Páginas personales

Notas textuales de Acróstico

Notas textuales

Acróstico

(Madrid, Sial, 2005)

Publicado en José Manuel Lucía Megías, El único silencio (Poesía reunida, 1998-2017), Madrid, Sial/Contrapunto, 2017, pp. 592-593

 

Con Acróstico comienza mi estrecha relación con la editorial Sial, gracias a Basilio Rodríguez Cañada y José Ramón Trujillo. Poder entrar en la familia Sial (ahora Grupo Pigmalión Sial) ha sido uno de los regalos que me ha dado la vida. No solo por darme la oportunidad de publicar la gran mayoría de mis textos, sino por el hecho de haberme hecho sentir, desde un principio, que formaba parte de una gran familia literaria. No es causal que mi poesía reunida se publique en Pigmalión/Sial. A Basilio Rodríguez Cañada le debo la propuesta y a él y a José Ramón Trujillo, el hecho de haber seguido escribiendo durante todos estos años. Escribir con el horizonte posible de la publicación es una experiencia que solo quien la conoce la aprecia en su justa medida.

Acróstico es un homenaje al amor (“Solo escribo para decir te quiero”, se esconde al inicio de los títulos de los poemas), pero también un homenaje a mis lecturas, a mis poetas preferidos. En realidad, en casi todos mis libros siempre hay un guiño a la lectura que me emociona y siempre me ha emocionado. Y como suele ser habitual en los libros de la editorial Pigmalión/Sial, se antecede de un prólogo, lo que me ha permitido convocar a amigos, a admirados poetas y profesores para que hablen de mi obra. Rosa Navarro, mi querida y admirada Rosa, que tanto ha hecho en este país para que leamos y disfrutemos de los clásicos, firmará el prólogo del libro. El 12 de febrero de 2004 me contestó con este entusiasmo –fruto de su generosidad- al envío de la versión digital del mismo: “Sin palabras me tienes, José Manuel. Como en tu poema. ¡Qué bellos versos! ¡Qué bellas mariposas negras! Me gusta mucho la idea de las “resurrecciones de tu cuerpo”. No sé, en cambio, si es uno o muchos “tu cuerpo”; ahí chocamos: tú estas en un lado del platonismo y yo en el otro. Es un libro distinto, bello, intenso. Felicidades”.

Y de su prólogo, que todavía me emociona cuando lo releo, tanto por la sagacidad de su lectura como por la experiencia –por primera vez vivida- de un lector admirado que dedica su tiempo a analizar, a comprender, a indagar, a leer tus versos, rescato solo el inicio y el final, dos islas en las que navegar por el libro:

 

Para navegar por el mar de sentimientos que forman las palabras de este Acróstico, la mejor brújula es un poema de Las mil y una noches; hay que ir a la noche quinientas sesenta y una, para oír de boca de Sahrazad unos versos que dice Sindbad el marino “No envíes a tu mensajero si se trata de un caso difícil: el alma no tiene más mensajero que ella misma”. Si se unen estas palabras a las que aparecen en el pórtico de la obra, no hace falta más equipaje.  Se podrá aprehender en seguida la forma del poemario, sus tres partes; la vida, la muerte, el amor: las tres heridas. Y saber de su contenido gracias a la clave del “acróstico”, cuidadosamente formado en ellas: “Solo escribo para decir te quiero”. Cernuda y Neruda –y la rima es aquí puro azar– hablan de la manera de amar, pero solo empiezan a decirlo, en ese mar de blancura que rodea sus versos, cuando regresamos a ellos después de la navegación por Acróstico, después de llegar a la “Oración final”, en ese instante en que aparece el ser amado “y todo vuelve a recuperar su sentido”.

            José Manuel Lucía Megías recoge en su libro toda una tradición literaria y sus procedimientos retóricos, en los que a menudo hace descansar la estructura de sus poemas. Y con el oro de muchos versos, bien cernidos, enriquece la estrofa de los suyos, que hablan intensamente de amor y lo hacen de forma nueva, nunca usada. Se leen guiños literarios que van de Espronceda  –sus “diez cañones”– a Bécquer –“Iglesias de amor”–, y desde Salinas a García Lorca; solo así la escritura consigue esas velas de seda, esa jarcia de cendal que calma la mar y amaina los vientos. Solo se oye ese cantar si se ha acompañado al marinero en su anterior periplo; pero, si no, puede oírse también otra música. […]

En toda navegación, el pasajero escoge una isla o varias para pasear un rato, para dejarse llevar por ese río subterráneo a las entrañas del sentimiento. Una podría ser “Amor eterno”. La anáfora conduce y organiza: “Y pensar que... Y pensar que...”; se repite en otra forma: “entre los millones de habitantes de Madrid, / entre los que corren detrás de los trenes, / entre los que se equivocan en el laberinto del metro”. Y todo el hormigueo del número es inquietud en la soledad, es “el infierno de tu ausencia”: el mundo está vacío aunque rebose; no hay nadie entre millones. El reloj se ha puesto a andar al ralenti; se nota “en la interminable circunferencia de los segundos”. Y entre tanta prisa, entre tanta gente, en Madrid precisamente, nadie tiene su nombre; es decir, nadie se llama: “¿Acaso no me anunciaste amor eterno?”. El infierno de la ausencia se enrosca en la muñeca del yo poético, que abandona una vez la plenitud  y el gozo para vestir trajes de duda.

Y otra isla, ya la última en esta navegación que se acaba para poder reanudarla una y otra vez: “El poeta imagina un mundo perfecto”. Y es mejor llevar en esta ocasión, como el cervantino Tomás antes de ser de vidrio, un Garcilaso sin comento; sobran las glosas:

 

     En esta tierra no hay hirientes lanzas

     de jabalí y las gaviotas de saludos

     se agitan en los balcones –rojos, negros–

     de la esquina deshabitada del deseo...

 

Si hay alguien en esta aldea de todos que no conozca el arte de amar, que lea estos poemas y que ame: arte regendus Amor.