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David Jiménez: “El oficio de corresponsal de guerra tiene sus mentiras y trampas”

David Jiménez, con un ejemplar de "El Corresponsal" en sus manos. Fotografía: Héctor Vila.

 

Por Manuel Tapia Zamorano

Sacar a la luz los secretos inconfesables y las miserias del periodismo está al alcance de muy pocos y es una tarea de riesgo. David Jiménez (Barcelona, 1971) se atrevió a hacerlo en su libro “El Director”, donde describía las relaciones entre los medios y el poder, y denunciaba las presiones de todo tipo que tuvo que soportar durante el año que permaneció al frente del diario El Mundo. Recientemente, este periodista curtido en guerras, desastres y revoluciones ha presentado “El Corresponsal” (Planeta), centrado en la Revolución Azafrán de Birmania y en las experiencias de los reporteros de guerra.

 

 

 

 

En esta entrevista para la web del Departamento de Periodismo y Comunicación Global (PyCG), realizada en formato de cuestionario escrito, Jiménez confiesa que quería compartir con los lectores una gran aventura: conocer cómo es la vida íntima de los reporteros de guerra, un mundo que él ha conocido en detalle en sus veinte años como corresponsal. “Los personajes y situaciones que encontré en aquellos años”, precisa, “eran demasiado apasionantes para que no terminaran en un libro.

El exdirector de El Mundo explica que a los reporteros de guerra se les suele jubilar todavía jóvenes. “En unos casos de forma voluntaria porque consideran que ya han visto suficiente del lado oscuro de los seres humanos y otras porque llega una llamada de la redacción diciéndoles que ya no valen”.

Jiménez admite que un cierto idealismo ingenuo le acompañó en sus comienzos como reportero, pero subraya que con el tiempo fue adquiriendo ese desencanto cínico de los periodistas veteranos. “Hay un aura de heroísmo alrededor de la figura del corresponsal de guerra. Pero es un oficio que también tiene sus miserias, rivalidades, mentiras y trampas”.

Todavía no se ha apagado la polémica que levantó en su día “El Director”, con las denuncias que hizo sobre las ataduras del periodismo con la política y su defensa del periodismo honrado, independiente y riguroso. ¿Se arrepiente de algunas de sus reflexiones, mantiene todo lo dicho, cabría hacer alguna matización?

Al contrario, con el paso del tiempo el libro se ha hecho más necesario y vigente. “El Director” ha envejecido mejor que sus críticos porque todo lo que se denunciaba ha terminado por confirmarse cierto. En todo caso, me quedé corto porque la decadencia de nuestro periodismo, como hemos visto, era incluso peor de lo que cuento. Sigo creyendo que fue mi obligación y deber como periodista denunciar las prácticas y corrupciones de las que fui testigo. Fue un servicio a una profesión que quiero y respeto. 

 

El autor de "El Corresponsal", en la madrileña Puerta del Sol. Fotografía: Héctor Vila.

 

Muchos pensaron entonces que había que ser muy valiente para hacer esas denuncias y ser consciente de que se le iban a cerrar muchas puertas en el ámbito profesional. ¿Se ha sentido en soledad en este tiempo? ¿Se han solidarizado muchos compañeros con usted o ha percibido tibieza y hasta rechazo en ellos? 

Creo que valiente es denunciar el narcotráfico en México, donde matan a tantos periodistas. O contar la verdad en la Rusia de Putin. En muchos lugares los periodistas se juegan la vida por contar la verdad. Yo me jugué mucho menos: mi puesto de trabajo. Habría sido cobarde por mi parte no haber asumido esas consecuencias, mientras otros tantos asumen riesgos mucho mayores. 

¿Qué razones le movieron a escribir una novela como “El Corresponsal”?

Quería llevar a los lectores conmigo en una gran aventura, para que conocieran cómo es la vida íntima de los reporteros de guerra. Es un mundo que viví de cerca en mis 20 años como corresponsal. Los personajes y situaciones que encontré en aquellos años eran demasiado apasionantes para que no terminaran en un libro.

