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Prólogo de Caterina Ruta (2017)


Caterina Ruta,

Prólogo

El único silencio

(Poesía reunida, 1998-2017)

Madrid, Sial Pigmalión, 2017, pp. 11-34.

 

Para definir en dos palabras la recopilación de casi toda su poesía, publicada e inédita, José Manuel Lucía Megías ha elegido un título intrigante, que sugiere unas interpretaciones y asimismo, como toda buena literatura, deja abiertas otras: El único silencio. La continuidad expresada por el adjetivo ‘único’ confirma un itinerario que acompaña la vida del poeta en todas sus experiencias existenciales, incluso las infantiles y juveniles que se evocan solo pocas veces. El mismo adjetivo sugiere que la poesía necesita el silencio o lo provoca: lo necesita cuando las vivencias han superado la urgencia del presente y, pasadas por el filtro de la depuración, se pueden comunicar a los demás; lo provoca porque para leer poesía hay que apagar los ruidos exteriores e interiores y dejarse arrastrar por las nuevas emociones que su lectura suscita.

Por otra parte en los versos de Lucía Megías hay otros silencios: el silencio personal, el de lo que no se quiere admitir o compartir respecto a su propia vida, y el silencio público, ese callarse frente a los crímenes sea individuales y sea colectivos, que la sociedad ha mantenido y sigue manteniendo no obstante las manifestaciones de horror demostradas con palabras retumbantes. Desde los primeros poemas hasta los últimos (algunos de ellos, como Los últimos días de Trotsky, no recogidos en este libro), la indignación por la cómplice indiferencia del mundo civilizado, sobre todo occidental, constituye el hilo rojo, que, juntos a otros que se irán descubriendo en las páginas siguientes, da coherencia a toda su actividad poética.

En un trabajo anterior coloqué a Lucía Megías en el canon de la “postmodernidad” por ciertas características de su obra, como son el culturalismo, el narcisismo, el edonismo, la poesía de la experiencia[i]. Con el tiempo las definiciones van cambiando y hoy en día se podrían añadir otras, tan efímeras como las ya nombradas, y por consiguiente no necesarias. Y con todo, Lucía Megías subraya, por ejemplo, el compromiso civil y social del hombre, cuya actitud se opone con firmeza al lema del ‘individualismo’, proclamado por los teóricos de la “postmodernidad”.

Sigo considerando, por otro lado, su poesía como literatura neobarroca[ii], justificable por algunas características propias de sus composiciones. El frecuente uso de figuras retóricas típicas de la poesía barroca, la constante reflexión metatextual y el gusto por lo espectacular atestiguan la peculiar atención del poeta en la composición de sus poemas en un ámbito que con suficiente convicción se puede definir ‘neobarrocco’. Las alusiones a versos de Góngora o a su nombre, diseminadas en todo el corpus poético de José Manuel, llegan a su climax en uno de los últimos publicados, el poema «Soledades» (p. 421-422), declarado homenaje al autor cordobés. A su obra se habían inspirado también los poetas de la Generación del 27, cuya atenta lectura alimenta la producción poética de Lucía Megías. De García Lorca a Cernuda, de Aleixandre a Alberti, sin olvidar a Jorge Guillén y al Neruda de Residencia en la tierra, los rasgos surrealistas y expresionistas de sus composiciones, se transfieren, oportunamente actualizados, a los versos de nuestro poeta[iii].

Todo lector de la obra de Lucía Megías se da cuenta de que la figura retórica más utilizada, diría explotada, por él es la ‘repetición’ en todas sus variantes[iv]. El poeta maneja la anáfora, el paralelismo y la aliteración con propiedad absoluta no solo por su conocimiento académico de la literatura clásica y moderna, española y extranjera, sino por una inclinación personal que necesita apoyar en algún elemento lexical o de la construcción del poema la manifestación de la idea básica de su inspiración.

Cono ocurre en cualquier metáfora canónica, también en las que enriquecen su poesía se evidencia la transmisión de características de un mundo a otro, destacándose la personificación de los objetos inanimados o abstractos y, en medida inferior, de los animales, sin excluir la posibilidad de animalizar también las cosas. Esto depende de la relación existente entre el poeta y el entorno que lo circunda en las diferentes circunstancias que se evocan en cada composición. Una mirada transversal transforma un objeto ordinario en un elemento significativo del discurso poético. A continuación doy algunos ejemplos:

 

La rosa cuando sueña en medio de la noche

deja entrever un olor de mariposas (p. 104)

 

Y ladran en sus celdas los perros de la angustia (p. 109)

 

Pero un pregón es también una invitación a las fiestas,

una invitación al canto de las piedras

que agonizan bajo el infierno del asfalto, (p. 181)

 

y presiento que el tiempo se ha olvidado de nosotros (p. 212)

 

Las tripas del despertador son ácidas y corrosivas (p. 352)

 

En general Lucía Megías se expresa en el verso libre y largo, que le permite dejar fluir el curso de la materia que se afana en su interior para encontrar una salida, lo explica perfectamente Fernado Gómez Redondo, en su «Prólogo» a Tríptico, que el mismo autor cita en sus «Notas textuales».

La ‘poesía de la experiencia’, definición atribuida por Luis García Montero a ciertas facetas de la producción postmoderna[v], está en la base de la estructuración del primer libro de José Manuel Lucía Megías. “Un nuevo amanecer se ahoga en el despertador de las siete y media” con este verso empieza Libro de horas, que desarrolla los acontecimientos de un día a partir de las 7,30 de la mañana y que acaba a la 1,00 de la madrugada. El libro arranca con la pregunta “Pero ¿hasta cuándo seré capaz de sobrevivir a tu silencio?” y con ella misma se concluye, o mejor decir no se concluye, dejando abierta la posibilidad de una contestación. ¿Cuántos de nuestros días no consiguen solucionar los problemas que nos agobian en el curso de las veinticuatro horas? No me gustan las preguntas retóricas, pero creo que justo la ‘poesía de la experiencia’ ayuda a entender el valor transcendente de los eventos cotidianos, que, insignificantes en apariencia, marcan el proceso existencial de cada ser humano con huellas profundas. Obligado a vivir entre el regular y trivial avanzar del día y su propia condición anímica, el sujeto poético transfiere en el mundo exterior las pulsiones y los desconciertos que lo agitan, y lo hace utilizando el verso libre, que le permite secundar el ritmo de sus emociones. La versificación de Lucía Megías, en este libro, alcanza una experimentación no común que se sirve de los aportes de la tradición clásica junto a la lección de las vanguardias históricas. Dado el tema del transcurrir del tiempo (el inexorable ‘calendario’ que señala la división en días, semanas, meses), parece que la oscilación entre versos de dos sílabas y los de 20 siga el movimiento de la experiencia: hay minutos que son eternos y otros que se escapan rápidamente.

Presentaré unos ejemplos solo para acompañar al lector en su entretenimiento. Una de las estrofas de «8’15 horas» ejemplifica claramente la oscilación que acabo de señalar:

 

Sin nariz,

sin ojos,

sin boca,

sin oídos,

sin piernas,

sin brazos.

Sólo pecho atormentado dentro de la cárcel de una camisa de mármol.

 

La experimentación se conjuga con la lección de los poetas del Siglo de Oro cuando en «10’00 horas» el uso de la anáfora y del paralelismo logran una extrema intensidad en la extensión de tres páginas. En su comienzo el poema proporciona una muestra ejemplar de los recursos técnicos desplegados por el poeta:

Me alejé de tus labios

...

Me alejé de tus brazos

...

Me alejé de tu cuerpo (p. 21).

 

Desde el verso 17, con la exclusión de los últimos cuatro, todos empiezan con la preposición ‘para’, seguida, en la mayoría de los casos, por un infinitivo, positivo o negativo. La opresiva repetición de la misma palabra transmite al lector la especial vivencia del yo, obsesionado por los fantasmas sentimentales y eróticos en un día que no le concede paz (pp. 21-23)[i].

En las otras composiciones el poeta aprovecha las posibles combinaciones de la anáfora pasando, por ejemplo en «22’30 horas», del polisíndeton a expresiones más complejas en la segunda parte y variaciones cuidadosamente encadenadas alrededor del sintagma este tiempo. Los correspondientes paralelismos contribuyen a reproducir tanto en la forma gráfica como en la lexical el deseo del yo de circundar con una cadena de abrazos a la persona amada: “Y me gustaría encadenar estos versos como un abrazo, / uno detrás de otro” (p. 42).

En el poema «24’00 horas. Dejarse morir» Lucía Megías trata un tema poco frecuente en su poesía: la figura del padre, un padre buscado en los recuerdos porque la muerte lo alejó demasiado pronto de la familia: “Te fuiste antes de que pudiéramos mirarnos cara a cara, / antes de que tuviera tiempo de poder descifrar el matiz de tu sonrisa [...] Te fuiste en un silencio que ensordece las horas del día, / que me persigue en este último acto que ensayo con tu presencia.” (pp. 47 y 48). Su silencio y su ausencia han atormentado la primera parte de la vida del poeta, con la mediación del tiempo se ha ido reconciliando con su presencia, aunque solo imaginada, y consigue desahogar su dolor: “Las lágrimas que no te lloré entonces ahora me inundan.” (p. 47). Lágrimas que se evocan también en el poema «A mi padre, que nunca estuvo en Roma» de Cuadernos de bitácora: “Lo sé, día a día, minuto a minuto lo repito: / me faltaron lágrimas para llorarte, querido padre; / me faltó corazón para empezar a sufrir tu ausencia.” (p. 165).

