Páginas personales

Reseña de Emilio Sales Dasí

Reseña

José Manuel Lucía Megías, Acróstico, Sial Ediciones (Contrapunto), 2005

Por

Emilio Sales Dasí

(2006)

 

Confiesa un famoso poeta sevillano que su vocación artística lo conduce hacia una poesía que “es un acorde que se arranca de un arpa y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso”. Una lírica que “brota al choque del sentimiento y la pasión”. Una lírica que se aparta de las sonoridades, los conceptualismos y las poses convencionales para transmitir una sensación que te embarga, te sugiere y deja su huella en el alma. Mucho de ese espíritu y de ese talante termina traspasando el último poemario de José Manuel Lucía. Después de su Libro de Horas y de esa historia de amor aplastada por el ritmo de la ciudad urbanita; después de su diálogo con el mito clásico, de ese Prometeo encadenado, traspasado de angustia existencial, y de sus memorias tamizadas por la melancolía del Diario de un viaje a la tierra del dragón, Acróstico se presenta al lector como un atractivo recorrido por las experiencias del deseo, tan enriquecedor y humano como la tradición que respalda cada verso y envuelve cada imagen.

            Los fragmentos de Cernuda, Neruda y Hernández que encabezan el libro ya aluden significativamente a los tres grandes temas de la obra: la vida, la muerte y el amor. No nos llamemos, sin embargo, a engaño, si el poeta va más allá de este triángulo para ofrecernos una síntesis superadora de lo que para algunos son ideas demasiado trilladas. Acróstico es, sobre todo, una confesión reveladora del sentimiento, desde el dolor de la ausencia hasta la plenitud de la unión total. El poeta se confiesa ante nosotros sin miedo a mostrar sus íntimos laberintos, sin miedo a utilizar palabras que en su uso ancestral parecen haber perdido su operatividad lírica. El aparece constantemente en cada poema, añorado con repetida insistencia, porque es el faro que orienta las quimeras del deseo. Está ahí para recordarnos la necesidad de la existencia del ser amado, del sentido primero para soportar ese viaje de la vida a la muerte. Está presente como ya lo estuvo en las quejas de la joven doncella de las cantigas medievales que buscaba un confidente en el mar, como ya lo participaban los pastores surgidos de la pluma de Garcilaso o lo buscaba Pedro Salinas más allá de los nombres y las ideas. Si se quiere Lucía Megías vuelve tras las huellas de un sentimiento eterno. Pero no lo hace de manera prosaica y ni poco original. Las situaciones poetizadas nos permiten reconocernos a cada uno de nosotros mismos, pues detrás de cada metáfora nos sentimos invadidos por una familiaridad cotidiana. La experiencia amorosa no es dominio ni de la vida, ni de la muerte (según señalaba Quevedo puede cruzar el río del olvido convertida en polvo enamorado). La experiencia amorosa no es dominio ni del día ni de la noche. Aparece a cada paso, reflejada en múltiples detalles sin trascendencia. El sudor de su cuerpo, las risas cómplices, la cama vacía, las autopistas del deseo, las paredes de un hotel madrileño, ..., cualquier retazo de realidad es válido para entrar en contacto con una pasión para la que los diccionarios no poseen términos que la definan y por lo que termina convirtiéndose en algo inefable.

            Se suceden los poemas y el creador sigue dando pistas de unos gestos que se tornan recurrentes. La lengua es un código formado por signos finitos: por vocales claras, relaciones léxicas o frases copulativas. La lengua es un sistema lógico bien conocido por el poeta, aunque también puede transformarse en algo más que instrumento expresivo. En sus manos los signos lingüísticos forman parte también del orden instituido, se configuran como objetos poéticos o integran el caudal retórico de las estrofas. La lengua puede ser, asimismo, vehículo para urdir un entramado lúdico, sin descartar las connotaciones semánticas que tiene su hábil manejo. Gracias a él, quien habla puede confiarnos sus temores a través del juego de contrarios, puede desatar sus ímpetus personales con unas imágenes que surgen a borbotones y se enlazan mediante el polisíndeton. La pasión no admite reglas, ni puede ser reducida a los rigores de la métrica, a pesar de que Lucía Megías se atreve, con todos sus respetos, a echar mano de las formas clásicas y sale triunfante en el empeño. Como decía Bécquer, las cuerdas del arpa suenan y las vibraciones configuran una armonía que sale de muy adentro. La intimidad tiene entonces sus propias reglas y el poeta puede expresarla de modo hiperbólico o recurriendo al ritmo del verso libre que ha sido sometido a una minuciosa gradación repetitiva.

            Inspirado por los libros, por la memoria, por los golpes de deseo, el juego poético que se instaura en Acróstico rebasa las fronteras del título. El lector puede hallar en sus versos, en una geografía tan real como sublimada, un presente atemporal que se plantea con un ansia de comunión con el mundo a través del ser amado. Desde la naturaleza disfrazada de rosa o vestida de una incómoda zarza, pasando por las iguanas y las lunas pálidas, los ecos de la literatura precedente alientan silenciosas en un nuevo universo creado a expensas de un sentimiento que el poeta transmite de forma tan sencilla como profunda: “En esta tierra tu nombre es una plaza, /tu sonrisa, la avenida en que me pierdo”. La vida y la muerte trazan un camino donde todas las direcciones confluyen en una y que puede ser franqueado de muchas maneras. Pero a día de hoy todavía sigue siendo interesante expresarse a la forma neoplatónica, deseando la unión con el tú, para fundirse en su cuerpo y escapar a los sin sabores de una existencia que sería un simple sueño si el deseo no vislumbrase su meta.