la asignatura. A estos mismos alumnos, en el segundo cuatrimestre, dedicado al Derecho Privado, Penal y Procesal, indiqué en primer término el II tomo del Cursode GarcíaGallo, su volumen I, único hasta ahora (1950) publicado, que contiene el derecho de personas y tras la referen­cia a los Ensayos de Beneyto, a los Cuadernos de Minguijón y a los manuales de Riaza y García-Gallo (1935) y Beneyto (1948), que contenían una breve exposición de las tres ramas, manifesté que «dado el estado actual de las publicaciones sobre la materia, era necesario recomendar a los alumnos libres, que atendieran preferentemente al Derecho de Personas, sobre la obra citada en primer término, etcétera».

Este volumen de «Personas» había sido reseñado con absoluto entusiasmo por Maldonado, que habiendo profesado él mismo en Madrid cursos y seminarios de Familia y Sucesiones, y señalado lo difícil que era realizar una exposición de conjunto de la Historia del Derecho Privado, declaró no caber duda a la vista de este volumen de que se había ya alcanzado (AHDE, XX, 1950, 831­832). El trabajo tenía que ser lento, pero «la firme marcha del mismo aseguraba para dentro de no muchos años la posibilidad de contar con una tal elabora­ción que abarcase el panorama completo de dicho devenir» (Ib., p. 832). La realidad del asunto, no la deficiencia personal, iba a arruinar nuestras esperanzas. Yo reseñé ese libro en la revista Arbor XVI (1950), 316-318. Aunque el volumen formaba parte del Curso, que en su primer tomo era el resumen elemental de un tratado más amplio, en parte publicado y en parte inédito, difería del mismo por sus dimensiones y por su grado de elaboración. Era más extenso, relativamente, y más próximo a las fuentes El estado de la investigación realzaba su mérito. No había manuales didácticos para el Derecho Privado. Un libro de este género no podía consistir en el ensamblaje de resultados objetivos en monografías; el autor necesitaba realizar por sí mismo la tarea. Realmente, visto ahora, el capítulo relativo a conceptos generales y evolución general contemplaba un vasto campo de trabajo futuro. En mi reseña opuse algunos reparos que hoy veo tan confusos como la confusión que los originaba, empezando por el concepto mismo de Derecho Privado, la inadecuación de los epígrafes a su contenido y las consecuencias de involucrar en la historia una problemática conceptual. En cambio consideré logrado el parágrafo que describía la evolución general, donde el autor no pretendía dar un concepto riguroso para cada época, sino que se apoyaba en una sana intuición del mismo, común para todas ellas. Lo expuesto en ese capítulo era válido, cualquier solución que se diese al problema previo del concepto. La parte relativa a personas confirmaba la dificultad de distinguir público y privado, pues algunas figuras y elementos pertenecían al primero y en otras se daban ambos aspectos. En líneas sistemáticas muy amplias se vertía el contenido de las fuentes, dejando claras su individualidad y conexión. La parte publicada, breve en relación con todo el Derecho Privado, venía a cambiar el panorama de la asignatura. Una reforma inmediata lo borró, pero no quedó sin efecto y algunos resultados. El propio García-Gallo persistió en temas como la propiedad (1959) y el testamento (1977) en la Alta Edad Media, conforme a su capacidad rotatoria por todo el espacio histórico jurídico.

Se fijó en mis reparos de carácter conceptual y se hizo eco de los mismos en un siguiente trabajo donde replanteaba el método de reconstrucción y exposición: «La historiografía jurídica contemporánea», en AHDE, XXIV, 1954, 605-634 donde aprobaba el «estudio circunstanciado de cada fuente, el siste­ma de cada una y su significación» (p. 620), y me daba la satisfacción de citar junto a los clásicos de Dahn, Conrat y Archi, sobre el Liber visigótico y el Breviario de Alarico, respectivamente, los míos sobre Fueros de la Novenera (1952) y Sepúlveda (1953). «Es indudable que, de haberse hecho un estudio circunstanciado en cada fuente, el sistema de cada una y lo que la misma significa en la historia jurídica, quedaría más claro. Este último procedimiento es sin duda enojoso y confuso en cuanto que hay que destacar en una visión general las líneas generales del desarrollo del derecho; pero con él se logra algo tan esencial en una reconstrucción histórica como es la fidelidad de la misma». Más adelante (p. 630) recogió mis observaciones, aceptando que «tenían un valor general en todos aquellos casos en que se trata de estudiar la evolución de los conceptos o instituciones jurídicas». Las admitió en cuanto que se referían a una posible confusión y falta de claridad, dentro de la concepción histórico jurídica dominante -a la que respondía su Curso-, (pero) no veía forma hábil de soslayar tales defectos. «Si como Gibert propone, se adopta apriorísticamente un concepto de Derecho Civil, ¿cuál ha de ser este? ¿El actual? ¿Cuál de los que hoy se proponen?» Seguía formulando una serie de preguntas y ensayando posibles soluciones, a cuyo término planteaba la cuestión fundamental de la índole histórica de nuestra disciplina, y en diálogo con Planitz y su Deutsche Rechtsgeschichte (1950), cuyos Gründzüge (1949) había reseñado yo en el Anuario de Derecho Civil IV, 3, 1951, terminaba proponiendo su creencia según la cual «todas estas dificultades que la historia de los conceptos y de los pretendidos sistemas opone a una exposición de conjunto podrían orillarse tomando como base de la misma, no los conceptos o institutos jurídicos, sino las realidades, situaciones e intereses que aquellos regulan».

Unos y otros se le presentaban tan inherentes o vinculados al hombre que podían considerarse permanentes y universales y ofrecían una base sólida para la ordenación e integración de la materia y para dar unidad a instituciones diferentes. La explotación de la tierra, el ejercicio del comercio, por ejemplo, eran situaciones en cuya regulación intervenían conjuntamente el Estado y la iniciativa privada, por lo que carecía de interés la clásica distinción. Dejaba para otro lugar la fundamentación y el desarrollo de un nuevo método y plan, en el que había de realzarse y hacerse más fiel el proceso histórico de las instituciones. Sus ventajas y excelencias, como sus limitaciones y efectos podrían apreciarse a la vista de una exposición de la materia. Esta dirección metodológica había sido apuntada por García-Gallo en un cursillo de metodología desarrollado por él en 1946-47, donde utilizó los términos «jurisprudencia de conceptos y jurisprudencia de intereses». En la V Semana de Historia del Derecho Español, celebrada en Valencia, 1965, volvió a plantearse la alternativa entre figuras jurídicas y exigencias vitales. He resumido ambas posiciones en mi reseña de la semana, revista Nuestro Tiempo 144 (junio 1966), y he referido sus precedentes y alguna derivación de aquel coloquio, en una nota de 1947 aumentada en 1991, de la Memoria ya citada, Anuario de Cáceres, 8, 1990, 279-280.