La falta de la presencia del padre en la infancia, sin embargo, dejará un persistente deseo de la protección no recibida en su momento, que se manifiesta otra vez en un inédito de 2013: “Las manos del padre deben ser grandes y fuertes, y grandes.” y “huérfano para siempre de esa mano grande, fuerte del padre.” («La cuna verde. Homenaje a Emilio Poblet», p. 417 y p. 419).

La explícita referencia a la tragedia de Esquilo de Prometeo condenado, segundo libro de Lucía Megías, no se ciñe al solo tema tratado, sino que respeta también la forma del diálogo y la presencia de un coro. Ni faltan acotaciones que ayudan al lector a visualizar lo que las palabras sugieren. Sin transformarse en prosa poética el verso se alarga de manera desmedida hasta exigir que la página se imprima en el sentido horizontal en su primera publicación en 2004.

En los diez cantos que componen el poema, con la excepción de los I y VII, Prometeo dialoga con un personaje siempre distinto que, bajo nombres genéricos come exiliado, mujer, refugiada, hombre, anciano, exhibe su proprio drama, los dramas del hombre contemporáneo, incomparables con la tortura del titán, representado encerrado en su ufano egoísmo, aislado de las penas y los sufrimientos de los demás: [Coro de Oceánidas] “…y hablas, hablas y hablas, / atrapado en la circunferencia monótona de las miserias cotidianas,/ encadenado a la roca de tus miserias, que son hormigas, diminutas hormigas,/ que encierran las insignificantes tragedias que te destrozan los días.” (p. 82).

El diálogo se desarrolla en las horas nocturnas, cuando este Prometeo no deslumbra ninguna posibilidad de abandonar las rocas y las cadenas, bajo la constante amenaza del fantasma del águila. En el último canto, el anciano en su largo monólogo le reprocha a Prometeo la vanidad de sus palabras, la repetición del verso “Hablas, hablas, hablas y hablas”, en el disolverse de las vocales y de las sílabas que lo forman, invita al silencio y el titán por fin lo entiende y contesta subrayando la necesidad de callarse:

 

¡Silencio! ¡Silencio!

Que ha llegado el momento de cerrar lentamente los ojos,

de dejar caer lentamente el telón de las últimas palabras,

telón que sólo es capaz de reflejar, lento, lento, los interrogantes de nuestros ojos...

¡Silencio! ¡Silencio!

ha llegado el momento de dar la vuelta a las cartas,

de comenzar la huelga de los pulmones mientras comienza la espera... (p. 82).

 

Silencio confirmado por el Coro de Oceánidas y por el verso final que reza “un último gesto sin palabras…”. En la acotación conclusiva, sin embargo, se lee que detrás del telón se entrevee el amanecer y un niño que vuela sonriendo hacia la izquierda, como en un cuadro de Chagall, y: “Solo se escucha el ritmo acompasado de unos párpados que se han cerrado y que duermen; duermen soñando que amanece, que, una vez más, el amanecer parece estar cerca” (p. 87). Aunque de forma aún incierta el nuevo día anuncia la posibilidad de soñar con una vida sin torturas, sin los sufrimientos causados por los antiguos crímenes, siempre actuales en una sociedad que no quiere redimirse.

Por otra parte el poeta no ignora que en su obra Prometeo liberado (drama lírico en cuatro actos, 1820), el poeta inglés Percy Bysshe Shelley opone otro final a la tradición mítica y el drama del Titán se concluye con su victoria contra Zeus, símbolo del mal, por fin destronado, y con el triunfo de la sociedad del Bien gracias a la intervención de Heracles.

El interés de Lucía Megías para el poeta inglés se manifiesta también en el inédito de 2003 Wake the Serpent (pp. 343-346), cuyo título remite a uno de los versos más conocidos de Shelley. El poeta impreca contra la prohibición de no despertar la serpiente, porque hasta que el reptil no encuentre su camino “Ninguna esperanza, ninguna ilusión, ningún sueño ha de sobrevivirnos”. Pero el inicio del milenio no ha resuelto ningún problema, ni individual ni cósmico, y el poeta se encuentra mirando la foto de una cabeza cortada, que con su sangre recuerda las crueldades que se siguen practicando contra los hombres. El canto inédito, que en esta edición aparece en el «Apéndice», insiste en la figura del padre, un padre condenado a morir y que el hijo no ha salvado por su silencio y sus lágrimas. De este padre Prometeo no recuerda ni una caricia, sin embargo hubiera querido refrenar su pasión irracional tras la razón y la duda que lo hubieran podido salvar de la muerte. Zeus, el padre, o los hombres poderosos están amenazando interrumpidamente la condición humana, que como Atlante, soporta un gran peso en sus hombros en la tenaz espera de poderse liberar.

Volviendo a Prometeo condenado, desde el punto de vista estilístico, ya se ha recordado la excepcional medida de los versos que fluyen enfrenados, sin embargo, por el uso de numerosas anáforas que, junto a los paralelismos, se suceden en todo el texto. En cuanto al aspecto lexical, en cada canto prevalece un área temática en relación a los personajes que actúan, dejándose un lugar privilegiado a las imágenes correspondientes a la condena y tortura del Titán. En el final se enfrentan los dos núcleos del ‘hablar’ y del ‘silencio’ que no solo estructuran los significados de Prometeo condenado, sino que alimentarán los poemarios siguientes por no cesar los motivos civiles y políticos que ofenden la libertad de la humanidad.

Acróstico (2005), el tercer libro publicado de nuestro poeta, ya en el título anticipa el deseo del autor de jugar con las palabras, que quiere utilizar exhibiendo su riqueza lexical y aprovechando sus funciones gramaticales y sintácticas.

La actual organización de esta antología nos remite al lejano 1998, cuando José Manuel compuso una Gramática humana en cuyos versos la sabiduría lingüística y la metáfora de los contenidos se soportaban recíprocamente. Merece la pena dedicar algunas líneas a comentar lo que, bajo una mirada jocosamente lingüística, se presenta como conjunto de poemas de amor. Entre los pronombres personales sobresale el tú (“que tú no eres tú sino ese fantasma de ti”, p. 336), mientras que con los adjetivos ordinales se establece una comparación entre “doce millones de esmeraldas” y “doce millones de niños que este año morirán” (p. 337), oponiendo al lujo y al despilfarro de los ricos la extrema falta de recursos de los desheredados. La familiaridad con las experimentaciones, antiguas y modernas, le empuja a componer una estrofa con adjetivos que empiezan todos con ‘i’ (Mi vida es una soberbia mentira, / inesperada, inexpugnable, inexperta,...”, p. 338); o a invertir el normal significado de los adverbios de tiempo (“Nunca te lo había confesado antes, / mas hoy, ahora debe ser el instante, / mañana será demasiado pronto, / demasiado tarde habría sido ayer.”, p. 338) y en fin utilizar «Dos infinitivos» para homenajear los padres de la vanguardia:

 

Despertar

                        en medio de la noche

Dormir                                                           y recordarte.

                        toda la noche                                                   Más allá del sueño.

Ahora nos toca otra vez volver atrás y descifrar el acróstico del tercer libro. Leyendo el verso “Solo escribo para decir te quiero”, descubrimos el objetivo del poemario, pero quedamos perplejos frente a la sencillez del mensaje. De hecho el poemario tiene una construcción rigurosa y excepcionalmente culta que, junto al tema del amor, manifiesta las lecturas poéticas preferidas de Lucía Megías. Anticipando una referencia al “Prólogo” de Jaime Jaramillo Escobar para Canciones y otros vasos de whisky ( p. 9) que afirma: “No es nada fácil ser poeta español en este 2006, con tan grandes voces acosándolo desde un pasado portentoso que la Historia reverencia por considerarlo insuperable”, se aprecia la calidad de las selecciones obradas por nuestro poeta. Para detectarlas no se puede prescindir del esmerado “Prólogo” de Rosa Navarro Durán (Acróstico, pp. 9-16). Con su guía se reconocen las evocaciones de los poetas del siglo XX: Neruda, Cernuda, Salinas, García Lorca. Añadiría a Gerardo Diego sea por el tema amoroso sea por la riqueza lexical que caracteriza su poesía, y también a Jorge Guillén, porque en la continua tensión que agita la vida de este yo, en Acróstico se encuentra algún remanso en el que los versos se distribuyen con una calma difícil de encontrar en otros libros[i]. La conclusión de «Oración final» nos entrega la cifra del poemario:

 

Pero entonces apareces tú, siempre tú,

Y me abrazas , y me sonríes, y me besas,

Y me miras con tus ojos sonrientes

Y todo vuelve a recuperar su sentido.

