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Epílogo de La plenitud de Cervantes

La plenitud de Cervantes

(Una vida de papel)

Madrid, EDAF, 2019

ISBN: 978-84-414-3890-3 


Epílogo.

Del hombre al mito: “written in imitation of the manner of Cervantes”

 

            El 22 de abril de 1616 muere Miguel de Cervantes. Al día siguiente fue enterrado en la iglesia cercana de San Bartolomé, en el recién inaugurado Convento de las Trinitarias. Los detalles de su muerte y de su entierro pueden leerse en el epílogo del primer tomo de esta biografía así como la peripecia de la búsqueda de sus huesos (pp. 271-284).

Libro de defunciones de la Iglesia de San Bartolomé, 22 de abril de 1616

 

Sobre las causas de su muerte, solo conocemos lo que el mismo Cervantes dejó escrito en el “Prólogo al lector” del Persiles, en el relato que le lleva de Esquivias a Madrid y en el que coincide con el estudiante pardal.

 

[…] y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento, diciendo:

-Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.

-Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efeméridas de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida.

           

Hoy en día, se piensa que la hidropesía que podría sufrir Cervantes es un síntoma posible de una hipotética diabetes, que le pudo llevar a la tumba. Pero más allá de los datos de papel, nada puede decirse.

Y nada más se sabe de los últimos días de Cervantes que la imagen que dejó escrita al inicio de la “Carta dedicatoria” al Conde de Lemos, de esos momentos en que sigue escribiendo días después de haber recibido la extremaunción. Y justo este último momento de papel, esa vida de escritura por encima de los dolores de la enfermedad y de la tristeza de sus allegados, es el elegido por varios artistas en los siglos XIX y XX para poner líneas y color a la muerte de Cervantes. ¡Qué mejor homenaje que mitificar al escritor en sus últimos momentos, que, imponiéndose sobre los dolores físicos, quiere seguir dejando su huella en su vida en papel!

Uno de los primeros en imaginar este momento será Víctor Manzano y Mejorada, en uno de los acercamientos más sentidos y hermosos al tema: Últimos momentos de Cervantes. Acompañado y ayudado por una joven, seguramente representación de su sobrina Constanza, Cervantes se incorpora entre almohadones para no dejar de escribir. Los libros por el suelo, en su mesilla, en la librería que se intuye detrás del cortinaje dan buena muestra de su oficio de escritor que se ha vuelto mítico a la altura de mediados del siglo XIX, cuando este cuadro se pinte.

Víctor Manzano y Mejorada, Últimos momentos de Cervantes, 1856

 

            Eduardo Cano le dedicará varios bocetos al tema, en una representación más retórica y recargada, donde Cervantes estará acompañada de una desconsolada sobrina, pero también de otros personajes, que tanto cuidan por la salud de su alma como de su cuerpo.

            Por su parte, Eugenio Oliva en 1883 decide llevar la escena, con un grupo muy semejante de personajes –sustituyendo a la sobrina por su mujer doña Catalina de Salazar- a su estudio, donde tienen más sentido el símbolo de los libros en el suelo, en la mesa o en las librerías del fondo. El escritor en su espacio, en ese espacio mítico de creación en Cervantes, en sus últimos días, escribe la dedicatoria del “Quijote” al conde de Lemos.

Eugenio Oliva y Rodrigo, Cervantes, en sus últimos días, escribe la dedicatoria del “Quijote” al conde de Lemos (1883)

 

Y también en este espacio, con unas mayores muestras de dolor, situará la escena Antonio Muñoz Degrain, cuando pinte este momento en 1916, dentro de la serie cervantina que se conserva en la Biblioteca Nacional de España.

