¿Qué son las armas biológicas? Un recorrido por su utilización a lo largo de la historia bélica

Entre las múltiples teorías de la conspiración que rodean al SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, una de las favoritas del público es la de que se trata de un arma biológica creada en un laboratorio y lanzada por Estados Unidos o China, todavía no hay consenso en eso, aunque resulta bastante improbable. La comunidad científica desmiente que las manos del ser humano estén detrás de un virus tan “perfecto” y aseguran que el origen solo puede ser natural. Pero este bulo ha servido para sacar a escena un término que, aunque suene a ciencia ficción, es real y ha protagonizado sucesos históricos para olvidar: las armas biológicas. ¿Qué son? Tres investigadores del Departamento de Genética, Fisiología y Microbiología de la Universidad Complutense de Madrid nos recuerdan el uso de los agentes biológicos como armas de destrucción masiva.

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A lo largo de la historia las armas biológicas han sido un soldado más de los ejércitos.  / Republica

A lo largo de la historia las armas biológicas han sido un soldado más de los ejércitos.  / Republica

Llamamos arma biológica a todo ser vivo, virus o cualquiera de sus productos tóxicos empleado con el fin de producir la muerte, incapacitar u ocasionar lesiones a los seres humanos, animales o plantas. A lo largo de la historia, el ser humano ha empleado los microorganismos de forma empírica o voluntaria como armas de destrucción. Sólo a partir del siglo XIX, en el que se descubren estos seres, es cuando se manifiesta su potencial capacidad destructiva.

Desde entonces las distintas potencias beligerantes han experimentado de forma distinta con ellos para el desarrollo de armamento debido, entre otros factores, a su bajo coste económico y su elevada capacidad destructiva frente a seres humanos, animales y plantas en objetivos civiles y militares.

Tanto la ONU como distintas convenciones internacionales, conscientes de la capacidad y la facilidad de destrucción de los mismos han establecido convenios de regulación para evitar su uso y proliferación.

Descubrimiento de microorganismos y epidemias históricas

El primer científico en observar los microorganismos fue Antonie van Leeuwenhoek en 1665 pero no sería hasta dos siglos más tarde cuando Louis Pasteur sentaría las bases de la Microbiología actual; no obstante, los efectos de estos seres vivos (de una forma empírica) sobre el medio ambiente, los alimentos y la salud eran conocidos desde la antigüedad.

Así mismo, la relación causa efecto entre infección y microorganismo sólo pudo ser establecida en el siglo XIX por el medico alemán Robert Koch, aunque desde la antigüedad, el ser humano era conocedor de los efectos nocivos de las enfermedades infecciosas, recibiendo el nombre genérico de “pestes”.

Grandes pestes o epidemias de la historia como la Peste de Atenas (430 a.C.), Peste de Siracusa (396 a. C), Peste amarilla (550, d. C) o la gran epidemia de Peste Negra (1347-1352 d. C) han mostrado al ser humano la fragilidad de la civilización y los desastres de las enfermedades infecciosas, pero también le han permitido conocer sus efectos nocivos para poder emplearlas en ocasiones para su propio beneficio como “agentes bélicos invisibles”. No es por tanto de extrañar que la historia esté llena de estos ejemplos.

En el sitio de la ciudad fenicia de Symra en el 1325 a. de C, en la actual frontera entre Líbano y Siria, se emplearon ovejas infectadas probablemente con Francisella tularensis, el agente causal de la tularemia. Las ovejas se dejaban a las afueras de la ciudad y los habitantes de la misma las introducían a su interior para alimentarse de ellas. La tularemia se transmitía rápidamente entre la población originando un elevado número de fallecidos y permitiendo conquistar fácilmente la ciudad por parte de los invasores.