Mi estudio sobre el Fuero de Sepúlveda, en la edición impulsada por el civilista Pascual Marín y realizada por Emilio Sáez, Segovia, Diputación 1953, reseñada por Juan García González en AHDE, 24, 1954, 673-676, fue objeto de algunas reservas por García-Gallo en su «Aportación al estudio de los fueros», en el mismo, 26, 1956, 432‑439, con el que inauguró la serie de sus publicaciones en este campo; objetó la identificación de estos fueros de Sepúlveda con los de la Extremadura castellana, su difusión y su carácter originario respecto al Fuero de Cuenca. Consideraba necesario replantear toda la cuestión. En mi homenaje a Galo Sánchez, «El Derecho Municipal de León y Castilla», Ib. 31, 1961, he intentado aclarar mi posición y me he referido a estas objeciones. El cultivo de los fueros ha continuado floreciente en manos de García-Gallo y de sus discípulos, y cuenta ahora no solo con una masa de trabajos monográficos, sino también con un Catálogo debido a Ana Barrero y María Luz Alonso y una presentación por García-Gallo. He reseñado esa publicación, reconociendo la gran victoria que significa, y acaricio todavía la idea de actualizar mi estudio con tantas nuevas aportaciones. Ya en mi correo académico de El Faro de Motril, 19 de mayo de 1970, acusé recibo:

«Es García-Gallo el heredero legítimo y primogénito de Galo Sánchez. Un lector avisado y sereno lo hubiera reconocido en 1956. Su reciente trabajo sobre el Fuero de León (1969) lo acredita. El futuro, sobre el Fuero de Benavente (1970) no hará más que confirmarlo. Dentro de cien años se dirá que los trabajos de García-Gallo renovaron totalmente nuestro conocimiento de los fueros. Procuraremos que en una nota a pie de página se consigne que los alumnos de Granada fueron los primeros en enterarse.»

Al publicar en el Anuario de Estudios Medievales 6, 1969, 563-574 mi prelección del curso 1967‑68, sobre «Tomás Muñoz y Romero (1814-1867)», con una adición fechada en 1970, declaré:

«Al añadir estas notas, publicado el estudio de Alfonso García-Gallo sobre el Fuero de León (AHDE, 39, 1969, 5. 171) debe ser colocado su nombre como sucesor y legítimo heredero de una escuela científica, cuyo tema central son los fueros municipales.»

Me refería a la generación formada por Martínez Marina, Muñoz y Romero, Galo Sánchez y Claudio Sánchez Albornoz, a quienes ahora venía a agregarse García-Gallo, quien, en 1934, había presentado una primicia sobre el tema de los fueros y, treinta años después, lo enriquecía con una monumental aportación. Para las unidades didácticas de la asignatura de la UNED, en 1972, el libro de referencia, Historia General, de 1968, exponía brevemente lo relativo al Concilio y Fuero de León, con arreglo al estado de la investigación cuando había sido redactada, algunos años antes de su aparición. «Posteriormente se habían realizado nuevas investigaciones que obligaban a revisar el tema». Se trataba del estudio por Alfonso García-Gallo, a cuya exposición dediqué una extensa «explicación complementaria» (VII, 3, fols. 6-8). Para esas mismas unidades (I/7), elegí entre las definiciones de la disciplina la que García-Gallo ofrecía en su fundamental estudio sobre «Historia, Derecho e Historia del Derecho», en AHDE, 23, 1953, 32-33. Para concluir este capítulo de fueros registraré que en mi reseña del número 11 de Historia, Instituciones, Documentos, Sevilla, 1984, en los Anales del Archivo Valls Taberner, 3-4, 1989, 143-154, me refería al homenaje, «En torno a la carta de población de Brañosera» dedicado a su discípulo José Martínez Gijón, con este juicio:

«Preside este volumen una monografía de A. G. G., "Los fueros de Brañosera", perfecta como suya, acabada, recapituladora y concluyente, y tardará mucho tiempo en escribirse otra que le supere. El autor ha recogido el estado de la cuestión, también la importante mención de los manuales, entre los cuales tiene un lugar inicial y principal el Curso de don Galo...».

Un acontecimiento fue, para mi cátedra en Granada, que Alfonso García-Gallo accediera a formar parte del tribunal que había de juzgar la tesis doctoral del granadino José Martínez Gijón, sobre «La comunidad hereditaria y la partición de bienes en el Derecho Medieval español». La primera había sido la de Ramón Fernández Espinar, sobre la compraventa, pero esta todavía fue leída y calificada muy favorablemente por la Universidad Central, siendo uno de sus jueces el propio García-Gallo. Ahora se acababa de devolver a las universidades de provincia el derecho de otorgar el doctorado, cesando aquella preeminencia de la Central, y se cuidaba mucho sobre todo evitar el peligro del localismo y la endogamia. Se procuraba invitar como jueces a eminencias. Fracasé en mi propósito de traer en primer término a don Galo Sánchez, que se resistía a viajar, como no fuera al hogar paterno de Medina de Rioseco. Pero, por su indiscutida autoridad, y también procurando el porvenir de mi candidato, invité a don Alfonso, tan apretado de tiempo que estuvo en la ciudad, el 21 de junio de 1956, de avión a avión, el estrictamente necesario para el acto solemne de la lectura, que él había hecho previamente con su atención y rigor proverbiales. Sometió nuestro trabajo a una severa crítica, bastante para ganar la admiración, la adhesión y el discipulado del neófito. La transición fue fácil, pues, prudentemente, yo había renunciado a utilizar con mis doctorandos el método ensayado a imitación del romanista Álvaro d"Ors que puesto en práctica en un trabajo sobre «Consentimiento familiar en el matrimonio» (AHDE, 18, 1947, 706-761), no había tenido éxito, y yo mismo preferí para ulteriores trabajos, como el de firma, «Contrato de servicios en el Derecho Medieval español», el método de la escuela, aprendido por mí más o menos, a través de Maldonado y los modelos del Anuario. Doctor y patrono tuvimos la satisfacción de ver publicado en seguida el texto de la tesis doctoral en el vol.. 27-28 (1957-58), sin mención, como es usual en el mismo, del origen académico. En 1979, Martínez Gijón unió mi nombre al de Alfonso García-Gallo en la dedicatoria de su libro sobre la Compañía mercantil de Castilla, como maestros suyos: he preferido siempre el título de libertador; pero significaba un gran honor para mí. También había unido nuestros nombres don Claudio Sánchez Albornoz, en su España, un enigma histórico, por un «sañudo ataque» que, según él, habíamos realizado contra don Ramón Menéndez Pidal por su doctrina sobre el imperio medieval español. Fue pura coincidencia el que ambos -con otros autores- opusiéramos reparos de índole histórico jurídica a aquella pretensión de suponer la unidad española forjada en torno a la corona de León y luego de Castilla, como heredera de la unidad visigótica, bastante problemática y fuertemente condicionada por el particularismo español. Pero no hubo acuerdo previo, ni siquiera identidad de nuestros argumentos, y mucho menos saña, dominados los dos y otros muchos estudiosos por el más elevado respeto y la veneración hacia el patriarca del medievalismo español. Por fin, y la tercera, la Academia portuguesa de la Historia, en el largo Da Rosa de Lisboa, acordó nombrarnos, a los dos, sus individuos de mérito. Excuso las expresiones de modestia que cualquiera se puede imaginar, mejor si conoce nuestra respectiva labor, constante y sistemática la suya, hasta constituir un sólido edificio; dispersa y fragmentaria la mía. Lo cierto es que viajamos a Lisboa y en el mismo acto solemne fuimos recibidos, y nuestras respectivas alocuciones fueron editadas conjuntamente en un volumen por la Academia en 1985. De aquel acto redacté para la Revista de la Universidad de Madrid, 1980, la siguiente reseña:

«El pasado día 27 de octubre, con asistencia del embajador de España en Lisboa, don Fernando Rodríguez Porrero Echevarri, la Academia portuguesa de la Historia recibió como académicos a los catedráticos de nuestra Facultad de Derecho don Alfonso García-Gallo de Diego y don Rafael Gibert Sánchez de la Vega. Don Luis García de Valdeavellano, catedrático jubilado de la Facultad de Ciencias Políticas, designado para igual investidura, no pudo asistir por encontrarse enfermo.