 

Al principio Dios creó los cielos y la tierra (p. 104)

 

Retomando el hilo interrumpido de las lecturas preferidas por el autor, según las sugerencias de Navarro, se observa que, respecto a los poetas del XIX, a la explosión romántica de Espronceda –sus “diez cañones”– se acompaña el delicado sentir de Bécquer –“Iglesias de amor”–, autores que necesariamente deben salvarse del olvido entre los de un siglo no muy rico en manifestaciones líricas relevantes. Pero son los poetas del Siglo de Oro como Garcilaso, Lope de Vega, Villamediana y Juan de Tassis, que Rosa Navarro recuerda sobre todo, porque en los versos de Acróstico se vuelven a proponer los paralelismos construidos de manera muy rigurosa con los infinitivos con el resultado de crear repetidas oposiciones entre actitudes positivas y negativas. Siguiendo sus sugerencias, no se pueden que evidenciar por su ejemplaridad los poemas «Obsesión» y «Decálogo de torturas», en los que asoman el amor y el desamor, la unión y la separación, la felicidad y la angustia: “Y verte y no verte, / Mirarte y no mirarte, / Sentirte y no sentirte”. Y en el contraste de los estados de ánimo en conflicto, que torturan al sujeto lírico, emerge la lección de Petrarca, confirmada por el uso de las estructuras del soneto y de la canción, si bien manejados de manera muy personal:

 

[...] nada más que en mi recuerdo.

 

Abrazarte y no abrazarte,

Besarte y no besarte,

Acariciarte y no acariciarte

Nada más que a tus recuerdos.

 

Verte y no abrazarte,

Mirarte y no besarte,

Sentirte y no acariciarte.

 

No conozco mayor tortura,

¿no se inventó mayor angustia

que amarte y no amarte? (p. 98)[ii]

 

Las tres partes que forman Canciones y otros vasos de wisky (2006), cuarto libro de Lucía Megías, ofrecen al lector una rica muestra de las posibles combinaciones de versos y estrofas que el autor experimenta continuamente. La Canción se carga de alusiones múltiples al referirse de nuevo a la tradición petrarquista y al consiguiente patrimonio culto que el poeta domina perfectamente, y asimismo remite al sentido moderno de la música que diariamente nos acompaña en nuestras acciones. Sí, porque esto es el contenido del libro, un conjunto de experiencias vividas, lejanas y más próximas, de amistades evocadas, de circunstancias celebradas. En la primera sección el vacío y el calor del agosto en la ciudad es también el tiempo feliz de la presencia, mientras el comienzo del mes de septiembre conlleva, junto a una atmósfera más otoñal, el momento de la separación, las «Torturas del adiós». Lo que llama la atención es la refinada habilidad de José Manuel Lucía de fusionar la realidad cotidiana con lo abstracto, creando metáforas, que en el recuerdo de la poesía clásica, nos insertan en el mundo de hoy. En el poema «Fumador» el verso “el aroma del humo del deseo me inunda” (p. 108), la sinestesia de los dos sentidos de la vista y del olfato manifiesta la intensidad del deseo que la presencia del otro suscita. Otro ejemplo es el verso “un sol de telarañas en medio de la noche” (p. 111) que establece una correspondencia entre el astro y la circunferencia (palabra muy utilizada por el poeta) del artefacto del insecto revolucionando la relación día/noche, que es también indicio del estado psíquico. Hay más, una imagen corriente como la de deshojar la margarita se convierte en el verso “voy deshojando una a una tus sílabas” (p. 109), combinando otra especial sinestesia.

En cuanto a los recursos formales en esta primera parte encontramos la exhibición del uso de los alejandrinos, de muy declarada tradición medieval, cuya transcripción gráfica, al separar los dos hemistiquios de siete sílabas, muestra la manera original de escribir estos versos.

En las Canciones, composiciones en general muy largas y de tono narrativo, dedicadas a personas conocidas, amistades del poeta, hombres desconocidos, se celebran eventos y lugares familiares como si se estuviera conversando frente a un vaso de whisky. Amigos conocidos en los viajes, en Madrid como en Colombia, en México como en Inglaterra, amigos muertos y hombres asesinados, parejas que se casan (inédita, pp. 141-142), poetas premiados (inédita, pp. 137-138), compañeros de lecturas caballerescas, amistades que se han alejado, todos estos seres cobran nueva vida en el recuerdo del poeta, que a su vez en la poesía recupera su esencia más profunda: “Vivo en las páginas que he escrito en los márgenes de los cuadernos, / vivo en las palabras que voy encadenando a mis recuerdos, / más allá de mis recuerdos, al otro lado del espejo de mis recuerdos.” («Canción para Peppe», p. 119).

En su variada extensión las composiciones guardan los estilemas mencionados en más ocasiones, que más bien se repiten con creciente intensidad haciendo difícil la elección de unos ejemplos. Véase el juego de infinitivos y de letras que alimenta la tercera estrofa de la «Canción de la lectora de poesía», consiguiendo representar la escena vivida por el poeta frente a una desconocida que en tren está leyendo justo uno de sus libros:

 

Le miro leer y sonreír,

leer y subrayar,

leer y escribir en los márgenes de mi libro,

leer y morderse el labio inferior,

leer y tocar ligeramente sus gafas,

leer y acariciarse una uña,

leer y cerrar a veces los ojos,

leer y agitarse su pequeña nariz de gata,

leer y volver a acariciarse las puntas del pelo,

leer y respirar adjetivos de primavera. (pp. 114-115)

 

El mismo juego se repite en la «Canción de ida y vuelta» (pp. 147-148), perteneciente a las inéditas, entre los infinitivos ‘Llorar’ y ‘Reír’, que con su evidente aliteración enriquecen el poema de una marcada sonoridad. Más compleja se configura la estructura de la larga «Canción para Pepa», en la que distintas anáforas dan el compás a grupos de estrofas de un número variable de versos: "Se diría que...", "Te imagino...", "Y / Y entonces... ", para terminar con las palabras italianas: "Buon giorno, principessa", alusión a la película de Roberto Benigni La vita è bella.

El libro se concluye con el Diálogo entre el ángel y el demonio, ocho poemas de interlocución entre dos proyecciones del mismo ser, que por turno ansía convertirse en el otro: “Sonrío / porque en tus ojos se dibuja mi sonrisa, / se fotografía la sonrisa de mis ojos.” («[La sonrisa del ángel]» (p. 152), afirma el ángel, deseo compartido por el demonio que repite varias veces en forma anafórica “Ser como tú eres” ” («[Envidia]», pp. 153-154). La fusión entre demonio y ángel, las dos caras del ser humano, permitirían alcanzar el único paraíso que la condición laica del poeta deja concebir: “Juntos tú y yo…/ ¿Cómo imaginar de otro modo el paraíso?” («[Demonio]», p. 151).

El viaje, real o metafórico, es otro de los temas que cruzan toda la obra de José Manuel Lucía Megías. No importa si viaja a China o a Roma, a São Paulo o a Alcalá de Henares, a Colombia o a Trento, a Azul o a Palermo, la experiencia se repite con la misma praxis, la exploración de nuevos lugares, de culturas diferentes, de habitantes diversos en el deseo de aprender su historia, sea la de los eventos importantes, sea la de los detalles pequeños (en el recuerdo de don Miguel de Unamuno). El sujeto, sin embargo casi siempre emprende también un viaje a su interior en la espera de encontrarse a sí mismo tras las solicitaciones que le llegan desde los nuevos mundos que está recorriendo.

En Cuaderno de bitácora, Lucía Megías declara lo imprescindible que son para él los viajes y refleja en los poemas que componen el libro las impresiones suscitadas por su vagabundear por paisajes, ciudades, calles, jardines más o menos ajenos a su entorno habitual[i]. El sujeto se enfrenta con lo nuevo y goza los beneficios que la riqueza exterior le regala, pero la novedad estimula también la observación de su estado anímico y el monumento o el hotel, por ejemplo, funcionan como espejos que reenvían sus múltiples facetas, favoreciendo el diálogo o entre las diversas reproducciones del yo o entre el tú y el yo, separados en ese momento por la distancia espacial.

El Cuaderno empieza con el apartado dedicado a la capital de Italia. Las ruinas y las columnas de Roma, el Foro de Augusto, la estatua del ángel, la Biblioteca Vaticana con su obsesivo patrimonio de libros, la Plaza Esedra son las etapas del viaje de un hombre totalmente fascinado por la Ciudad Eterna que al final tiene que abandonar: “Esta noche me despido de tus abrazos, Roma, / de tu sonrisa que creo descubrir en cada esquina, / como la que queda entre Caravaggio y Piazza Navona.” («Despedida de Roma», p. 172). Ejemplo de una vivencia serena del poeta, estos versos alternan con la expresión de momentos menos felices: “dime tú, ciudad de Roma, / ¿cómo se curan, cómo, las heridas de amor?” (p. 169). El silencio nocturno o la lluvia otoñal fastidian al viajero por reflejar la tristeza que invade sus huesos por la indisoluble enfermedad que lo atormenta, el miedo a la ausencia, la angustia de la separación. Junto a lo monumental de la ciudad y asimismo a sus indicios de decadencia, el poeta canta los aspectos comunes y cotidianos que dibujan su cara familiar: los autobuses y los atascos del tráfico, los anónimos transeúntes y las farolas de las aceras, los miles de gatos que circulan por todas partes, los amaneceres y los atardeceres, ahora de fuego y ahora nublados y en el fondo siempre una sensación, el recuerdo de un amigo o de la escena de la muerte del padre (¿cómo no recordar la Roma de Rafael Alberti, muy amada y temida al mismo tiempo?). El conjunto de los poemas, casi todos de extensión más limitada, mantiene un tono que definiría elegíaco, raro en los libros de José Manuel, espía de una experiencia positiva y dulcemente añorada en el tiempo.