Ha comentado usted que los personajes de su libro se mueven entre un idealismo contagioso y un derrotismo brutal. ¿Con quién se siente usted más identificado, con el joven y soñador Miguel Bravo o con el curtido y descreído Daniel Vinton?

Es probable que yo tuviera algo del idealismo ingenuo de Miguel Bravo cuando empecé como reportero y que también adquiriera algo del desencanto cínico de Vinton tras muchos años en el oficio. A todos nos llega ese día en que nos preguntamos si lo que hacemos, jugarnos la vida en lugares a menudo olvidados, sirve para algo. El reportero necesita creer que sí para seguir haciéndolo y creo que esa es una batalla que Vinton libra también en la aventura que él y Miguel viven en Birmania.

¿Quiénes han sido sus principales referentes en el mundo del periodismo?

Pondría en primer lugar a Rosa María Calaf. Yo era muy joven e inexperto cuando llegué como corresponsal a Asia en 1998. Ella había estado en mil batallas. Coincidimos en conflictos, revueltas y desastres naturales. Fue una suerte verla trabajar y tenerla como ejemplo. Porque en nuestro oficio también hay muchos granujas como los que se retratan en la novela y, sin embargo, hay gente inspiradora como Calaf que te marca el camino. Cada uno debe elegir qué ejemplo sigue.

Usted ha reconocido que dejó de ser reportero por el miedo a endurecerse y acostumbrarse al sufrimiento del ser humano. ¿Cuál es la vida media de un corresponsal de guerra? ¿Tiene fecha de caducidad profesional esa noble labor de denunciar injusticias y las miserias en el mundo? 

Eso decía Hemingway, que este es el mejor oficio del mundo siempre que lo sepas dejar a tiempo. A los reporteros de guerra se les suele jubilar todavía jóvenes. En unos casos de forma voluntaria porque consideran que ya han visto suficiente del lado oscuro de los seres humanos y otras porque llega una llamada de la redacción diciéndote que ya no vales. A muchos les cuesta adaptarse a una vida cotidiana después de vivir el mundo trepidante de los corresponsales. Los hay que se quedan en el limbo, incapaces de ir al frente, pero tampoco de trabajarse los despachos de una redacción. El final del corresponsal puede ser injusto, porque este es un trabajo donde vales lo que tu última crónica. El periodismo es una profesión sin memoria.

¿Está mitificada la figura del corresponsal de guerra? 

Sí, y es normal que lo esté. Al final es gente que se va a lugares remotos y peligrosos a jugarse el tipo por contar la verdad. Hay un aura de heroísmo alrededor de la figura del corresponsal de guerra. Pero es un oficio que también tiene sus miserias, rivalidades, mentiras y trampas. En “El Corresponsal” he querido reflejar también ese otro lado. De lo contrario, no habría sido un retrato fiel a la verdad.

¿En qué forma le marcó personal y profesionalmente la Revolución Azafrán? ¿Qué lugar ocupa Birmania en su territorio sentimental?

Fui testigo de cómo el Ejército birmano masacraba a cientos de inocentes que pedían libertad. Y también de la ejecución del periodista japonés Kenji Nagai. Algo de mí se quedó allí aquellos días y quizá la novela es una manera de recuperarlo. Los libros son una terapia: te permiten sacar cosas que llevas dentro. Para mi Birmania es ese lugar del que se habla en el libro: uno del que nunca regresas del todo. 

¿Cuántos tertulianos que ejercen su magisterio en radios y televisiones servirían como corresponsales de guerra o enviados especiales a zonas de conflicto o de catástrofes?

Pocos, me temo. No tengo nada contra la tertulia, cuando es un debate sosegado entre personas preparadas, sin insultos ni ruido, y se analiza la actualidad desde el conocimiento. Pero en España muchas veces es lo contrario. A veces, se confunde a cuatro “periodistas” gritándose en un plató, o desvelando la intimidad de otras personas, con periodismo. No lo es. 