»Ambos recipiendarios dieron lectura a sendas alocuciones, en las que pusieron de relieve su respectiva vinculación con la ciencia histórica portuguesa, rasgo común por otra parte de la disciplina histórico jurídica de nuestra patria. El profesor García-Gallo, discípulo de Galo Sánchez, quien a su vez lo fue de Eduardo de Hinojosa, fundador de la moderna Historia del Derecho Español, es hoy unánimemente reconocido como el titular más destacado de la misma, cuyos límites ha ampliado hacia el nuevo mundo del Derecho Indiano, sin abandonar los campos familiares de la medievalística peninsular. Describió su contacto con el maestro del Derecho Medieval hispánico Manuel Paulo Merêa, cultivador del contenido de las fuentes y el Derecho Privado, y con Luis Cabral de Moncada, cuya preocupación por el concepto y método le llevaría a la esfera de la filosofía. A propósito de las fuentes visigóticas, objeto de un estudio publicado por él en 1941, comienzo de un época cerrada con otro, recapitulador, en 1974, se opusieron Merêa y García-Gallo en un modelo de discusión científica. El tema de las bulas Alejandrinas sobre el Descubrimiento fue otra ocasión para el autor de entrar en la historia portuguesa. Terminó señalando el marco de posibilidades y perspectivas de colaboración entre la Historia del Derecho de ambos países.

»En su disertación, el profesor Gibert evocó las figuras de tres historiadores del derecho, de Coimbra: Manuel Paulo Merêa, del que fue alumno a distancia, y en quien encontró siempre orientación y estímulo; Guillermo Braga de Cruz, prematuramente desaparecido, amigo y compañero, y Martín de Alburquerque, alumno y doctorado en Madrid, que leyó el elogio de los nuevos académicos. Terminó el acto con un elocuente discurso del presidente de la Academia Joaquím Verissimo Serrâo, él mismo especialista de las relaciones portuguesas entre 1590 y 1640, que se refirió a la íntima afinidad entre la ciencia histórica de los dos países.»

En 1977 había redactado las Unidades Didácticas de Introducción al Derecho para el ingreso en la UNED de los mayores de 25 años. El tema V versaba sobre la Historia del Derecho Español. Uno de sus epígrafes se refería a la «exposición tradicional», significada por la debida a Eduardo de Hinojosa (1887) que fue reimpresa en 1924, a propósito de lo cual Galo Sánchez ratificó su validez en AHDE, III (1926) 558-559. Como es sabido, dicha exposición se detenía en la España visigótica. Con referencia a esa fecha 1924, continué:

«Diez años después, Riaza y García-Gallo publican su Manual, el primer intento de tal exposición (tradicional) llevado a término... Los autores se lanzaron a la empresa un poco temeraria, como ellos mismos decían, de componer un resumen de la disciplina, sin que existiera un tratado magistral del estilo de los que circulaban en los demás países europeos. Era su propósito ofrecer un compendio acomodado a las nuevas orientaciones de la ciencia. Ponían de relieve la insuficiencia de los estudios monográficos, razón por la cual habían tenido que enfrentarse muchas voces con las fuentes. Sobre muchas cuestiones era imposible dar una respuesta definitiva.»

Lo que me interesaba en aquel curso de introducción era dar una idea de la estructura del manual, utilizada en las obras alemanas, como la de Heinrich Brunner, o italianas, como la de Arrigo Solmi. Observaré aquí la corta utilización que tuvo entre el público escolar dicho manual, por haber sobrevenido la guerra y no ser reeditado después de ella. También describí, bajo el epígrafe de «exposición institucional» el innovador Manual de García-Gallo, aparecido en 1959, precedido de una referencia a su Tratado de 1940-1941. Aunque ya fuera del mercado escolar, interesaba para fijar el significado de la innovación. El Tratado alcanzó en lo referente a la España primitiva, romana y visigótica la deseada plenitud. Una variación en el plan de estudios (1944) llevó al autor a abreviar los capítulos ulteriores. Ya reducido todo a ese propósito apareció en 1946 su Curso que logró un gran éxito y fue altamente valorado por el padre López Ortiz y José Maldonado, como en general por los profesores de la asignatura. Inmediatamente, el autor emprendió un nuevo camino, aún no terminado, que es el Manual. Enunciaba su propósito, que nada tenía que ver con sus anteriores exposiciones de conjunto. Copié el párrafo más expresivo de sus novedades, especialmente su voluntad de ofrecer «ante todo un libro de derecho», histórico solo en cuanto quería explicar lo que ha sido y es hoy el derecho, no mediante conceptos filosóficos o la legislación vigente, sino atendiendo a su origen y desarrollo. Con todo, admitía el autor que el libro podía resultar «más (bien) historia». Reflexiones sobre el problema conceptual de la asignatura que revelaban la altura del propósito y la ambición intelectual que lo impulsaba. Por mi parte, apartado en aquel momento de campo tan difícil, me limité a dar cuenta de la estructura del nuevo Manual, cuya primera parte: «Evolución general del Derecho», podía considerarse como un curso breve y completo. La segunda, de mayor envergadura, comprendía en el libro I una «teoría general del Derecho», con las «ideas» sobre el mismo, su «origen y naturaleza»; el fundamento y el concepto. Dedicaba el II una sección primera al derecho objetivo, las fuentes, la vigencia, el contenido y el conocimiento. La sección segunda venía a ser una historia de las fuentes en el sentido clásico. La tercera parte, más original, sobre el hombre y la sociedad, describía las formas políticas y el Derecho Público con una impresionante riqueza de detalles históricos, encuadrada en una rigurosa sistemática. Los 1.620 parágrafos de que hasta el momento constaba el Manual hacían referencia a una Antología de textos que alcanzaba la cifra de 1.333, ordenados de un modo que corresponde a la exposición teórica; todo precedido de una metodología. Allí se encontraban textos legislativos, narrativos doctrinales y jurisprudenciales, no solo españoles, sino también con versión española de los latinos. A esa colección he acudido muchas veces. En cuanto a la para mí difícil elaboración histórico-conceptual, me he atenido a la valoración que de la misma hizo su fiel discípulo José Martínez Gijón, en AHDE, 32 (1962), 581-594.