En el centro de Cuaderno de bitácora asoman las referencias a viajes por España y por el resto del mundo: Salamanca y Helsinki, Buenos Aires y Azul, Beirut y Ciudad de México son escenarios donde se mueven hombres ilustres (Borges) y hombres comunes (la niña en el desolado paisaje de la ciudad libanesa, o el niño que recoge la colilla en la calle mexicana), donde el atardecer con sus sombras produce el mismo miedo a la soledad, que lo atormenta en sus desplazamientos de Madrid a Salamanca.

La estancia en la capital mexicana le causa una impresión de excesos y desmesuras que transfiere al lector en «Un domingo por ciudad de México» (185-186), repitiendo por 27 veces en forma anafórica el adverbio y/o adjetivo ‘Demasiado/Demasiados’. Frente a esta desproporción el yo lírico, ignorado por la muchedumbre anónima, sufre de manera igualmente excesiva la ausencia del ser amado: “Demasiada tristeza, demasiada soledad / cuando tú estás lejos” (p. 186).

El tono, generalmente relajado, del libro se serena aún más en los poemas de la tercera parte dedicada a China: “Diario de un viaje a la Tierra del Dragón”. Ocasionado por razones profesionales, este viaje le permitió conocer tierras espectaculares y seres humanos especiales. Su evocación favorece las comparaciones o los contrastes con la condición del viajero, que, sin embargo, en esta permanencia se deja atraer casi totalmente por las novedades de una civilización tan extraordinaria como la china. Con tonos y ritmos narrativos las ciudades y los monumentos se desgranan delante de nuestros ojos y compartimos con el autor las visiones de la Plaza de Tian’anmen, del Mausoleo de Mao, de la Ciudad Prohibida con sus puertas, sus pabellones, sus parques y sus estanques. Si el emperador Quialong leyó sus libros en el Pabellón del Disco de Jade en los tiempos de la Revolución Francesa “Ahora son los niños lo que corretean alrededor del estanque / y sus libros de colores han sustituido las estelas del emperador” («27 de octubre: 12’30 horas. En Guozi Jian», p. 198). En este ir y venir de pasado y presente se reflejan los cambios que el país ha vivido en años recientes y que Lucía Megías fija con el énfasis que suele enseñar cuando trata temas de fuerte interés social, en «31 de octubre: 10’00 horas (Lección de historia camino de Yangzhou)» (p. 203):

 

Ya nadie quiere recordar el silencio de las noches, el pánico de los días,

la mirada que se volvía acusación, y los tiros en medio de la plaza,

las cientos de vidas que se cortaron en el segundo certero de la desesperación,

la humillante cárcel de quedarse sin palabras, de convertir en patriótico el silencio,

del cielo que, por momentos, se volvía rojo, espejo de tanta sangre derramada.

 

La insistente repetición de anáforas y paralelismos reaparece solo cuando hay que subrayar algo excepcional, como ocurre en el fatigador viaje a la Gran Muralla, que acaba desplegando a la vista del poeta “la madeja” de la maravillosa construcción de piedras:

 

¿Qué son tres horas danzando sobre el asiento del autobús?

[...]

¿Qué son tres horas si al final el frío de las piedras

traspasa la piel con la caricia galopante de otro tiempo?

 

Nada. Un instante.

Menos que un segundo.

(«3 de noviembre: 11’30-15’30 horas. La Gran Muralla. II. El tramo de Simatai», p. 206).

 

La otra ciudad que conquista al visitador es Najing, que lo acoge con otros monumentos, con sus luces y colores, con su río. Después de la aparente tranquilidad de la noche “Nanjing, por momentos, se va abriendo al azul de un nuevo amanecer. / La ciudad, por instantes, se llena de ruidos y de guiños de ventanas, / de la danza macabra que comienza a bailar el rosario de los despertadores” («31 de octubre: 5’00 horas. Insomnio», p. 202). En el choque con la ciudad asoman las referencias a la circunstancia que ha llevado a un grupo de profesores a celebrar ahí un encuentro cervantino: unos estudiantes han sido elegidos para aprender español; los versos de Salinas, Alberti y García Lorca acompañan al poeta en su despedida “No hay aplausos para festejar el carnaval del español en Nanjing, / no hay lenguas suficientes para abarcar la inmensidad del elogio ...” («1 de noviembre: 18’00 horas. Despedida desde el aire de Nanjing», p. 204).

Entre tantos entretenimientos se insinúa inevitablemente el tema de la ausencia que reduce el placer causado por un viaje tan extraordinario. Una “maldita niebla” que por la madrugada encubre los contornos de las calles suscita el deseo del otro: “¡Qué diferente sería todo si ahora estuvieras a mi lado! / ¿A quién le importaría esta niebla que me empaña los ojos, / esta lengua que dibuja jeroglíficos en cada una de sus vocales!” («27 de octubre: 12’00 horas. Caminando por Guozijan Jie», p. 198). En la composición que cierra la descripción del viaje, la inminencia del reencuentro consigue atenuar la nostalgia causada por el abandono de lugares que han llenado de asombro al poeta. El verso “Llueve sobre Beijing” se repite al comienzo de sus estrofas para marcar la presencia de sentimientos contrastantes, la lluvia se convierte en lágrimas remitiendo a la conmoción del momento de la salida inicial:

 

Nunca termina el viaje cuando parte de tu corazón ya no te acompaña,

cuando el deseo de volver se adelanta a los abrazos de despedida.

 

Llueve sobre Beijing. /

Sobre Pekin cae una lluvia lenta como de lágrimas.

(«4 de noviembre: 10.10 horas. ¿Final del viaje?», p. 114).

 

Tríptico, o el triunfo del número tres lo podríamos definir, incluye «3 Poemas escénicos», «3 Monólogos», «1 Epílogo a 3 voces». Los mismos títulos denuncian la vocación teatral de las composiciones, destinadas a espectadores, reales o imaginados, que tienen que integrar el texto con su reacción emocional y de hecho en 2009 cinco de los poemas escénicos del libro fueron representados en Madrid con el título Del amor y sus sombras.

Compuesto en tiempos diferentes, de 2004 a 2009, y en parte publicado antes, no por eso el volumen falta de cohesión estilística y formal gracias fundamentalmente al predominio de ese carácter espectacular. La polifonía de las voces y la constante presencia de un destinatario, de un tú, imprescindible, si bien ausente, crea desde el principio la condición favorable para la representación. El conjunto, por lo tanto, manifiesta un desarrollo, coherente en el tiempo, de la poética de Lucía Megías.

El ya mencionado «Diálogo entre el ángel y el demonio» de Canciones y otros vasos de whisky, había puesto en evidencia la relación dialéctica entre dos proyecciones opuestas del mismo ser: “Vivir más allá de los laberintos del deseo/ de ese querer que te encuentre el minotauro,/ de ese no querer encontrarte con el minotauro” («[Envidia]», p. 154), anticipando el tema central del primer «Poema escénico» de Tríptico.

«Ángel o Demonio (poema escénico a dos voces)» tiene una compleja construcción con veintidós núcleos a dos voces, gráficamente distinguidas por el carácter tipográfico diverso. Las acotaciones, que se extienden también a los otros “poemas escénicos”, describen el escenario del comienzo y el del medio del poema y los movimientos de los personajes. Muy acertadamente Gómez Redondo comenta en el «Prólogo»: “En cierto modo, el simbolismo que se desprende de las acotaciones –tan poéticas como las que Lorca o Valle perfilan para sus dramas- es el que otorga sentido a este primer conjunto de poemas escénicos:...” (Tríptico, p. 12).

Interpretando las fuerzas positivas y negativas de la conducta del hombre, el Ángel y el Demonio niegan recíprocamente lo que ha dicho el otro hasta que, a partir de la estrofa 12, los papeles se intercambian. La alternancia de formas del imperativo negativo (no me quieras, no me escribas, no me dejes etc.), puestos en posición anafórica, acentúa el ritmo de los versos, sugiriendo el efecto espectacular de la actuación de los actores.