Posteriormente, en 1346, los cadáveres de los soldados mongoles de la “Horda dorada” que murieron por la peste, fueron lanzados con catapultas sobre la ciudad de Kaffa (la actual Feodosia, en Crimea) consiguiendo un notable número de bajas. Se ha especulado que, entre otras, esta pudo ser una de las causas de la llegada de la Peste Negra a la Europa medieval.

También existen registros de la Guerra de los Cien Años donde el ejército inglés lanzó animales en descomposición sobre distintas ciudades francesas diezmando la población. La última referencia histórica sobre el uso de la Peste como arma biológica se tiene en 1710 cuando las tropas rusas atacaron la actual Tallin (entonces en poder de los suecos) arrojando cadáveres infectados sobre el interior de la ciudad.

Un aliado más en las guerras del siglo XX

Durante la Primera Guerra Mundial (1914 -1918), se intensificó el desarrollo tanto de armas convencionales como de otras si cabe más sofisticadas como las biológicas, silenciosas, pero igualmente efectivas. El gobierno alemán desarrolló un ambicioso programa de guerra biológica mediante el envío por valija diplomática de cartas contaminadas con B. anthracis, agente causal del carbunco o ántrax, y de personal civil dispuestos a cooperar en Finlandia, Rumanía, EEUU y Argentina.

El caso más importante de un agente infiltrado en las filas aliadas encargado de perpetrar ataques biológicos en tiempo de guerra fue el de Anton Dilger (1884-1918), médico de profesión, estadounidense pero con padres de origen alemán. Espía del III Reich, diseñó el programa de uso del muermo y el carbunco (ántrax cutáneo) para transmitirlo a distintos países a través del ganado equino.

Ganado equino empleado en la “Gran Guerra” por el ejército francés en Europa.

Ganado equino empleado en la “Gran Guerra” por el ejército francés en Europa.

Creó un laboratorio clandestino en su casa donde pudiera obtener grandes cantidades de Burkholderia mallei y de Bacillus anthracis para contagiar a animales en los puertos, y así, en el caso de que Estados Unidos enviase equinos a Francia o Reino Unido, al llegar estaría contagiado con alguno de estos microorganismos. Paradójicamente Diger, que había esparcido microorganismos patógenos por toda Europa, se encontraba en 1918 en Madrid, donde murió víctima de la gripe.

Al terminar la Gran Guerra y constatar los efectos devastadores tanto de las armas químicas como de las biológicas, se firmó el Protocolo de Ginebra de 1925, que fue ratificado por la Liga de Naciones en 1929 (Precursor de las Naciones Unidas). Este protocolo fue firmado por Francia como primer país en 1926 y luego ha sido ratificado por hasta las 138 naciones actuales.

Algo que el Protocolo de Ginebra no prohibía era la investigación, el almacenamiento y transporte de agentes biológicos con potencial bélico, y aunque tras la Gran Guerra quedaban patentes por toda Europa los efectos de los bombardeos, las potencias beligerantes comenzaban a prepararse para futuras contiendas.

El Ejercito Imperial Japonés (1867-1945) creo en 1931 el “Departamento de purificación de aguas y prevención de epidemias”, conocida como a Unidad 731. En realidad, no se encargaba del tratamiento de aguas, sino de la investigación y desarrollo de armas biológicas en la ciudad de Harbin, en Manchuria. A finales de la década de los años 30, esta unidad se convirtió en la equivalente japonesa de la Schutzstaffel nazi, promoviendo la supremacía de la raza japonesa frente a la china y facilitando el desarrollo de experimentos con agentes biológicos en seres humanos, trabajos relacionados con la peste bubónica, cólera y tuberculosis. Se calcula que entre 10.000 y 40.000 personas fallecieron debido a estos experimentos biológicos.

Aunque de forma extraoficial los norteamericanos no emplearon agentes biológicos durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el programa estadounidense de armas biológicas comienza de forma oficial en 1943 bajo el gobierno de Frankin D. Roosevelt obteniendo parte del arsenal biológico del que dispone actualmente. Cuando el Presidente Richard Nixon dio por concluido (oficialmente) el Programa Biológico Norteamericano (dirigido durante décadas por el microbiólogo William C. Patrick), el gasto anual ascendía a 300 millones de dólares.