En el texto preparado para la tertulia de Historia del Derecho convocada por Fernández Espinar en Madrid, el 14 de enero de 1979, sobre la «Escuela de Hinojosa» (publicado en la Revista de Investigaciones Jurídicas de México, 9, 1985, 231-328) me he referido a la consideración de Maldonado, de ser García-Gallo «el titular primero, presente y más activo de esa escuela», y reiteré que en su magistral estudio «Hinojosa y su obra», había proporcionado a dicha escuela la imagen histórica documentada y exacta de su fundador. Era lógico, añadí, que quienes como don Galo y otros discípulos directos conservaban su propia visión, no pudieran renunciar a la vivencia personal, ni tampoco sustituirla por una reconstrucción histórica, pero esta era necesaria para quienes vinieran después. «Por esto, si no hubiera otras razones, que las hay, el nombre de García-Gallo está indisolublemente unido al de Hinojosa». Allí recordé que había tenido el privilegio de leer dicho estudio todavía en manuscrito, de hacerle algunas observaciones y que el autor aceptara alguna corrección de mi parte. «Bastante para apreciar una cualidad no conocida por muchos, quizá no la más saliente de un triunfador muy joven, entrado en la vejez sin decadencia: su sencillez y su humildad». Invité a los más jóvenes, que no habían nacido cuando se escribió el colofón de aquel estudio, a su lectura.

En mi opinión, ese juicio conserva su vigencia, y debe conocerlo todo historiador del derecho. Y preví la sorpresa que está reservada a quien se ponga en contacto con la obra de Hinojosa y compruebe por sí mismo el pleno acierto y la justificación del juicio y pronóstico de García-Gallo, que confirma su posición de sucesor legítimo en su jefatura. Allí también, por último, recordé que Pérez Prendes había dicho en un coloquio por él organizado en Granada (su Revista de Historia del Derecho, I, 1970, p. 300) que era García-Gallo «el maestro de todos», con otras consideraciones sobre la escuela, dignas de especial atención por proceder de un discípulo de Torres López, y por tanto, una especial y valiosa derivación de la misma, dentro de su indisoluble unidad.

Mejor fortuna tuvo mi comunicación a la Semana de Spoleto, 1955, «El reino visigótico y el particularismo español», sesión en la que Álvaro d"Ors dio su lección sobre las leyes visigóticas. Abrió la discusión sobre «Godos y romanos desde el punto de vista de las leyes», Alfonso García-Gallo, que no figuraba en el programa, pero que hallándose de paso en Roma, tuvo la bondad de desplazarse a Spoleto y participar en aquella sesión. Allí reafirmó su tesis «revolucionaria» y replicó a alguna objeción que se le había hecho. El texto de su intervención, recogido en I Goti in Occidente. Problemi, 1956, pp. 464-469, no ha sido reproducido, como tampoco el resto de la discusión que siguió a todas las comunicaciones, en el volumen de Estudios visigóticos I, Roma-Madrid, CSIC, 1956, con un prólogo de García-Gallo, en el que estampó este juicio favorable y honroso para mí:

«El estudio del profesor R. G. sobre el Estado visigodo y el particularismo español, pese a versar sobre un tema que ha sido objeto de repetidas y valiosas investigaciones, ofrece el atractivo de un nuevo planteamiento del mismo. En él se pone de manifiesto la imposibilidad de transplantar a la época visigoda esquemas posteriores o actuales de lo que es el Estado, y la insuficiencia de aquellos estudios que para comprender la estructura política visigoda se satisfacen con ver lo que hay en ella de continuidad de lo romano o de incorporación de lo germano. Hay pueblos o regiones que mantienen una acusada personalidad dentro del reino visigodo, como son la Gallecia, la Vasconia, la Baetica, etcétera, pero hay también, entre los invasores y dominadores visigodos, grupos populares regidos por sus propios duces, cuya personalidad no queda anulada al quedar integrados en el reino visigodo. Con ello, la tan ponderada estructura unitaria del regnum visigodo queda en entredicho, y aparece como necesaria la revisión del sistema político de la época» (pp. X-XI).

Yo había señalado en mi estudio el precedente que respecto a ese particularismo significaba la opinión de García-Gallo, expuesta en su Historia grande, de 1941, p. 386; y aunque más brevemente, en su Curso de 1946, indica el autor que «contra la unidad, visigoda luchan las tendencias autonomistas de ciertos territorios -la Bética, la Galia- basadas en diferencia de población y cultura. Alguna vez estas tendencias disgregadoras consiguen un régimen de autonomía administrativa» (p. 95). Es su Manual de 1959, ha acentuado esta contraposición de unidad y particularismo: «La Septimania y Cataluña, Sevilla y Córdoba o Galicia conservan su personalidad y en diversas ocasiones son la cuna de movimientos que tienden a la independencia, o son organiza­das como reinos o regiones autónomas dentro del reino visigodo» así como señala la continuidad de esta situación con la fragmentación de la Reconquis­ta (nº 987, p. 501). Los textos que remite de su Antología coinciden en gran parte con los que yo había recogido en mi comunicación. Más extraño es para mí que su discípulo Escudero no se haya hecho eco de esta posible fragmentación territorial del «Estado visigótico», en su elegante Curso, donde, por lo demás, mi estudio es citado tres veces en la bibliografía (pp. 211, 225, 255). La unidad visigótica sigue campeando.

La mención de esos libros me lleva inevitablemente a recordar mi Historia general, que tiene el mérito dudoso de haber sido el primero que rompió la costumbre escolástica de no publicar uno, mientras estuviera vivo y vigente el libro del maestro. El Curso de don Galo lo estaba cuando yo publiqué, en 1968, mi Historia general, pero tuvieron sus páginas una prehistoria tan singular y azarosa, y la experiencia ha demostrado que necesita, para ser estudiado, no simplemente leído, tener a la vista el Curso de don Galo, que no merece ser incluido en la serie de los que con sus «saberes traslaticios» han enriquecido el mercado. No obstante, le concedo importancia, aunque sólo sea por tratarse de mi hijo. García-Gallo me hizo el honor de mencionarlo algunas veces; pero no intento ahora acumular laureles. En cuanto a mi plan, procede, repito, del Curso de fuentes, incrementado con un cierto encuadramiento de las instituciones en que surgen, y de una ojeada a su contenido. Habiendo coincidido su aparición con los comienzos de la preparación de un opositor, a quien en seguida me referiré, le encargué formalmente de la lectura atenta y detenida del Manual de García-Gallo, no solo en favor de su propia formación y emplazamiento en la escuela, sino también porque en mi cá­tedra no quedara desatendido un acontecimiento capital, a modo de una delegación de la necesaria lectura que no me sentía capaz de hacer personalmente. Hay únicos lugares en que García-Gallo aparece citado nominalmente en mi Historia general; en la p. 85, con el acierto de haber destacado su doctrina original acerca de las Observancias aragonesas de Jacobo de Hospital; más tarde me ha sorprendido gratamente ver que Gonzalo Martínez, al terminar y publicar lo que fue tesis doctoral de su maestro, ha reproducido en su estudio preliminar la misma página del Curso de 1946 que yo había extractado (1977, p. XI). La segunda mención constituye un enigma. En mis Elementos formativos, emprendidos, estos sí, con la intención de construir un manual, lo que no llegó a ser, aparece García-Gallo con Riaza, por su Manual de 1935 (p. 4); por su tratado de 1940, su Curso de 1946, su Manual de 1959 «que responde a una nueva concepción de la disciplina» y también por su revisión del germanismo (p. 47).