Al releer la acotación inicial en la que el autor se plantea la cuestión «Nunca se sabrá quién es quién, o si realmente son dos, o si realmente es uno solo, ya que todo acaba como empieza... o tal vez ¿empieza como acaba?» (p. 212), mi memoria vuelve al problema que trabajé al examinar la cuestión del incipit y del explicit de una narración[i]. Las reflexiones teóricas sobre este aspecto arrancan de un viejo dicho de Heráclito, contenido en el fragmento 60, que aproximadamente reza así: «El camino que sube y el que baja son la misma cosa». Esta idea se vuelve a presentar en el transcurso de los siglos en otros textos, con variaciones que atestiguan los diferentes enfoques desde los que se considera la oposición vida/muerte. Si la católica reina María Estuardo afirmó “En ma fin est mon commencement”, Thomas S. Eliot, invirtiendo los términos, empieza y cierra su cuarteto East Coker con el verso “In my beginning is my end”. En referencia al pensamiento laico del siglo XX, Samuel Beckett, casi en la conclusión de su comedia Fin de partie, hace proferir al personaje de Hamm el siguiente concepto: «La fin est dans le commencement, et cependant on continue. Je pourrais peut-être continuer mon histoire, la finir et en commencer une autre» (Beckett, 1957: p. 91)[ii]. Son todas afirmaciones que corroboran el estrecho vínculo existente entre el comienzo y el cierre de una vida, y, por analogía, entre los de un texto literario, que también es un acto de creación.

Creo que, a la luz de estas preguntas, podemos volver a considerar las voces del primer núcleo de «Ángel o Demonio» que rezan “Ya no te quiero./ Ya no puedo dejar de quererte.” y que en el explicit del texto invierten su posición: “Ya no puedo dejar de quererte./ Ya no te quiero”. El desdoblarse del yo en esas fuerzas contrarias engendra una forma que se puede relacionar con la visión anamórfica de derivación barroca; la gradual fusión de los rasgos de los dos interlocutores produce una imagen que al final no pertenece a ninguno de los dos y que no resuelve el interrogativo planteado respecto al orden de sucesión del comienzo y de la conclusión[iii]. Al cierre de la lectura quedamos admirados (en el sentido del arte barroco) por el riguroso cuidado del poeta en la organización de las estrofas, basado, en resumidas cuentas, en pocos recursos morfo-sintácticos, retóricos y visuales.

Nacida de la reacción estudiantil a la absurda guerra en Irak, «Dos sombras», la segunda composición del primer tríptico, trata un tema de interés público. La palabra ‘paz’, escrita siempre en cursiva y a la que se agregan múltiples acotaciones, controla el desarrollo narrativo de todo el texto. El yo poético una vez más se desdobla en dos, dos sombras, que de manera inexorable tienen que sucumbir frente a la fuerza de los que gobiernan el mundo: “¿Cuántas barras necesito para formar la palabra paz? / ¿Y cuántas estrellas?” (p. 218). La manipulación hipócrita de los periódicos juega con el significado de las palabras (“¿Te acuerdas cuando las palabras solo tenían una cara? / Decías paz y era la paz”, p. 220) y consigue devorar sus letras para poner en su lugar otras, por ejemplo las de la palabra ‘guerra’. En la abundancia insistente de anáforas, paralelismos y aliteraciones elijo un ejemplo, entre los muchos, en el que la repetición afecta a los campos de la vista y del oído de las formaciones de los vencedores y de las víctimas:

 

sobre el parqué de los Consejos de Ministros,

sobre el parqué de los directivos de las noticias,

sobre el parqué del salón de bodas,

sobre el parqué del niño recién nacido

que llora porque no le gusta el olor a petróleo podrido. (p. 41)

 

No cabe duda que en «Dos sombras» están presentes ya los sentimientos de rabiosa indignación contra los crímenes sociales que encontraremos unos años más tarde en el poemario Y se llamaban Mahmud y Ayaz.

En el tercer poema escénico, «Soy uno. Confusión melodramática en un solo acto»[iv], la silueta del yo pierde sus contornos en el continuo reflejarse en cuatro espejos, con los que monta el juego de buscarse a sí mismo y de huir de su propia imagen. Cada espejo le devuelve una visión distinta de su ser, imágenes de las muchas facetas que constituyen la personalidad del hombre, según lo que el psicoanálisis por un lado y Luigi Pirandello (Uno, nessuno, centomila) por el otro nos explicaron en la primeras décadas del siglo XX. El personaje, tumbado en la arena, cuando se levanta, descubre la huella de un ángel, el acostumbrado ángel que dentro de nosotros lucha con el demonio. El yo lírico oscila entre la nostalgia del recuerdo infantil de los Mares del Sur y las heridas del presente, las de un hombre de treintaiséis años que ha descubierto y sufrido los ataques destructores de la vida. La posibilidad pasada de deslumbrar la perfección («¡Qué perfecta es la circunferencia de la luna!», p. 226) choca con las obsesiones actuales, que la sangre de shakesperiana memoria simboliza (“Soy uno/ que una mañana se levantó con sangre en las manos,…”, p. 226)[v]. Las anáforas se multiplican encontrando una concentración más significativa en una de las estrofas finales, la que comienza con el verso “¿Cuándo tus ojos dejaron de ser mis ojos?”, (p. 228). Un conjunto de largas preguntas que marcan otra vez el miedo a la ausencia y al silencio.

Quizás, sin embargo, la repetición de “Soy uno”, título y primer verso del poema, es el testigo de la incesante búsqueda de una identidad. En la conclusión de la acción dramática el sujeto lírico intenta afirmarla, pero no puede escapar a las inseguridades que la cultura contemporánea conlleva:

 

Soy uno

que se inventa ángeles…

para no tener que reconocer demonios. (p. 229)

 

En los tres monólogos de la parte central del libro el «Yo» del primer poema se refleja en los personajes de los dos restantes: «Frida» y «La puta vieja». El “correlato oggettivo” correspondiente confiere cohesión a las tres composiciones como lo anuncian los versos de la primera cuando remiten a las protagonistas de las dos siguientes. Se trata de un ‘Yo’ que se ofrece bajo tres facetas distintas y coherentes al mismo tiempo.

El incipit de «Yo», “Hoy han caído todos los velos” (p. 230), introduce en el tema central del texto. Los velos caen en un viernes de carnaval (ib.), cuando las máscaras y los disfraces esconden el aspecto y los comportamientos del disfrazado[vi]. La caída de los velos deja asomar los recuerdos de una existencia que en su infancia ha sufrido traumas determinantes para la parte sucesiva de la vida:

 

Y en esta noche de viernes de carnaval

han caído por fin todos los velos.

y las heridas aún no han cicatrizado.

Y la sangre que baña los zapatos

no es la sangre de hoy, sino de ayer,

de esa herida de niño que no recuerdas,

de ese sueño de niño que has olvidado,

de esa nube en la que una mañana

descubriste el itinerario de tu vida. (p. 231)

 

Juegos infantiles, alegría del disfraz, oraciones y ritos religiosos, dedicados a improbables santos, todo concurre a desvelar los engaños del pasado. El ‘Yo’, como un nuevo Narciso (“... uno de esos cielos de fuente cristalina / en que Narciso se sigue buscando/...”, p. 231), se refleja en miles de espejos buscando detrás de las mentiras su identidad, pero no encuentra respuestas suficientes: “Espejos que en sus ojos grises nos reflejan / y en ellos nunca me reconozco. / En ellos nunca aparezco.” (p. 230). El sujeto se está transformado continuamente; será ‘el sapo’, imagen que vuelve en el poema siguiente; o ‘la salamandra’, con cuya piel puede deslizar sobre los espejos, acercándola al ‘caracol’, pero la repetidas metamorfosis no le permite alcanzar su aspecto definitivo. La caída del velo puede enseñar el vacío y las palabras se pueden descomponer hasta llegar al silencio absoluto. El impacto con la nada evoca inevitablemente el fantasma de la muerte:

 

Después de esta noche, no quedarán velos.

Tan solo un espejo ante otro espejo.

Infinitos silencios. Infinito vacío.

[...]

Cuerpo tan solo a la espera de la muerte.

Esa que se acerca por las esquinas

De las máscaras de un viernes de carnaval. (p. 233)

 

Las verdades manifestadas actúan como ‘puños exterminadores’ que derriban las experiencias del pasado, los deseos insatisfechos o los besos fugazmente cogidos como los de las ‘tristes putas viejas’ (p. 232). En el segundo monólogo el ‘Yo’ se proyecta en la figura real de Frida Kahlo, concentrada en la búsqueda de su mismo ser, reflejado en el espejo y en su propia pintura. El poeta insiste en el uso de la anáfora y del paralelismo experimentando un eficaz juego entre repetición e inversión:

 

Me miro una y otra vez.

Me dibujo una y otra vez.

Me busco una y otra vez

Y una y otra vez me encuentro perdida. (p. 234)

 

El artista mexicana está oprimida por los muchos hierros que atormentan físicamente su cuerpo, haciéndose expresión asimismo del dolor interior (“los pliegues de los hierros interiores”, p. x60), del sufrimiento de quien se ve apretado en una cama, real o imaginaria, de la cual no consigue levantarse como “cuerpo muerto”, un cuerpo, adormecido por el dolor y la morfina, cuyas reacciones se revelan irrealizables:

 

Y al pintar se me duermen las manos.

Y al gritar se me duerme la lengua.

Y al besarte se me duermen los labios.

Y mi cuerpo sigue dormido, muerto

desde hace ya demasiados años.” (p. 235).

 

En su destino de tortura y de tristeza Frida desarrolla su existencia, dejándose atrás el pasado- afectos, caricias, regalos, fiestas, sueños. Muere lentamente, agobiada por los dolores presentes y olvidando los anteriores.