¿Por qué los medios no dudan en mandar a decenas de periodistas a la calle Génova para cubrir la última crisis del PP, pero no se plantean contar con un enviado especial a Ucrania?

Cuando los talibanes tomaron Kabul en agosto de 2021, no hubo un solo periodista español para contarlo. En Ucrania vemos a muchos jóvenes reporteros mal pagados, sin ni siquiera un chaleco antibalas, o grandes cadenas que han renunciado a enviar equipos propios. La pelea política doméstica lo consume todo y cubrirla es más barato que enviar a reporteros a sitios lejanos. Lo superficial no deja sitio para lo relevante. La crisis solo ha empeorado las cosas y priorizado aún más el contenido barato, sensacionalista y crispador. Se trata de mantener a la gente enganchada a las noticias con división, creando bandos y tensión. El periodismo debería servir para dialogar sobre ideas, no para fomentar el enfrentamiento por defenderlas.     

¿Cómo explicaría a los alumnos de periodismo que la figura del corresponsal está en vías de extinción? ¿Cómo les explicaría que por 50 euros la pieza tendrían que jugarse la vida a diario? ¿Cree que sigue siendo atractivo para ellos emular a Oriana Fallaci o Marie Colvin?

Creo que fuera de España esa decadencia del corresponsal no es tan grande. The New York Times tiene hoy más corresponsales que en toda su historia. En España es una figura poco valorada, salvo cuando estalla un conflicto. Pero Ucrania demuestra lo importante que es contar el mundo, porque lo que pasa en lugares lejanos nos afecta aquí. Todo está relacionado y necesitamos a reporteros que nos lo cuenten. Una ciudadanía que comprende el mundo es más tolerante con el diferente y sabe moverse mejor en una vida globalizada. No podemos encerrarnos en nosotros y nuestras peleas, porque eso nos hace más ignorantes y fáciles de engañar. 

¿Hasta dónde debe implicarse un periodista con aquellos acontecimientos (conflictos bélicos, dramas humanos, etcétera.) de los que está siendo testigo. ¿Debe tener un papel activo y militante, o limitarse a ser un observador e informar con ecuanimidad?

No me gusta el periodismo militante, ni siquiera de las causas justas. Somos testigos de la actualidad. Debemos informar de lo que ocurre, no ser parte de ello. Eso no quiere decir que el periodista no sienta vínculos emocionales o se vea afectado. No somos robots. Pero como decía Kapuscinski, nuestro trabajo no consiste en pisar las cucarachas, sino en alumbrarlas allí donde se esconden.

David Jiménez ha trabajado veinte años como corresponsal. Fotografía Héctor Vila.

 

Tengo entendido que está muy avanzado un proyecto para llevar al cine “El Director” y que incluso hay intención de llevar al celuloide este último libro suyo. ¿Nos puede contar algunos detalles al respecto?

Me hace ilusión llevar esa historia, la historia de la defensa de la verdad y la integridad periodística frente al poder, a la pantalla. Supondrá llegar a un público más amplio en un momento donde la verdad está amenazada y estamos necesitamos de inspiración y determinación para defenderla. Y creo que es especialmente importante llevársela a los jóvenes, porque se enfrentan a una de las grandes batallas de nuestro tiempo, contra la desinformación y la mentira. Si sirve de referente, habrá merecido la pena el proyecto. 

¿Se ve trabajando algún día en la redacción de un periódico o esta etapa ha pasado para usted?

Demostrado quedó, en mi etapa como director de El Mundo, que no sirvo para las redacciones y menos aún para los despachos. Tampoco creo que nadie escogiera como yo que, tras su paso por la redacción, decide contar sus triunfos y miserias. Ya se dice en “El Director”: a los periodistas les gusta contar una buena historia, pero no la suya.