En abril de 1969 terminó su tesis doctoral sobre el Testamento visigótico Manuel Pérez de Benavides. Tenía yo mucha ilusión por una carrera académica fervorosamente seguida y con excelente base, pero que absurdamente no ha alcanzado la plenitud de la cátedra. Queriendo prevenir los azares, invité al tribunal, junto con el romanista de la casa don Manuel de la Higuera, a tres colegas que se hubieran dedicado especialmente a la Historia del Derecho Privado, con el objeto de que le brearan y se formaran opinión de él. El primero, como es lógico, Alfonso García-Gallo y junto a él su discípulo José Martínez Gijón, y Alfonso Otero. En tal ocasión, dictaron sendas conferencias desde mi cátedra. El profesor Moreno Casado redactó la convocatoria en su periódico, Ideal de Granada, y una semblanza del conferenciante:

«Esta es la segunda vez que el profesor García-Gallo visita la Universidad de Granada; la primera fue hace trece años y precisamente para juzgar otra tesis doctoral de un joven licenciado en derecho, granadino, que hoy, catedrático en Sevilla, se sentará junto a él en el tribunal que va a conferir otro grado de doctor, en torno a la misma disciplina...

»Como en aquella ocasión Ideal publicó una amplia semblanza de la figura de este profesor, auténtica autoridad y verdadero maestro en los estudios histórico jurídicos, a los que ha consagrado por entero todos los años de su juventud y de la fecunda madurez en que se halla, solo apuntaremos algunos datos de sus incesantes actividades de investigación, en la docencia y en el magisterio que complementen la silueta suya trazada en estas mismas páginas hace ya casi tres lustros.»

Lo que Moreno Casado hizo, efectivamente, detallando sus publicaciones y actividades científicas. En el mismo periódico, al día siguiente, publicó una reseña lastimosamente recortada, el ayudante de cátedra J(osé) C(alabrús). No así la muy extensa que redacté para el diario Patria, donde un director amigo me concedía vara alta. Versó la conferencia sobre «Los juristas y los libros de Derecho Indiano», las dos anticuadas concepciones que prefiero de nuestra disciplina. Del exordio de su disertación, oral toda ella, di esta versión:

«Señaló que la pluralidad, la diversidad de puntos de vista y la discusión dentro de la cordial comprensión del adversario, era condición normal de la vida científica, y tuvo frases de elogio para nuestra universidad. Por su parte, tuvo la atención de exponer su profundo conocimiento del Derecho Indiano en torno al esquema determinado por las figuras de los juristas, el método de la educación jurídica y la descripción de los libros de derecho, sin dejar de advertir la medida en que semejante concepto de la Historia del Derecho encierra limitaciones. Pues la sociedad –dijo-  busca la justicia y su camino es el derecho, pero no delega del todo esta función en los juristas y en la cultura jurídica. Y este es precisamente el núcleo del Derecho Indiano... La colonización fue una obra popular, es decir, de toda la sociedad.»

La espléndida lección no sé que haya sido publicada y quizá no fuera ni redactada. Su contenido se refleja en parte en un estudio publicado después: «La ciencia jurídica en la formación del derecho hispanoamericano en los siglos XVI al XVIII», AHDE, 44 (1947), 157-200, pero en la conferencia le había dado un enfoque distinto, correspondiente a su título y, naturalmente, no tuvo la concisión y densidad del estudio, como si fuera dirigida a los alumnos que debieron de redactar el correspondiente ejercicio, conforme a la costumbre de mi cátedra, que establecí no tanto pensando en el aprovechamiento de los alumnos, que me ha tenido siempre sin cuidado, sino para asegurar la asistencia de público y su atención despierta. Asimismo trató de jueces, abogados y de la aludida participación popular. Vale la pena conservar mi rápido resumen. También fue muy importante su intervención en la lectura de la tesis; quizá entre sus papeles (cuya conservación y organización será tan valiosa para la Escuela, y podemos confiar en que se ejecute, por haber una hija dedicada a la especialidad) se conserven las notas. Lo que se certifico es que la discusión de la tesis rayó a notable altura, y que García-Gallo recibió muy buena impresión del doctorando. Este además estaba informado acerca de su obra en general y especialmente de sus concretas aportaciones al Derecho Hereditario, que tenía presentes con mayor detalle que el propio autor. No aprovechó la ocasión. Tonto él. Tanto más, porque conocía muy bien el denso Manual de 1959; ganado yo por la pereza granadina, tan fecunda, sin ánimo para adentrarme en su océano de 1.000 páginas de apretada letra, no quise que faltase su lectura en mi cátedra.

No estuvo García-Gallo en el tribunal que me trajo por concurso a mi Madrid, ¿o sí? No lo recuerdo. De lo que estoy seguro es de que pedí su anuencia y me la concedió. Valía más que un voto; acaso, dos y tal vez los tres que me otorgó la Providencia, auxiliada por la prudencia de Maldonado. En la entrevista protocolaria, andando por la calle, él me comunicó que otro candidato le había prometido no hacer nada que pudiera ocasionarle molestia, las que se supone que origina la convivencia en una facultad. Yo le respondí que no podía hacerle semejante promesa, porque en algún momento mi sola existencia le iba a molestar. No hubo más palabras. Estoy tranquilo de que, sin declaración formal, procuré cumplir la tácita contraída, hasta el punto de que yo no me puedo excluir de la nómina de los traidores; tantos somos, que necesitamos una puerta especial. La comedia clásica ya nos advierte: «Por ser con todos leal, ser para todos traidor». A la traición obliga, como para otro crimen, el estado de necesidad, pero eso es otra historia. Así, en la ocasión de una tesis doctoral suya, que él defendió con el ardor y la eficacia de un verdadero jefe de escuela, yo combatí sin piedad, pero sin éxito porque la tesis tuvo el laude cuando solo por mayoría había obtenido el sobresaliente. Notable. A él le dejó impávido, pero entristeció a su fiel Maldonado, que vio una vez más cómo yo en un minuto destrozaba una de las obras buenas de su vida. Mi excusa es que él y un vasallo suyo habían machacado a un ayudante mío con un notable cruel. La venganza es legítima. Pero dejemos las intimidades para atender a las ceremonias, de las que la patria está más necesitada. Aceptó ser padrino de mi incorporación a la Nocomplutense; nos dimos el ritual abrazo de Vergara. Director del Departamento, esa extraña mixtura que disolvió dos entidades académicas perfectamente distintas y clásicas, la facultad y la cátedra, su actuación era perfecta, es decir, imperceptible; no pretendió nunca, como algún sucesor suyo, ser nuestro director espiritual.