Reflejándose en la nueva pintura, el artista deja de buscar una identidad y se despide del otro, cuyo recuerdo le provoca todavía una penosa herida. El otro es nada menos que Diego de Rivera, el gran pintor mexicano y marido de Frida, que siempre fue el modelo inalcanzable con el cual enfrentarse: “…como si mis toscas y dolorosas / pinceladas pudieran ponerse a la altura / abismal de tus manos de genio, de santo.” (p. 235). El genio, el santo, sin embargo se transforma en un ‘sapo’, que, en la opinión de la pintora mexicana, “…en realidad deseas que me muera, / que me muera ya, que me muera en este instante / de lágrimas y de sílabas entrecortadas” (p. 236). La metamorfosis de Rivera se había anunciado ya en unos versos del primer monólogo: “Pero en vez de príncipes y paisajes azules / te has de conformar, nueva Frida, / con besar al sapo, con dejarte / seducir por el sapo de la mediocridad ...” (p. 231). Si el objeto al que tiene que conformarse ese tú, es en este caso la mediocridad, las sonrisas de Frida, un tiempo dirigidas a la ‘altura abismal’ del genio, ahora se han convertido en gritos e insultos contra su hipócrita presencia, ajena ya a los sufrimientos de la mujer. Estos le han cambiado el aspecto y el espíritu en un decaimiento inexorable que nadie y nada puede refrenar: “Hace tiempo que dejé de ser Frida. / Hace tiempo que no me reflejan los espejos.” (p. 237).

Los “Labios de puta vieja” (p. 235) de la pintora mexicana enlazan el segundo monólogo al tercero, «La puta vieja» en la que se concentra toda la tristeza de quien nunca ha sido amada de verdad, sino solo usada para amores mercenarios. Ni una pequeña recompensa afectiva ha confortado alguna vez la vida de esta puta (“nadie nunca”), a la que la espera una muerte solitaria y triste: “Me moriré cualquier día, cualquier noche./ Me moriré sola. Sola como he vivido./ Y nunca nadie me habrá dicho te quiero.” (p. 238). Un amor, el suyo, imposible de dedicar a otras personas, tampoco al hijo nacido por casualidad: “Ni ese niño que tuve, una noche de luna/ y que me miraba a las mañanas/ con sus preguntas llenas de legañas” (p. 237), y esto impide que alguien reconozca su existencia y su pesar: “Pero, ¿a quién le pueden importar ya / las lágrimas solitarias de una puta vieja?” (p. 239).

A los tres monólogos los une, en conclusión, el juego de los espejos, que, si por un lado representa la incesante búsqueda de la identidad, por el otro se pone como alegoría de la condición humana, enfocada en una perspectiva de angustioso desconsuelo. El poeta ha alcanzado una indudable madurez estilística que busca la esencia de la imagen poética, libre de lastres sentimentales y de excesos formales.

A la angustia de estos poemas se opone el cierre del libro, que canta el encuentro feliz de dos seres que por fin se reconocen el uno en el otro. Las dos voces fundan un presente que es a la vez recuerdo del pasado, exaltación de la condición presente y espera de un futuro igualmente feliz. La conquista de la felicidad, sin embargo, procede entre peligros y temores, es un blanco difícil de alcanzar, quizás, en realidad, imposible de mantener en el tiempo. La estructura de «Letanía» prevée, además de la voz 1 y la voz 2, un eco que a cada estrofa responde con la expresión “Tantas, pero tantas cosas”, que son los muchos gestos, pensamientos, acciones que sustancian la vida de los dos amantes en el perecedero curso de la unión conseguida con enorme esfuerzo.

Libro de la separación y de la espera, Trento (o el triunfo de la espera), se escribió en una ciudad del norte de Italia, situada en medio de una naturaleza completamente distinta del ambiente urbano en que Lucía Megías vive habitualmente. En esta nueva estancia del autor en un país extranjero por motivos profesionales, el alejamiento de la pareja, si bien voluntario y transitorio, engendra igualmente una condición de ansiedad y temor respecto a una conquista que revela día a día toda su precariedad[vii].

Con mucha sabiduría el poeta construye un cancionero a la manera de la escuela petrarquista, un cancionero breve y sencillo en la apariencia, que reune ecos del mundo caballeresco, de la poesía de los místicos y del gran evento que imprimió en la historia universal el nombre de la ciudad de Trento, el Concilio de 1545-1563[viii]. La ciudad aparece en la concreta realidad de sus calles, sus bares, del frío que hiela el cuerpo frente al espectáculo de las montañas nevadas, y en este entorno el silencio, la ausencia de voz o de palabras, se convierte en ‘ruido estridente, sonoro’, ‘monótono susurro’, ‘una burbuja de silencio’. Sin embargo en todo el poemario el paso del detalle trivial a la transposición metafórica es inmediato y el prudente reparo del frío por el vestuario se hace protección contra el sufrimiento de la espera (1, p. 245), el agotamiento de la gasolina en un interminable descenso hacia el valle remite al lento apagarse de la espera del otro (8, p. 258), las luces de los semáforos se convierten en una ‘mirada inquisitorial’ y ‘depredadora’ (7, p. 256).

Lo que estructura todo el libro, más que otros elementos, es el desdoblamiento del cuerpo de la persona amada entre su presencia física ausente y el abstracto dibujo de sus formas que la imaginación del amante, una noche después de otra, acaricia en el vacío de la cama. Presencia/ausencia que alimenta una espera que parece interminable y que, al final de esta especial circunstancia de la existencia del poeta, debe llegar al ansiado reencuentro. En cuanto al estilo, en Trento el recurso de la anáfora, sea de una sílaba sea de una o más palabras, resulta sensiblemente limitado en relación también al menor número de versos de cada composición, con la excepción del poema 13, en el que el atributo ‘demasiado’, con sus cuatro presencias, otra vez enfatiza la reacción del sujeto frente a un panorama desmesurado, que no hace más que engrandecer el sufrimiento del ‘yo’ hasta convertirlo en ‘pesadilla’:

 

Demasiado horizonte para ser un río.

Demasiadas orillas para ser el mar.

Demasiado silencio para ser una fuente.

Demasiadas sombras para ser un lago. (p. 269)

 

Pesadilla que la excelente correlación raccoglitiva final, “...cómo mi garganta es una fuente, un lago, un río,/ el mar/ en que la corriente de tus sílabas ahogan la espera”, digna del más ingenioso poeta barroco, refuerza y confirma.

En general, sin embargo, la contingencia de la estancia en Trento favorece un intimismo depurado que transciende las coordenadas temporales y espaciales y refleja la tensión perpetua que viven los amantes entre la euforia del amor realizado y el miedo de su pérdida.

En los poemas 5, 9, 11 y 16 el yo se esconde detrás de la tercera persona de protagonistas reales o imaginarios, de algún modo relacionados con Trento y con la estancia del poeta. El homenaje que quiere rendir a la ciudad, le ofrece la posibilidad de distanciarse más de sus emociones y, a la par del prelado tridentino, quedarse sin palabras “a la orilla del triunfo de la espera.” (n. 16, 275).

La lectura del poemario Y se llamaban Mahmud y Ayaz (seis voces en el silencio) (20143) provoca una dolorosa emoción por el drama que se manifiesta detrás de sus versos de gran intensidad poética, y asimismo crea en el lector una sensación de extrema incomodidad por la repetida denuncia de la violación de los derechos humanos, a la que el mundo occidental asiste, manteniendo un pasivo y cómplice silencio (“Fue también necesario nuestro silencio”)[ix]. La ocasión para desplegar su canto al poeta se la ofrece la noticia que dos jóvenes iraníes, Mahmud e Ayaz, fueron colgados a una grúa en la plaza de la ciudad iraní de Mashad el 19 de julio de 2005 con la acusación de haber cometido diversos crímenes, pero en realidad por haber compartido un amor homosexual. La condena de estos chiquillos es el resultado de una represión aberrante, difundida en todo el país y que no ahorra víctimas: “Irán se ha llenado de grúas/ […] Mil grúas esperando mil cuerpos” (p. 281) o “Hoy han levantado una nueva grúa/ en el parque de Daneshju/ [...]” (p. 283). Lucía Megías no es ajeno a reivindicaciones de este tipo, recuérdense, entre otros ejemplos, “Dos sombras”, segundo “Poema escénico” de Tríptico[x], en el que había protestado contra la guerra en Irak, y la poesía inédita el «Tríptico de la muerte (Inédito, Madrid, 11-M, 2011)» (pp. 394-396), escrito bajo la agobiante experiencia del atentado terrorista del once de marzo de 2011 en Madrid.

El mismo autor nos cuenta el lento proceso de depuración que sufrió la gestación del poemario a raíz del conflicto entre la ética y la estética que lo tenía insatisfecho de sus intentos líricos, hasta percatarse que para hacerlas poesía había que matizar la indignación y la denuncia por el intermediario del ‘amor’[xi].

