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Prólogo de Rosa Navarro

Prologo

por

Rosa Navarro Durán

 

Para navegar por el mar de sentimientos que forman las palabras de este Acróstico, la mejor brújula es un poema de Las mil y una noches; hay que ir a la noche quinientas sesenta y una, para oír de boca de Sahrazad unos versos que dice Sindbad el marino “No envíes a tu mensajero si se trata de un caso difícil: el alma no tiene más mensajero que ella misma”. Si se unen estas palabras a las que aparecen en el pórtico de la obra, no hace falta más equipaje.  Se podrá aprehender en seguida la forma del poemario, sus tres partes; la vida, la muerte, el amor: las tres heridas. Y saber de su contenido gracias a la clave del “acróstico”, cuidadosamente formado en ellas: “Solo escribo para decir te quiero”. Cernuda y Neruda –y la rima es aquí puro azar– hablan de la manera de amar, pero sólo empiezan a decirlo, en ese mar de blancura que rodea sus versos, cuando regresamos a ellos después de la navegación por Acróstico, después de llegar a la “Oración final”, en ese instante en que aparece el ser amado “y todo vuelve a recuperar su sentido”.

         José Manuel Lucía Megías recoge en su libro toda una tradición literaria y sus procedimientos retóricos, en los que a menudo hace descansar la estructura de sus poemas. Y con el oro de muchos versos, bien cernidos, enriquece la estofa de los suyos, que hablan intensamente de amor y lo hacen de forma nueva, nunca usada. Se leen guiños literarios que van de Espronceda  –sus “diez cañones”– a Bécquer –“Iglesias de amor”–, y desde Salinas a García Lorca; sólo así la escritura consigue esas velas de seda, esa jarcia de cendal que calma la mar y amaina los vientos. Sólo se oye ese cantar si se ha acompañado al marinero en su anterior periplo; pero, si no, puede oírse también otra música.

         Las paradojas, los opósitos definen el estado amoroso –“in questo stato son, Donna, per vui” dijo Petrarca–, y Lope de Vega y Villamediana recurrieron a los infinitivos para decirlo de nuevo. “Ir y quedarse, y con quedar partirse, / partir sin alma y ir con alma ajena /...es lo que llaman en el mundo ausencia” dijo el poeta madrileño; y don Juan de Tassis: “Determinarse y luego arrepentirse /...efectos son de amor: no hay que espantarse”. De ellos parte “Obsesión”:

Moverme para quedarme a tu lado.

Pararme para poder alcanzarte.

Odiarte para que me sigas amando.

Amarte para que no dejes de amarme.

Hablar para quedarme con tu silencio.

Callar para poder escucharte.

 

 Y en ellos se cifra el “Decálogo de torturas”: “Y verte y no verte, / mirarte y no mirarte”. Y se asoman Tántalo y Orfeo con su tormento a cuestas: el primero intentando llegar al agua que toca y no puede beber; el segundo en ese camino tan largo y tan corto que va del reino de las sombras a la luz, luchando por no mirar a Eurídice para no perderla y perdiéndola en ese instante por no mirarla. Si Lope enumera los tormentos de los que penan en el Hades, “terribles penas son”, para encarecer la suya,  José Manuel Lucía se apoya en los opósitos para llegar a la misma vivencia: “No conozco mayor tortura”.

         Las imágenes irracionales irrumpen a veces en cascada. En “Oración primera”:

 La frente se me inunda de mariposas negras.

 Las palabras son alfileres, picantes alfileres,

 y mis dedos, las yermas de mis dedos, su destino. [...]

 La luna es una vocal abierta semidesnuda

 y tu cuerpo una promesa de agua en el desierto;

 

Se puede cerrar los ojos y ver la negrura de las mariposas, de los monosílabos de las lágrimas, para unirse al texto en su ruego: “...no me abandones. / Ahora no. / Ahora sí que no”.

En “Loco por la escritura”asoman de nuevo fulgurantes imágenes engarzadas: “Mi nombre ya no se escribe con letras; / con aire sonoro de las iguanas, / con lunas pálidas de escaparates, / con libros abiertos bajo las mesas”. Y descubren sonoridades insólitas, asociaciones bellísimas, en las que estalla la música o el sentimiento.  Las mismas palabras, o su materia –las vocales, a veces– se convierten en reflexión, en asunto, a la vez que siguen diciendo, hablando del amor, que es la única razón de la escritura y su único destino.