Instalaciones en Fort Detrick en Maryland (EE.UU) en 1950.

Instalaciones en Fort Detrick en Maryland (EE.UU) en 1950.

Dicho programa se centró en las instalaciones de Fort Detrick, un complejo en un pequeño aeropuerto de Maryland donde se realizaron importantes investigaciones sobre guerra biológica. Son numerosas las acciones que se atribuyen a las investigaciones realizadas allí y William C. Patrick III declaró a los medios de comunicación que a lo largo de sus 27 años de trabajo en el programa Biológico de Estados Unidos, se habían conseguido obtener armas biológicas con al menos 7 agentes: Bacillus anthracis (ántrax); Francisella tularensis (Tularemia); Brucella pertusis (Brucelosis); Coxiella brunetti (Fiebre Q); El Virus de la encefalitis equina Venezolana; La toxina botulínica extraída de Clostridium botulinun y la enterotoxina estafilocócica B de Staphylocuccus aureus.

Estos no fueron los únicos países en el siglo XX que desarrollaron investigaciones: el Reino Unido, con su programa propio de armas biológicas en la base militar de Porton Down durante la Segunda Guerra Mundial; la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) con la creación de 52 centros para producir los virus de viruela, rabia y  la bacteria Salmonella tifi durante la Guerra Fría (1945-1985) o Canadá, con un programa tanto defensivo como ofensivo de guerra biológica a mediados de siglo.

Convenios internacionales ante la amenaza

Desde que el hombre comenzó a utilizar de forma empírica los agentes biológicos como armas de destrucción, estas han suscitado un enorme rechazo. Como ya se ha indicado, el protocolo de Ginebra de 1925 inició la regularización de la producción y uso de las armas biológicas. El Protocolo de Ginebra fue ampliado en 1972 con la Convención sobre Armas Biológicas y Toxicológicas (CABT).

Esta convención puede considerarse como el primer tratado de desarme multilateral en el que se prohibía expresamente la producción de armas biológicas. Actualmente ha sido ratificada por 173 estados y prohíbe el desarrollo, producción, y almacenamiento de armas biológicas y toxinas. Sin embargo, este tratado no tiene ningún sistema de verificación por parte de ningún país ni entidad internacional ni prohíbe la investigación en agentes biológicos potencialmente peligrosos permitiendo su uso con fines pacíficos.

En el año 1991 la Oficina de Asuntos de Desarme de las Naciones Unidas, estableció un grupo de trabajo (VEREX) y en 2004 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas estableció la Resolución 1540, que emite informes anuales sobre el estado del seguimiento internacional frente al uso y fabricación de agentes biológicos como armas de destrucción masiva.

En el ámbito biológico, es difícil trazar una línea divisoria entre la investigación y el desarrollo. Un país puede desarrollar agentes bélicos en instalaciones destinadas a la investigación. La defensa contra las armas biológicas es una prioridad que debe preocupar a todos los países.

Los componentes de esa defensa son muy similares a los que de todas maneras debemos establecer para identificar y tratar los brotes epidémicos que ocurren en la naturaleza, especialmente de las llamadas enfermedades emergentes. Esto implica una constante capacitación y alerta de los equipos sanitarios la instalación de los más modernos métodos para el aislamiento e identificación de agentes patógenos y la investigación y desarrollo de vacunas o tratamientos que tiendan a prevenir y a minimizar la infección o la dispersión de estos mortales e invisibles enemigos.

 

Los autores de este artículo son Domingo Marquina Díaz, Javier Vicente Sánchez y Antonio Santos de la Sen, investigadores del Departamento de Genética, Fisiología y Microbiología de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Complutense de Madrid


 

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