En la larga composición, que estamos considerando, el poeta construye una narración de compleja polifonía[xii], presidida por un narrador que, además de ilustrar en primera persona la crónica del episodio, organiza las voces de los personajes que viven su historia de amor y de muerte. Las estrofas de Y se llamaban Mahmud y Ayaz no tienen un número fijo de versos, pero en su variación algunos de ellos se repiten permitiendo identificar a los personajes. Si uno de los protagonistas empieza su estrofa con el verso “Y tú siempre me decías”, el otro responde: “Morir. Morir. Morir”, o se pregunta el porqué de las frustraciones que sufre su amor: “¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo?” (p. 278), “¿Por qué un gesto es una amenaza / y una sonrisa una sentencia de muerte [...]?” (p. 282), “¿Por qué esconder este corazón enamorado / que me explota en el pecho, en la diana del pecho” (p. 285). Se confiere, de esta forma, cohesión y ritmo al poema, que fluye como un moderno canto épico hacia su trágico final.

Frente a la imposibilidad de realizar su deseo y obligados a ahogar sus sentimientos, Mahmud y Ayaz, Mojtar y Alì u otros jóvenes que habitan en la capital Teherán, viven su relación amorosa en un estado liminar entre vida y muerte en la angustiosa conciencia del fin inminente. Trascendiendo la materialidad de los cuerpos, decantan su pasión en un lirismo que deja filtrar los ecos de la tradición literaria, que van de la lírica medieval a la poesía mística, de la épica juglaresca al Romancero, de la poesía erótica a la iraní clásica hasta llegar a la experimentación de nuestra contemporaneidad.

Viéndose ante la opción de elegir entre el relato periodístico y el deshago de su afán lírico, el poeta consigue transformar la crónica en una sucesión de eficaces metáforas que conmueven al lector[xiii]. Por ejemplo, en la estrofa inicial el medio que lleva a las víctimas al patíbulo se convierte en “la furgoneta de su angustia” y los chicos parecen “dos cachorros asustados”. Pero, cuando el poeta quiere subrayar el silencio cómplice del mundo occidental, es también capaz de reproducir los detalles más penosos de la ejecución, sin por eso abandonar el estilo lírico:

 

Tomamos parte del criminal desfile

que aplaude vuestro último instante,

que jalea el segundo en que la garganta

y los pies dejan de buscar

una tierra en que seguir respirando,

en que seguir sintiendo y soñando. (p. 287).

 

Con su acostumbrado y sabio uso de las figuras retóricas Lucía Megías construye las escenas de amor y de muerte, sin llegar a caer en una vulgar minuciosidad, creando cuadros que, si modernamente remiten a los fotogramas de un filme, en su caso evocan el cartelón del juglar declamando su romance al público de los oyentes, como por otra parte unos recursos típicos de la poesía oral confirman.

La constante acompasada repetición de los versos “Y se llamaban Mahmud y Ayaz/ y tenían tan solo 17 años”, mantiene despierta la atención del destinatario sobre los aspectos éticos del asunto[xiv]: la tragedia se consuma por un presumido respeto de la cultura ancestral, que la soberbia prevaricación de un poder económico y militar (el petróleo y la bomba atómica) soporta contra toda humana consideración:

 

Fue necesario seguir acudiendo al trabajo,

dejar abiertos los senderos del petróleo

y de las cuentas sonrientes de los bancos,

olvidarse, una vez más, del uranio enriquecido

y de los planes de guerra geoestratégicas. (p. 284)

 

A lo largo del poema Lucía Megías describe las fases con las que se procede a la ejecución de los condenados. La distribución de los movimientos y gestos “necesarios” (se levanta el patíbulo, la plaza se llena de curiosos, los verdugos preparan la soga y poco después los cuerpos cuelgan de la grua) funciona de recordatorio para nosotros, ineludiblemente cómplices del asesinato de Mahmud y Ayaz, pero al mismo tiempo atenúa el impacto emotivo que una descripción única y detallada provocaría en el lector.

Y se llamaban Mahmud y Ayaz quiere ser una imperiosa apelación a la memoria colectiva, que el poeta consigue gracias a la colocación del sintagma ‘No lo olvidemos’ en el incipit y a su repetición en el explicit del texto (“No lo olvidemos nunca./ Sigue siendo necesario nuestro silencio”, p. 298)[xv], como en los extremos de un proceso que se desarrolla por acumulación y se cierra con la definición del tema tratado.

En 2016 Lucía Megías, en colaboración con Carlos Jiménez, realiza una versión del texto destinada a una representación teatral. Las partes del poema se descomponen y recomponen a través de las voces de dos Hombres (I y II) y una Mujer, a la que en cierta medida se le confía el papel del narrador, mientras que a los dos Hombres les toca denunciar los sufrimientos y las imposiciones/ condicionamientos a los que la sociedad hipócrita somete a los irregulares y, manteniendo el anonimato de los apelativos genéricos, reviven la historia de los dos iraníes. En la “Escena de Transición”, colocada entre la 4 y la 5, se nombran a los Mahmud y Ayaz del hoy, que la Mujer presenta como herederos del amor que el sultán Mahmud (997-1030) y su esclavo y amante Ayaz entretuvieron durante su vida en la Edad Media. En nuestros días nadie recuerda los nombres de las nueve esposas y las muchas concubinas del sultán, ni los de sus cincuenta hijos, el nombre del esclavo, en cambio, ha quedado en nuestra memoria. El intervalo de tiempo transcurrido entre la primera edición del poema y la obra de 2016 extiende el drama de la falta de respeto de los derechos humanos a otros países y a otras categorías de personas. El cielo hacia el que se levantan las grúas de las ejecuciones mortales ahora es también el “de Sudán o de Nigeria, / es el cielo de Arabia Saudí o de Mauritania, / es el cielo de demasiadas geografías / envenenadas por el pecado mortal de la mentira.” (p. 294). La mentira domina también en los países del llamado mundo occidental, en Alemania como en México, en Brasil como en Rusia, y los crímenes perpetrados son innumerables. La Mujer, que es madre, amante, víctima, asiste con igual disgusto y desconcierto a los asesinados públicos e hipócritamente justificados por las prerrogativas de las clases dominantes.

El “Epílogo” convoca a todos los actores del crimen: la muchedumbre que aplaude, la prensa, los fotógrafos, los que piadosamente descienden los cadáveres de las grúas, todos unánimemente culpables por su/nuestro cobarde y cómplice silencio. Como ocurre en las otras piezas del poeta la música marca el paso entre las escenas.

A quien conoce los intereses científicos de Lucía Megías, le puede extrañar la vigilante moderación con la que en el conjunto de las Obras reunidas aparecen Cervantes y don Quijote. Hubo que esperar el 2016 para que viera la luz un poema claramente dedicado a Cervantes: “Yo sé quien soy” (publicado en Al hidalgo poeta. XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos. Antología en homenaje a Miguel de Cervantes Salamanca, 2016), en el que el poeta traza un especial retrato de don Quijote con alusiones a sus ‘empresas’ que se entrecruzan con la circunstancia de su presente (pp. 435-436). De La Mancha y de don Quijote se había ocupado en otra composición, la «Canción para Azul, (ciudad cervantina de la Argentina)» (p. 210), a la que José Manuel está vinculado por razones profesionales y afectivas. La actividad allí desarrollada ha convertido a Azul en una  ciudad que lleva a don Quijote / por las venas de sus avenidas, de sus calles, de sus corazones” (Cuaderno de bitácora). Pero también nuestro poeta lo mira como modelo de su hacer poesía, según lo declara en una de las últimas composiciones incluidas en esta Antología: “Vivir y no dejar de escribir, de leer, de hacernos gigantes en nuestras lecturas, verdaderos / quijotes en busca de nuestros propios molinos de viento.” («Elogio de la escritura», p. 437). Aceptando uno de los refranes que hace siglos pasaron de la obra cervantina a nuestra habla cotidiana, Lucía Megías escribe una especie de poética que nos precisa la indisoluble relación que para él existe entre vida y poesía: leer, escribir y vivir forman el molde en el que forjar constantemente su existencia y su obra poética.

A punto de cerrar la Obra reunida, José Manuel envía «Cinco postales desde Palermo», que refieren las impresiones y emociones de su última excursión por el mundo. Ha descubierto una nueva realidad, rica en aspectos positivos y negativos, la Sicilia que tantos pueblos han visitado y ocupado en los siglos pasados y que entretiene un diálogo antiguo y reciente con España en un intercambio constante de influencias y aportes recíprocos. Es demasiado pronto para analizar estos versos, porque una evidente implicación emotiva necesita una lenta asimilación de lo que en una primera lectura manifiesta ya la excelente calidad de la obra de nuestro poeta.

