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Reseña de Rafael Morales (2019)


José Manuel Lucía Megías. 

Versos que un día escribí desnudo

Madrid, Bala Perdida, 2018

por

Rafael Morales Barba

El norte de Castilla, 2019

 

         Se ubica con este libro José Manuel Lucía Megías en la tradición que Julio Cortázar definió en un poema como “La lenta máquina del desamor”. Una tradición que tiene detrás parte de la poesía amorosa provenzal y más tarde un sinuoso trazado que asciende al monte Ventoux, se enrosca en el barroco y grita en la poesía moderna desde Rosalía de Castro y su “una vez tuve un clavo/clavado en el corazón”. Un poema muy bien leído por Antonio Machado, en “Yo voy soñando caminos/de la tarde”. El desamor asunto que siempre ha tenido su edad de oro renovándose, es asunto perenne, por debajo de las apariencias. Y cuando la aventura experimental cede un paso vuelve a cantar en la poesía experimentada, no nos atrevemos a llamarla de la experiencia, porque tal vez sea impropio a estas alturas. Luis Alberto de Cuenca en el prólogo relaciona el asunto con la teoría del fingimiento de Fernando Pessoa, es decir, con el de la verosimilitud del asunto, para no implicar unívocamente lo escrito y lo vivido: la plenitud y el olvido, pero también el sentido del vivir cuando llega la soledad. Así que este diario de amor y soledades, reproches y reconvenciones, celebraciones también, aunque desde la melancolía, es también un libro existencial. El estupendo poema 27 “Esperaba algo más. Siempre he esperado algo más”, lo muestra en su inconformismo y desasosiego en unos términos que no son o no parecen ser los simplemente amorosos. Esta “ voz a ti debida”, del Pedro Salinas al que parafrasea, se torna elegía en este diario amoroso, legible o de línea clara,  a pesar de la huida de esa tendencia en la posmodernidad. O un poemario donde el lector se reconoce en ese progreso del olvido, pleno de reflexiones, reproches, tormentos y reconvenciones, interrogantes, al que ha dedicado este gran caer en la cuenta de las poéticas de la edad desde una crisis amorosa o “este silencio que va atardeciendo”.  Lo ha sabido hacer atendiendo a esa pulsión que le ha interrogado y ha sido minuciosa, evitado el exceso de ornato, pues prima la herida desde el verso libre en que encuentra cauce el motor principal del canto, la ausencia, el desamor o “Un adiós sin atajos y sin trampas. /Un adiós de callejones y sin ojos, / de cruces escritas con tiza en las espaldas”. Un grito o, como diría, Herman Hesse el comienzo de un “Atardecer solitario”.