        

1. Las palabras y el amor

         “Solo escribo para decir...”: la vida, la muerte. Así lo señala el acróstico. Y el poeta comienza a escribir, a decir “Sin palabras”. Es el estado anterior a todo, porque la voz se la debe al tú, al ser amado. Está en un paisaje urbano que hemos visto en mil imágenes reales o cinematográficas : las autopistas, las estaciones de servicio, el solar donde se juega al fútbol, “el hogar de refugiados / arropado por las mantas de los amigos / con un whisky en la mano como una sonrisa...”. Pero todo ello es paisaje interior porque son “las autopistas del corazón, / dejando atrás las desviaciones de la esperanza / y las estaciones de servicio de los sueños”; y es “el solar de la desidia y del conformismo”. Salinas ya pintó con sentimientos un paisaje  romántico, veía a su amada “los brazos apoyados / en una barandilla de recuerdos, / una tarde inclinada /sobre ese lago azul que llevas dentro”. José Manuel Lucía crea, en cambio, la visualización de un estado de ánimo, una hipotiposis, con retazos de imágenes recortadas de películas, de reportajes o de viajes por un mundo contemporáneo. Y de pronto, aparece el amor –“Ha sido, ocurrió, es verdad”–, y el poeta describe el momento en que va a cambiar el mundo porque su mirada va a ser irremediablemente otra: “...y entonces te vi bajar las escaleras de aquel bar”, y los escalones llevan al centro de su corazón. Pero ya no son escalones, sino que él se abre paso por las aguas, repitiendo la licencia divina que hizo doméstico al mar Rojo, aunque el color se refugie esta vez en “las copas semanales”;  y el poeta contempla el gran milagro desde un solitario refugio, “desde el faro de un rincón perdido”, que va a abandonar en seguida, en cuanto recobre la palabra perdida.

         Las palabras son alfileres, y la oración copulativa una sonrisa; las palabras están todavía huecas, aún es el poeta un Lázaro en la tumba. Necesita esa acción que tantas veces se repite en los libros de caballerías –por los que se pasea, por cierto, como en familia José Manuel Lucía–, “tomar de la mano”: “Tómame de la mano y resucítame: / me he quedado sin palabras al conocerte”. Cuando haya abandonado el faro, cuando haya recobrado el habla, cuando el ser amado le haya tendido la mano, le ofrecerá infinitivos –vestirte, comerte, bañarte, beberte, untarte–, y borrará “con gomas de [su] recuerdo” el adverbio en que se ha convertido el tiempo.

         La distancia llena de ausencia poemas; un invento inverosímil, el teléfono, la corta: “Y tu voz por los hilos del teléfono, / tu voz por los siglos y por los siglos”. Es casi una jaculatoria que atrapa la alegría del milagro.  Salinas señaló en un mapa la distancia que el teléfono vencía: “Sólo / nos separaban diez ríos, / tres idiomas, dos fronteras / [...] Me llegabas, / en alambre, por tu voz”; José Manuel Lucía acude a la medida y a la paradoja: “ausente, como dos mil kilómetros, / a mi lado, como el tacto de un beso”. Esos besos que serán “como tatuajes” en otro intenso poema, donde se deja llevar “por la marea / de sílabas que escriben un te quiero”, hasta ahogarse “en un te necesito”. Las palabras sólo cobran sentido en la tercera herida, en el amor: “Sólo escribo para decir te quiero”: ese el sentido del libro; esa es la firma del poeta, donde se lee su nombre en el acróstico.

          Seguirá buscando las palabras “en el desorden del diccionario”; aunque lo que anhela encontrar en ese su lugar de descanso, en ese sueño que es imagen de la muerte, “cementerio de palabras”, es sólo al ser amado: “Viajo por el diccionario buscando definiciones de tu cuerpo, / adjetivos que me sirvan para vestir de carnaval tu ausencia”. “A vueltas de tu cuerpo” es a la vez un viaje a las entrañas del diccionario y un juego divertido; al gusto por pasar las hojas, en busca de esa sorpresa que a cada esquina surge con el hallazgo de palabras insospechadas, se une el objetivo imposible como excusa: a encontrar “apellidos con que colgar los carteles de las horas que no pasan”. Primero las palabras se amontonan para crear música, aliteraciones : “a unos les evoca susurros de eses siseantes” [...] a otros, esa palabra se les ha convertido en un alegre zumbar”; y el lector encontrará en el poema los susurros, el zumbar. Y también ese verso espléndido: “Los manuales de infracciones nunca se escriben con las mismas palabras”. Luego el poeta dejará el juego; y “las autopistas de tres carriles del diccionario”, por las que viaja, se convertirán no en lugar de encuentros azarosos, sino de la búsqueda de ropajes verbales para el cuerpo amado. Pero no está, y las páginas ofrecen sólo el hueco, la inutilidad de las palabras solas, sin sentido: “¿Para qué sirven las palabras cuando tu nombre inunda el diccionario?”. En él está en cifra todo significado.