Al llegar yo a Madrid, Pepe Maldonado me había hecho un encargo: organizar el banquete preceptivo en homenaje a Alfonso, con motivo de habérsele concedido el Premio Nacional de Investigación de Letras, Francisco Franco, 1970. Pasaba el tiempo y no se conseguía poner a la gente de acuerdo. Ni siquiera la buena voluntad de un su amigo y discípulo, que luego actuó eficazmente como actor secundario, lo había conseguido. Aunque parezca raro que yo destaque en cosas de este tipo, más que en las de alto nivel intelectual, di con la solución de fijar una fecha, el 13 de noviembre, contando solamente con la esencial presencia del homenajeado, y, contratar el restaurante, el Hotel Luz Palacio, paseo de la Castellana, 67, Madrid, a las 14 horas, y luego organizar lo que se pudiera en torno a ese eje. No el único pero sí uno de los más destacados triunfos de mi vida. La Casualidad (Ntra. Sra. de) que siempre me favorece, hizo que Juan Manzano, el segundo de a bordo, y al que correspondía ofrecer el homenaje, tuviera que viajar a Sevilla al bautizo de un nieto, y por lo tanto me tocó el papel preeminente, por los que yo suspiro. Habló López Ortiz, revestido de pontifical. Yo improvisé un discurso que tenía preparado porque aquella mañana había dictado en mi clase una lección sobre el mismo tema, que conservo tomada taquigráficamente y me sobraba material. Había solo que abreviarla y adaptarla a las circunstancias, siempre imprevisibles, del acto. También grabada en cinta, anda traspapelada. Solo comienzo el recuerdo. Dije, a la vista del salón que llenaba una multitud, que nos habíamos reunido en torno a García-Gallo: sus maestros (lo había sido en cierto modo el padre López Ortiz), colegas, compañeros, discípulos, amigos, enemigos y víctimas. A1 responder, lo tomó por lo serio, como iba, y dijo que si había hecho víctimas, había sido por haber comenzado siendo exigente y riguroso consigo. Tenía toda la razón. Venían a ser, pues, víctimas de la ciencia. El ángel me inspiró para no olvidar, al final de mi intervención, hacer el justo elogio merecido por María Isabel, cuyo cariño, dedicación, admiración y apoyo a un marido científico había sido ejemplar. Lo fue más adelante y heroicamente al final, según mis referencias. Debí de recordar algún ditirambo académico en honor de las mujeres de los profesores, lo que los alemanes llaman la gran impagada de la universidad hasta que se generalizó la práctica, de hacerlas profesoras adjunto. Y si la memoria me engaña, como es su deber, todo quedó muy bien. Una intervención muy oportuna y elocuente tuvo el alcalde de Soria, que no sé si por entrar dentro del plan o por alguna otra casualidad, se encontraba en Madrid.

Dando un salto en el tiempo, me voy a situar en 1981, con motivo de su jubilación. Dio una lección solemne en el salón de grados de la facultad, no el antiguo, ya conocido, de San Bernardo, sino el de la Ciudad Universitaria, precipitadamente instalado, con motivo de algún tumulto escolar, tan decisivos en la historia de la corporación, de sabor más insípido, pero con la misma estructura. El acto coincidía con el medio siglo desde su entrada en aquella como ayudante de Clases Prácticas en la cátedra de don Galo. Nunca he retenido en mi clase a los alumnos, pudiéndoles hacer oír algo interesante y formativo, aunque no «entrase en el programa», e incluso si se trataba de algo ajeno a la asignatura. Les invité a asistir forzándoles mediante el simple mecanismo de poner el ejercicio escrito cotidiano sobre dicha lección solemne, que fue una objetiva, positiva y modesta recapitulación de su vida científica, o un tema alternativo para respetar la libertad del pupitre. Por mi parte, repetí abreviada mi lección de 1971 y le añadí un fragmento sobre los incrementos que había teni­do su copiosa producción en la década que terminaba. Ambos textos se encuentran publicados en la Revista de la Facultad 61 (invierno 1980, alcanzado gracias a la sana tradición del retraso), 265-274. En aquella lección había procurado señalar con la mayor objetividad posible el curso de su formación científica, que conocía no solo a través de sus escritos, sino también de las no muy largas conversaciones con él; su significado en la Escuela de Hinojosa, su aparente desviación hacia el americanismo que fue seguida, sin embargo, de un retorno decisivo y fecundo a la Medievística, con la serie de sus estudios sobre Fueros municipales: Medinaceli, León, Llanes; su ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia, su gran nuevo Manual y las perspectivas de su labor futura. Todo lo que era posible desde la admiración y el respeto, ya que no desde la amistad ni la simpatía. Terminaba deseándole los muchos años más que necesitaba y que alcanzase los noventa con la claridad de juicio y la energía necesaria, ya que la voluntad no era lógico que faltase nunca a quien tan esforzadamente la había ejercitado desde su juventud. En efecto, no me ha extrañado saber que en sus últimos días tenía mucha ansiedad por las cosas que dejaba sin hacer, porque es corriente en hombres que han llenado su vida con realizaciones estar aún más llenos de proyectos. Creo haber definido con una sola palabra su personalidad científica: palingenesia, como un nacer de nuevo ante cada trabajo, a la manera de un principiante. En 1981 solo tuve que completar y ratificar ese juicio inalterado y advertir que era imposible pensar que nos halláramos ante una etapa final, pues no se advertía en su labor reciente el menor signo de decadencia. El término de su jubilación administrativa (una broma gastada a la Universidad por el primer ministro del Ramo, que inauguró así una tradición de ellas) no coincidente tampoco esta vez con el de una actividad literaria que, si Dios nos ayudaba, como lo había hecho hasta entonces, se encontraba ante una tercera etapa difícil de calcular. No difícil, dado el carácter sistemático y perfectivo de su labor.

El Anuario de Historia del Derecho Español, en el que había colaborado desde 1932, y en el que durante cuarenta años había llevado el timón con un poder absoluto y benévolo, como un largo reinado que aún se prolongó cinco años más, diez bajo la democracia, y terminó en una abdicación; en 1985, un oscuro episodio del que me gustaría conocer el secreto, apenas desvelado en una elocuente nota del consejo de la revolución, a falta de la carta del propio A. G. G. allí aludida, le dedicó su número 80 (1980), una miscelánea de estudios encabezada con la presentación por el padre López Ortiz, arzobispo dimisionario de castrense y titular de Grado, director efectivo del Anuario en esta y alguna otra aislada actuación. Sus recuerdos se remontaban a los años treinta, al entrañable aprendizaje de la docencia y la investigación bajo el magisterio de don Galo, y cuando le dejó paso en la escalada a la cátedra. Aproveché la ocasión de que el Anuario abría sus puertas a los pobres para no dejar de rendirle ese homenaje, aunque no llegué a tiempo de hacerlo con el tema que deseaba, y solo conseguí de una relativa forma realizarlo después, «la HD concebida como H de los LLJJ», y precisamente porque, como ya he relatado, en su viaje a Granada, en el 1969, me había hecho el honor de referirse a ella, y practicarla de una forma ejemplar y superior. Una orientación de nuestros estudios de la que una vez más debo decir que no es mía, sino antigua y tradicional, desde Lucas Cortés, Ureña y Galo Sánchez, aunque solo formulada con rigor por Álvaro del Oso y Pérez Pez. El apremio del plazo me obligó a utilizar un escrito ocasional que no tenía que ver específicamente con la obra del homenajeado, lo que es una desconsideración, que él habrá perdonado por mi buena intención.

