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Primera escena de Voces en el silencio


Voces en el silencio

(Y se llamaban Mahmud y Ayaz)

José Manuel Lucía Megías y Carlos Jiménez

Madrid, Sial Pigmalión, 2016

 

ESCENA 1 . AMOR Y MUERTE EN EL MUNDO

 

MUJER:
Este cielo invadido por las grúas del miedo
donde el sol esculpe los perfiles del odio,
es el cielo de Irán, de Sudán, o de Nigeria,

es el cielo de Arabia Saudí o de Mauritania,

es el cielo de demasiadas geografías

envenenadas por el pecado mortal de la mentira.


Aquí la vida vale lo que cuesta segarla:
unos minutos tensos y el estigma de la ignominia.


En esta tierra inmunda, de parajes putrefactos,
la muerte se dibuja como fiera indomada
detrás de cada esquina, en el filo de un guiño,
en la esencia de un roce clandestino y nocturno,

en una mirada compartida, en una mirada asesina...

bajo la noche infamante de las leyes religiosas.

 

HOMBRE 1:
En esta tierra putrefacta de Irán o de Somalia,
de Mauritania o Yemen, o de Arabia Saudí,

de Afganistán, de Rusia, Lituania o Moldavia,
donde el amor del hombre por el hombre se salda
con el miedo, la persecución, la cárcel o la muerte,
yo quiero ser el hombre y ser todos los hombres
que desplazan su palma hasta el fruto prohibido
sin temer la sonrisa de quien le cortará la vida...
un ser humano vivo después de una caricia,
un ser humano abierto al cálido deseo,
sin que la soga aceche, sin que otro ser humano
siegue la espiga tersa del grano florecido.

 

HOMBRE 2:
Pero el terror nos vence y cala hasta los huesos.
Si me miras, entonces quizás me comprometas.

No quiero mirar. No quiero amar. No quiero vivir.

Dejar pasar las horas del deseo en el frío aliento de la noche.

Dejar pasar las horas del amor en el silencio,

en el silencio angustiado de las almohadas infantiles.

 

MUJER:

Yo también estuve un día sentada donde ahora estáis vosotros.

Yo también miraba las imágenes del crimen sin mirar,

deseando que el crimen fuera rápido, instantáneo.

Yo también hacía que miraba, pero no era verdad.

Yo estuve allí, bajo la sombra de las grúas de Mashad,

por más que nunca haya pisado la arena de Irán.

Yo también estuve allí, en la noche de los cuchillos largos,

por más que nunca haya cruzado la Puerta de Brandenburgo.

Yo también estuve en las matanzas en ciudad de México,

por más que nunca haya probado el mole poblano...

Yo también me he quedado sentada, en silencio,

mientras sangre anónima llenaba de dolor mi desayuno.

Y en silencio. Sentada en silencio. En un silencio ciego.

 

HOMBRE 1:
Yo quiero ser el hombre y ser todos los hombres
que no teman cruzarse con tus ojos de muerte
en el parque Daneshju o en la plaza arbolada
de miradas aviesas cuando rozo tu mano.

Ni quiero que me avise tu gesto intencionado
de la advertencia cierta de una muerte segura
cuando lanzas al cuello tu dedo amenazante.

Ni quiero que te escondas detrás de las mujeres:
y entonces me amenaces creyendo estar salvado,
porque al final, aunque tú no lo creas, serás tú mismo
y ambos nos perderemos detrás de esa mentira.

 

MUJER:
En cualquier territorio vedado a la caricia,
dos hombres que reclaman ser dos seres humanos,
perdidos en sus dudas, en eternas incógnitas.
Desnudos ante un mundo que les niega el abrazo,
cubiertos solamente con la capa del miedo
dibujando en su rostro una mueca de espanto.

 

HOMBRE 1:

Por eso quiero volver la vista y encontrar tu mirada,
pero temo que aniden los cuervos de la noche
en las cuencas ajenas de los ojos del odio
y denuncien pasiones que no quiero evitarlas,
y enlacen a mi cuello la soga de la muerte.

 

Yo quiero ser el hombre y ser todos los hombres
de todos esos pueblos que arrancan amapolas
del campo y que lo agostan de vida y de ilusiones,
y plantar en los surcos un grano de esperanza
que florezca en otoño para dorar la tierra.

Plantar un grano, si puede ser... contigo

 

HOMBRE 2:
Pero yo no quiero ser ni ese ni todos los hombres.

Yo vivo en el miedo y en el silencio, recorro

las geografías de la muerte y me escondo tras el rostro

anónimo que se esconde al tiempo que levanta la mano.

Yo soy ese hombre que se ha quedado sin voz

de tanto gritar insultos, de tanto callarse su propio insulto.

Yo soy ese hombre que se condena con cada muerte,

con cada cuerpo asesinado en las grúas de la mentira,

del espejo del propio deseo nunca aceptado, siempre presente.

 

MUJER:

Los ríos de lágrimas de tantas madres ya no encuentran mar

donde verter su dolor, ese dolor de pechos agrietados

y de gargantas mudas ante el nombre de los hijos asesinados.

Ríos que se pierden bajo las aceras de nuestras calles,

en nuestras ciudades, en nuestros pueblos, llenos de aceras.

No hace falta saltar fronteras para toparse con la injusticia,

esa que no acepta un amor de miradas compartidas

y de abrazos que rompen las líneas maestras de la luna.

 

HOMBRE 1:

Yo quiero ser el hombre y ser todos los hombres.

Ser ese hombre que un día fue marcado con una cruz en la espalda,

el que llevó un triángulo rosa en el campo de concentración

o quien vio su nombre en una de las treinta mil fichas de la Gestapo

o en las recopiladas por la Ley de Vagos y Maleantes.

Yo quiero ser ese hombre que tuvo que correr por las aceras

y en silencio curarse las heridas y limpiarse las lágrimas,

esas que nunca derraman en público los hombres.

 

HOMBRE 2:

Silencio. Silencio. Silencio.

Afuera se escuchan sirenas. Aquí estamos a salvo.

En el silencio. En el silencio cómplice y las miradas oblicuas.

No mirar. No hablar. No protestar.

Silencio. Así. Silencio.

Quedarse así, en silencio... tumbados en silencio,

respirando en silencio, viviendo en silencio,

muriendo, así, poco a poco, en silencio.

Sentados aquí, en medio del teatro, en silencio.

Silencio. Así. En un silencio de hospital, de cementerio.

 

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