En conclusión, siempre hay que hacer una, aunque estamos hablando de un itinerario poético en fieri y por tanto inconcluso; en conclusión, repito, se han delineado unas vertientes de la poesía de José Manuel Lucía Megías que mantienen cierta constancia en el desarrollo de su actividad creativa. Desde el punto de vista estilístico y formal la lectura detenida de sus libros y de los poemas inéditos confirma el uso consciente y determinado de los recursos retóricos analizados, que, si corresponden a su natural capacidad de escritura, hallan una motivada aplicación en la estratificada experiencia cultural del poeta. Otra vertiente formal es la necesidad de dramatizar los asuntos de mayor implicación ética, los que trascienden el ámbito individual; la estructura a más voces le ha permitido la reproducción de los conflictos personales y sociales de una manera tan eficaz que pronto ha encontrado la realización más adecuada en la representación teatral y en el diálogo con el público

Desde la perspectiva del contenido lo que prevalece es el itinerario existencial y sentimental del hombre José Manuel. La experiencia vivida, sin embargo, hay que entenderla en sus múltiples ramificaciones, que van de las referencias absolutamente personales a la observación del mundo exterior, mundo hecho de lugares y de personas, de lo especial y de lo cotidiano. En este sentido el viaje adquiere un rol central, que favorece la confrontación con otras historias y otras costumbres en la espera de entenderse cada vez más a si mismo y de mantener vigente la lucha contra los horrores que la locura humana sigue perpetrando en cualquier parte de nuestra tierra.

Este necesariamente breve comentario a la poesía de José Manuel no apaga el deseo de seguir leyendo y examinando sus libros. Más que nunca la suya es una obra abierta que aumenta día a día, y que por consiguiente, nos deja a los lectores “en la espera” de los próximos poemarios.

 

NOTAS

[i] M. C. Ruta, “La poesia neobarocca di José Manuel Lucía Megías”, en Libri, manoscritti, scartafacci e altre rarità. Studi in onore di José Luis Gotor, ed. de Loretta Frattale, Matteo Lefèvre y Laura Silvestri, Firenze, Altralinea, 2014, pp. 207-221. Sobre la poesía contemporánea véanse entre otros libros los de J. L. García Martín, Selección nacional. Última poesía española, Gijón, Universos, 1995; M. García Posada, Poesía española. La nueva poesía (1975-1992), Barcelona, Crítica, 1996; J. García Sánchez, El último tercio del siglo (1968-1998). Antología consultada de la poesía española, prólogo de J. C. Mainer, Madrid, Visor, 1998; J. Cano Ballesta, Poesía española reciente (1980-2000), Madrid, Cátedra, 2002.

[ii] Después del libro de Omar Calabrese, L’età neobarocca (Bari, Laterza & Figli, 19933), se desarrolló un apreciable debate sobre el tema. La relación entre los fenómenos culturales contemporáneos y la tradición se estudia con una rica bibliografía en el volumen de L. Martín-Estudillo, La mirada elíptica: el trasfondo barocco de la poesía española contemporánea, Madrid, Visor Libros, 2004 y en el de J. Cano Ballesta, Nuevas voces y viejas escuelas en la poesía española (1970-2005), Granada, Editorial Atrio, 2007.

[iii] Ver el «Prólogo» de J. Francisco Peña a Cuaderno de bitácora, pp. 7-12.

[iv] Recuerdo que  una forma de paralelismo más compleja de la anáfora consiste en la repetición de la misma estructura sintáctica y los mismos lexemas, que pueden sufrir ligeras modificaciones. Imprescindibles para  comprender este fenómenos son los ensayos de Dámaso Alonso, en los que analiza la plurimembración y la correlación en la poesía barroca, «Versos plurimembres y poemas correlativos», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, XIII, 1944; Poesia española, Madrid, Gredos, 19665 (1952); Pluralità e correlazione in poesia, Bari, Adriatica, 1971; Dámaso Alonso y Carlos Bousoño, Seis calas en la expresión literaria española, Madrid, Gredos, 1979(1956).

[v] De L. García Montero ver «La poesía de la experiencia», ensayo publicad antes en Complicidades. Litoral, 217-218 (Málaga, 1998, pp. 13-21), e incluído sucesivamente en la «Introducción» a la antología de su poesía Poemas (Madrid, Visor, 20042 ), y además «La otra sentimentalidad», manifiesto poético de García Montero redactado junto con los dos poetas granadinos Álvaro Salvador y Javier Egeaen en La otra sentimentalidad. Estudio y antología, edición de Francisco Díaz de Castro, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003 (1983), pp. 37-40.

[i] Lo schema si ripete in forma insistente in «Obsesión» di Acróstico (p. 34) per esprimere le opposizioni dello stato d’animo dell’innamorato secondo la tradizione che da Petrarca arriva a Lope de Vega e a Villamediana, come ha sapientemente osservato Navarro, op. cit., p. 10.

[i] Otra referencia a Jorge Guillén la encontramos en el poema IV de «Otras geografías» de Cuaderno de bitácora “ es a ti a quien estoy mirando; / sonrío y el cristal me devuelve tu sonrisa: / ¡qué plenitud la de esta mañana de invierno! // Cierro los ojos y el tacto del cuero del sillón / es en realidad tu mano que me acaricia la espalda... / que me acaricia los muslos...” (p. 176).

[ii] Recuerdo de los versos que Rafael Alberti dedicó a la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías, «Verte y no verte», en Rafael Alberti, Obras completas, I, edición de Jaime Siles con aportaciones críticas de Gonzalo Santoja, Barcelona, Seix Barral, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2003, pp. 439-448.

[i] P. Taravacci, opina que en este libro “[…] il viaggio diviene spontanea metafora della condizione umana e dove l’identificazione dell’uomo e del poeta con il viaggiatore assurge a gioco cosciente”, «Figure dell’attesa» cit., p. 17.

[i] M. C. Ruta, «Comienzos y finales de algunas novelas interpoladas del Quijote», en El Quijote en Buenos Aires lecturas cervantinas en el cuarto centenario, (Buenos Aires, 20-23 septiembre 2005), ed. de A. Parodi, J. d’Onofrio y J. Diego Vila, Buenos Aires, Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”, Universidad de Buenos Aires y Asociación de Cervantistas, 2006, pp. 207-218.

[ii] G. Ferroni, Dopo la fine, Torino, Einaudi, 1996, pp. 32-39.

[iii] L. Martín-Estudillo, pp. 53-63 y E. Cancelliere, «Las aberraciones de la vista como procedimiento de la metáfora», en «Introducción» a Pedro Calderón de la Barca, El príncipe constante, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 78-85. Respecto a los aspectos teóricos ver J. Baltrušaitis, Aberrations, quatre essais sur la légende des formes, Paris, Flammarion, 1983 y Anamorphoses ou Thaumaturgus Opticus, Paris, Flammarion, 1984.

[iv] «Soy yo. (Confusión melodramática en un solo acto...multiplicado por cuatro)», remite a las sugerencias provocadas por «Who is me» de Pier Paolo Pasolini (Post Scriptum, p. 73), ahora en «Poesie varie e d’occasione», Tutte le poesie, a cura di W. Siti, Milano, Arnaldo Mondadori Editore, collezione “I Meridiani”, 2003, Tomo II, pp. 1261-1288.

[v] La acotación reza: [Se frota las manos, primero convulsamente, como queriéndose desprender de la sangre invisible de sus manos, pero…], p. 227.

[vi] Es evidente la alusión a la comedia de Ramón del Valle-Inclán Martes de carnaval. Nótese también la cita de “el ángel exterminador, el disfraz” de Luis Buñuel, filme de 1962, realizado en su estancia mexicana.

[vii] A. de Cuenca , «Pórtico», en Trento (o el triunfo de la espera), texto bilingüe con la traducción italiana de Claudia Dematté, Bari, Levante Editori, 2009, pp. 11-14.

[viii] P. Taravacci, «Figure dell’attesa», ibidem, pp. 15-31.

[ix] J. M. Lucía Megías, Y se llamaban Mahmud y Ayaz, Madrid, Ediciones Amargord, tercera edición corregida, 2014, p. 14. Ver M. C. Ruta, «Y se llamaban Mahmud y Ayaz di José Manuel Lucía Megías. Un epos contemporaneo», en Le forme del narrare: nel tempo e tra i generi, Actas del XXVIII Congreso de la AISPI (Pisa, 27-30 novembre 2013), Trento, en prensa.

[x] “Prólogo” de Fernando Gómez Redondo, 2009, pp. 33-44.

[xi] J. M. Lucía Megías, «Notas textuales», p. 26.

[xii] “José Manuel Lucía Megías levanta un coro de indignación que se alza muy por encima de la mera denuncia o del simple homenaje, y teje una riquísima trama de polifonías con la que trasciende inertes lápidas e inútiles epitafios”, F. Martín Morán, en prensa

[xiii] “Hacer una entramado lírico sobre las ejecuciones de dos personas, las ejecuciones determinadas por un Estado, se me antoja de una dificultad extrema, especialmente si se quiere evitar el panfleto.”, G. Arroiz López, El Librepensador (15 de marzo 2013).

[xiv]“Lucía Megías construye sus poemas unas veces como oraciones, creando en la repetición de ciertas frases los mantras que irán penetrando en nuestras conciencias y que nos despertarán a una terrible realidad; otras veces como crónicas [...]”, A. Calvo Galán, Poemofilia (18 de febrero 2013).

[xv] “La obra quiere ser una lucha contra el olvido. Una reivindicación de la memoria. Por eso se insiste en recuperar sus nombres (desde el título) y su edad, repitiéndolos constantemente a lo largo de todo el volumen.”, A. García-Teresa G, “Y se llamaban Mahmud y Ayaz de José Manuel Lucía Megías”, La Republica cultural (2 de octubre 2013).