 

2. La luz de dos palabras

El gran mensaje, para decirlo, para oírlo, es te quiero: las dos palabras susurradas con el aliento iluminan; y a la luz de esa sinestesia, el poeta escribe, porque Acróstico es un gran poemario del amor feliz, a pesar de la distancia. Desborda sensualidad: en esas “Rosas nocturnas”, en donde el tú susurra “un te quiero”; en “Retos del viaje”, donde “la saliva va marcando la geografía sinuosa del deseo”, donde la búsqueda incesante del gozo empieza y termina y comienza de nuevo en el cuerpo del ser amado, en viaje infinito: “¿Nunca terminará este buscarte aún teniéndote a mi lado?”. El poeta llena de delicias de los sentidos ese viaje sin estaciones : “el viaje te rodea, te abraza y se pierde en tu cintura”.

Incluso en el recuerdo, en plena soledad, en la medianoche de una ciudad insomne, que se ha ido preparando para ello, para que él pueda entregarse “al ritual de la ausencia”, hay“Espejismos”, con colores significativos, con sensaciones  ajenas, con música de otros: 

Una medianoche de besos arrastrados en copas heladas,

de labios que dejan impreso su tatuaje en los bordes

de las copas que se llenan de los colores del arco iris,

de ese hielo que tirita en la cuenca de las manos

y de esos dedos que se mueven al compás de la música.

 

Y el polisíndeton, que fue instrumento para enlazar lo que estaba en la ciudad, lo que era ese espacio tan ajeno, se convierte en estrecho abrazo de verbos, de pronombres, de palabras en ese “pensar todo apretar, nada cogiendo”: “Es medianoche, / y te recuerdo y pienso en ti y me olvido de las horas... / y te escribo y me duermo y me sueño en tus brazos...” Como diría también Petrarca –además del divino Aldana– “e nulla stringo e tutto ´l mondo abbraccio”; pero al yo poético de Acróstico le acompaña la ausencia del ser amado, lleva en el oído su voz, lleva la forma de su mano en la suya, sus besos en los labios: “y te miro y me sonríes y te susurro un te quiero...”. Aunque a veces es más honda la ausencia que el soñar; y el tiempo se disipa, se diluye en la nada.

Los días en los que tú no estás cerca

se pierden en la memoria de los siglos

en que mis labios conocieron tus labios.

 

Pero hay otras noches, en las que él incluso se siente capaz de lo más alto, de escribirle “un poema de amor”, porque las comparte con el ser amado. La noche es entonces un grito de júbilo, él se siente con fuerzas para las mayores hazañas: “de acabar con las banderas que confunden de colores las aduanas, / de quemar tantos inútiles acuerdos de órdenes mundiales”. Y en la enumeración extiende su mapa social, su estar en el mundo; aunque se olvide de ello –de todo– en la noche de amor, “que no es realmente noche”,  porque la ilumina “el sol ardiente de los dedos de tus caricias”, que le lleva al encuentro con esas dos palabras que son el libro, su motivo, lo máximo de lo que se siente capaz, y que es también el poema: “te quiero”.

 

3. Final

En toda navegación, el pasajero escoge una isla o varias para pasear un rato, para dejarse llevar por ese río subterráneo a las entrañas del sentimiento. Una podría ser “Amor eterno”. La anáfora conduce y organiza: “Y pensar que...Y pensar que...”; se repite en otra forma: “entre los millones de habitantes de Madrid, / entre los que corren detrás de los trenes, / entre los que se equivocan en el laberinto del metro”. Y todo el hormigueo del número es inquietud en la soledad, es “el infierno de tu ausencia”: el mundo está vacío aunque rebose; no hay nadie entre millones. El reloj se ha puesto a andar al ralenti; se nota “en la interminable circunferencia de los segundos”. Y entre tanta prisa, entre tanta gente, en Madrid precisamente, nadie tiene su nombre; es decir, nadie se llama: “¿Acaso no me anunciaste amor eterno?” El infierno de la ausencia se enrosca en la muñeca del yo poético, que abandona una vez la plenitud  y el gozo para vestir trajes de duda.

Y otra isla, ya la última en esta navegación que se acaba para poder reanudarla una y otra vez: “El poeta imagina un mundo perfecto”. Y es mejor llevar en esta ocasión, como el cervantino Tomás antes de ser de vidrio, un Garcilaso sin comento; sobran las glosas:

         En esta tierra no hay hirientes lanzas

         de jabalí y las gaviotas de saludos

         se agitan en los balcones –rojos, negros–

         de la esquina deshabitada del deseo...

 

Si hay alguien en esta aldea de todos que no conozca el arte de amar, que lea estos poemas y que ame: arte regendus Amor.