Para la primavera de 1983 convoqué la VI Semana de Historia del Derecho Español. La II, en 1948, había sido convocada por GarcíaGallo desde el Anuario y en el Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, Duque de Medinaceli, 6, que gobernaba como secretario general. Las restantes, por diversas cátedras de provincia. Yo lo hice desde la mía en la UNED. Llevábamos diez años privados de la luz de esos concilios y obtuve una respuesta casi total de los cultivadores de la disciplina y materias afines de Historia y de Derecho. Amplia y general la convocatoria, sin ponencias ni temas fijos, propuse la idea de que se estudiase la figura y la obra de nuestros antecesores inmediatos, los maestros, algunos todavía activos, vivos todos. Yo di el ejemplo, ocupándome de la forma original del Curso de don Galo, hacia 1925, y Barcelona, bajo la Dictadura, que según dicen persiguió la cultura catalana. Pues bien, en aquel curso, del que se publicaron los apuntes, se ponía en primer término, durante la Edad Media y la Moderna, no Castilla y León, según figuraron ya en la edición, allí, de 1930, sino Cataluña, lo que se traducía no solo en el mayor detalle y vigor de aquella parte, sino en que en la misma se trataran aquellas cuestiones de carácter general, como la índole de los documentos de aplicación del derecho, de más viva continuidad con el Derecho Común europeo, ciertamente, y con más sazonados frutos que la dura meseta. José M. Font Ríus trató de Abadals y Viñals como historiador del derecho, de cuya Nachlass se ocupaba. Otros casos fallaron, como el de Torres López, por la hostilidad, tal vez justificada, de los suyos. García-Gallo estaba demasiado joven y productivo para que nadie, entre sus numerosos discípulos, algunos también notados por su abstención (creían tal vez satisfacer al maestro; se equivocaban), se atreviese a estudiarlo como monumento del pasado. Aceptó con naturalidad el número 67 que le correspondió por el orden de llegada y asistió a las sesiones sin cansancio, dando un ejemplo a todos. En dos articulillos que me admitió El Alcázar (torre de la libertad de prensa, desmochada por el progreso de la democracia), con ocasión de la convocatoria, y que titulé «Semana de Historia del Derecho» y «La Sociedad de Historia del Derecho» (12 de marzo y 27 siguiente, de 1983), evoqué a «Alfonso García-Gallo, el benjamín de 1934, todavía empezando su carrera científica en el día de hoy» y «al joven García-Gallo que avanzaba Observancias aragonesas en la primera Semana». Todavía, un tercero, que permanece inédito, en espera de mis obras completas, relativo a la II Semana, afirmaba que «realmente era la que había tenido mérito. Primero, lo que sea, pero segundo qué». La había convocado él mismo, como he dicho; único entre nosotros que llegaría a sentarse en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Había desarrollado la ponencia relativa al Derecho español en las edades Antigua y Media.

Carente de programa, que no suelen cumplirse, la casualidad puso cierto orden; tras la ponencia del romanista Juan Iglesias, leída por su hijo, García-Gallo leyó en la sesión primera su comunicación sobre «Metodología de la historia de los textos jurídicos», tan definitivamente redactada que en seguida vio la luz, prevista la dificultad de publicar las actas (lo que según su opinión inutiliza cualquier congreso), en el AHDE, 53 (1983), 611-613, lo que también tiene ventajas y un orden disperso. Él se ocupó de Enrique Gil Robles y me dio la grata sorpresa de considerarme como un continuador de su metodología jurídica. De su vasta producción en todos los campos, había tenido la atención de aportar aquella precisión. Para muchos fue una novedad que Enrique Gil Robles (1908), conocido como catedrático de Político y Administrativo en Salamanca, se hubiera ocupado de la Historia del Derecho. En efecto, no conocía yo aquella Metodología jurídica publicada en 1893, pero por casualidad había consultado el expediente académico de Gil Robles en el Archivo Histórico Nacional, para el proyecto acariciado e imposible de escribir la historia de la universidad romántica española y allí había conocido que el personaje había intentado dos veces, en 1886 y 1893, ser catedrático, respectivamente, de Historia del Derecho Español y de Historia de la Literatura Jurídica, y había contendido con nuestro Rafael de Ureña. En el expediente se conserva una memoria: «Razonamiento y programa de la asignatura de Historia General del Derecho Español para las oposiciones a dicha cátedra, vacante en la Universidad de Madrid», donde él defendía una concepción diferente de la de Ureña y Altamira, y derivada de su posición fundada en el Derecho Natural Católico. Hube de terminar agradeciéndole su presencia y su presidencia virtual, que le correspondía por muchos títulos y el deseo de que, si se lo permitían sus ocupaciones de madrileño, siguiera acompañándonos y enseñándonos, porque habría motivos para oírle en muchas ocasiones. El presidente de turno cortó por lo sano, argumentando que si las intervenciones eran muy largas, necesitaríamos meses para terminar. A esto se debió que no hubiera más intervenciones. No faltó en la Semana un capítulo esencial en todas las reuniones: el tema del Anuario, sus repetidos intentos de organización y renovación. Esta vez nos tocó el acto solemne y decisivo de ver anunciada, por Ana Barrero, secretaria del mismo, la inmediata aparición del volumen de índices. La figura de García-Gallo alcanzó un justificado relieve, pues ella consignó:

«En el (tomo LI bis, 1982) ha colaborado y participado fundamentalmente el profesor García-Gallo, a quien se debe el prólogo que es una breve historia de lo que él ha vivido, y también una valoración de lo que supone esta aportación a la ciencia española. A él se debe también la fijación de criterios de elaboración y el plan sistemático de materias.»

Seguía una descripción de los índices, todavía no publicados. Él tuvo in­tervenciones importantes que se conservan grabadas en cinta. Así la relativa a la comunicación de Juan Beneyto, cuya muerte lamentamos ahora, sobre «la devolución de los fueros valencianos», a propósito de la cual García-Gallo manifestó que la falta de reacción de Valencia ante la pérdida de sus fueros la había percibido él cuando fue catedrático, durante cuatro años, en su Universidad (entre 1940 y 1944); una especie de atonía que contrastaba con el florecimiento medieval que el propio Beneyto había estudiado en el Anuario XIII. También había decaído el empleo de la lengua valenciana, a diferencia de lo ocurrido en Cataluña. Años después él había sugerido a estudiosos valencianos que se ocuparan de las instituciones y de losfurs. Se interesó también por el destino del Fuero de Aragón en la Edad Moderna valenciana. Igualmente intervino respecto a la comunicación de Emma Montanos Ferrín, refiriéndose a la edición facsímil de las Ordenanzas de la Audiencia de Galicia y al libro de Herbella. La comunicación de García Moreno sobre las sortes góticas y la tertia romanorum le hizo rejuvenecer, por su propio trabajo sobre el reparto de tierras (1941), o de «los tres cerditos», como se dijo entonces, y que decla­ró tener olvidado en los detalles, y también «no ser filólogo». Hizo la observación de que en la Antiqua no todo es de Leovigildo, pues conserva elementos del Breviario. Planteó la cuestión de por qué en el siglo VII se conservaron leyes sobre dicho reparto, tal vez porque seguían teniendo aplicación en territorios nuevamente ocupados, por ejemplo, los recuperados de los bizantinos o bien en Cantabria. Tal fue el momento en que la Semana rayó a mayor altura, porque, de un modo práctico, se planteó el concepto y los límites de la Historia del Derecho. Acerca de la comunicación de Joaquín Cerdá, sobre el derecho consuetudinario, García-Gallo evocó su cultivo por Grimm, Costa, Altamira y Paulo Merêa, quien, siendo este último un maestro en el análisis de los textos, había formulado un cuestionario para la elaboración del derecho no escrito. La costumbre tenía también un valor actual y en relación con la Antropología. La comunicación de María Luz Alonso acerca del derecho de Castilla dio motivo para la última intervención de su maestro. El Fuero de Castilla era un fantasma, «porque nadie lo ha visto». La crónica de Alfonso X, 1340, había dado ese nombre a las Partidas y al Espéculo. Él había hablado mucho acerca del asunto con su discípula. No segura de su relación con el Fuero Real, se dirigió su atención hacia el «Fuero Castellano de Toledo», junto al Juzgo de los mozárabes, del que acaso fue intentada una redacción, y a la extensa familia de textos en torno al Fuero Viejo. Un texto que no llegó a garantizarlo y que terminó absorbido por el Fuero Juzgo. En resumen, aportó la colaboración de primera fila que se podía esperar de su condición de maestro dirigente y fecundo también en la obra de sus continuadores.

La sesión matinal del día 12 fue interrumpida para trasladarnos al Ayuntamiento de Madrid, en la Plaza de la Villa, donde el alcalde don Enrique Tierno Galván ofreció una recepción a los semanistas, en el curso de la cual dirigió una alocución muy interesante porque él había sido alumno de don Galo Sánchez y guardaba un vivo recuerdo del catedrático y de su visión de la Historia de España, con una estructura territorial que era la que estábamos viviendo y se reflejaba en la Constitución, con el reconocimiento de las autonomías y las nacionalidades. García-Gallo aceptó la responsabilidad de responderle en nombre de los semanistas, como el más antiguo y caracterizado de los presentes, que había participado en la primera Semana, de 1932. Lo hizo en los términos concisos y objetivos que eran los de su estilo y quedó confirmado como cabeza visible de la escuela allí congregada. Lástima que en aquel salón del Ayuntamiento no funcionó el perfecto servicio de grabación que la UNED nos había proporcionado para las sesiones ordinarias y no se guarda el texto de aquellas intervenciones. Tampoco consta escrito el momento culminante de la VI Semana, convocada por mí, sin organización ni programa, entregada a la Providencia y a la Casualidad, pero salió muy bien, y él lo reconoció con una palabra breve y suficiente. Me gustaría probar, aunque soy testigo único y en mi favor, la efusión con que me dijo: «Esto ha estado muy bien», en medio de la modesta copa de vino español con que terminaron los actos en el luminoso patio cubierto, del Consejo, en la sede central de Serrano. Allí había solicitado yo públicamente que se me concediera la cruz de Alfonso X el Sabio. La aprobación de García-Gallo valió tanto para mí, y la conservo junto a otras ocasiones en que, siempre de palabra, de él la recibí; así cuando me concedió la beca del instituto en 1946; cuando le mostré en manuscrito el original de mi Concejo de Madrid, con el temor de haberlo elaborado fuera del Instituto y de la disciplina de la escuela, y me tranquilizó haciéndome observar que «era un libro»; cuando elogió, a través de Maldonado, mi estudio sobre la Complantatio, en el homenaje del Anuario, 1953, a Hinojosa, y cuando, según me dijo Alamiro del Ávila Martel, encontrándose en Chile y refiriéndose al volumen de mi Historia General del Derecho Español, dijo algo o tal vez solo un gesto expresivo de que apreciaba mi obra, o de que era importante. Pepitas de oro.

Después de la Semana, tuvimos dos encuentros por teléfono. Uno, con motivo del desgraciado accidente que afectó a su vista, y que consideré como una auténtica pérdida, no solo por razones personales y humanas, sino también por el daño inferido a su constante dedicación; me maravilló su buen ánimo y la serenidad con que lo había soportado, y que continuara trabajando, con frutos que se han visto. Otra llamada hice cuando supe que sus amigos y discípulos habían promovido que le fuera concedido el Premio Príncipe de Asturias a la investigación científica en el campo de las Humanidades o las Ciencias Sociales. No tenía yo lugar corporativo donde emitir mi voto y quise que supiera que en ese premio yo veía por encima de todo un honor para la escuela que él presidía y el reconocimiento de una labor incontrastable y duradera. Tras la noticia de su muerte, advertí una ausencia de eco en los periódicos, que para mí, quizá equivocadamente, ha significado siempre mucho. Y como aficionado y espontáneo, redacté un artículo que tras algunas vueltas, encontró acogida en El Faro de Ceuta, muchos días después. Lo firmé con el nombre de Basilio, porque quería dar una impresión de distancia y colocarme fuera del «gremio»; por esto declaré escribir con pluma de ganso (boca de decir lo que otro le ha sugerido). Pero lo impreso escrito está.

Álvaro d"Ors me ha censurado por mi opinión acerca de la inteligencia del desaparecido; debí decir normal, en lugar de mediana, para subrayar el mérito de su memoria y de su voluntad, en admirable equilibrio. El autor que seguimos me hizo notar que una obra tan vasta, ordenada, sistemática, en los variados campos de una especialidad, y en la que es difícil encontrar un defecto, una caída, una claudicación o un abandono, no puede haber sido realizada sin una gran, mejor dicho, excepcional inteligencia. Tiene, como siempre, razón. Ahora ha aparecido un libro de José Antonio Marina, Teoría de la Inteligencia, que conviene leer para iluminar el tema. Al parecer, algunos confundimos la inteligencia con el ingenio, que son cosas distintas. La lectura habitual del Glosario de su buen padre don Eugenio (NG1. I 818), me permite añadir este epitafio: «La inteligencia no es nada si no se articula y canaliza en competencia». Y fuera grande o no la inteligencia de Alfonso García-Gallo, nadie podrá dudar de que «la renuncia a la comodidad y a la blanda simpatía» hizo de él un hombre competente.