Antonio Muñoz Degraín, Cervantes escribiendo la dedicatoria de su obra al conde de Lemos, 1916

 

            Y este momento de escritura final, en la que se deja la huella y la impronta de una vida, es el elegido por los ilustradores de los siglos XVIII y XIX para ilustrar el último capítulo de la segunda parte del Quijote; en un sincretismo con el imaginario de la muerte de Cervantes muy habitual en la iconografía quijotesca. Desde John Vanderbank (1738), el primero que se acercó el tema, pasando por Antonio Carnicero en la edición canónica de la Real Academia Española (1780), hasta llegar a la de José Luis Pellicer entre 1880 y 1883, y el juego de estampas sueltas de William Strang de 1902, donde la escritura del testamento se mezcla con el sufrimiento de los últimos momentos de vida.

John Vanderbank, Alonso Quijano dicta su testamento (Londres, 1738)

Antonio Carnicero, Alonso Quijano dicta su testamento (Madrid, 1780)

José Luis Pellicer, Alonso Quijano dicta su testamento (Barcelona 1880-1883)

William Strang, Alonso Quijano dicta su testamento (London, 1902)

 

            El paso de las escuetas y breves líneas del libro de difuntos, que da cuenta de la muerte del hombre Miguel de Cervantes el 22 de abril de 1616, a estas imágenes que llenan las paredes de algunos de los museos más prestigiosos del mundo y que consolidan su mito a lo largo de los siglos XVIII y XIX, es el recorrido del triunfo del Quijote (de los Quijotes de 1605 y de 1615), por encima de su autor, por encima de su programa literario, por encima de sus sueños literarios, por encima de su propia época. El Quijote, la grandiosidad del Quijote, la inmensidad que ha adquirido con los siglos, le ha convertido en un verdadero continente antes que en una isla literaria. Un continente que es autosuficiente, al margen de su autor –limitado a una línea tipográfica-, de su género literario –los olvidados libros de caballerías-, del programa literario al que dedicó su autor los últimos años de su vida, con el que dialogaba con las inquietudes y deseos de los escritores y lectores coetáneos,  y de ese fascinante Siglo de Oro español, un nuevo y renovado “caput mundi”.

            El imparable éxito del Quijote a lo largo de los siglos ha roto, incluso, la enorme distancia que existe entre las dos partes de la obra, la publicada en 1605 y la de 1615, escritas por razones bien diferentes, con una forma diversa de enfrentarse y dar respuesta al mismo hecho literario. Si la primera parte es un “particular y genial” libro de caballerías, y en el diálogo constante con el género –de admiración en sus posibilidades narrativas y de crítica en la forma concreta de entretenimiento que triunfa por estos años- ha de leerse y se descubren mil matices en su primera recepción; la segunda parte –terminada por el aguijón del Quijote apócrifo- es “algo más”, es una continuación que tiene como referente la primera parte, un universo autorreferencial, que se completa en sí mismo, un universo literario que tiene sentido al leerlo con el prisma de las aventuras leídas de la primera parte. ¡Qué diferentes son las reacciones de los personajes cuando se encuentran por primera vez con Don Quijote y Sancho Panza en cada una de las partes! En la primera parte, no hay referentes más allá de las aventuras compartidas de los libros de caballerías; en la segunda, el referente es el mismo texto cervantino de 1605: lectores que, con el paso del tiempo, se convierten en personajes. ¡Y qué diferente también la reacción del propio Quijote ante las nuevas situaciones planteadas por los lectores-personajes con los que se encuentra! ¡Y qué diferente la apuesta narrativa, la estructura de la obra, abandonando en la segunda parte las historias intercaladas, sobre todo, aquellas que nada tienen que ver con la trama central de la historia, como sucede con la Novela del curioso impertinente de la primera parte!

            Pero a pesar de estar delante de dos textos, de dos libros diferentes, lo cierto es que, a partir de 1637, van a editarse y a traducirse como una unidad. Y el primero que lo hará será el librero madrileño Domingo González, que costea la primera reedición que se hace de la segunda parte en Madrid, en los talleres de Francisco Martínez.

Las dos partes del Quijote (Madrid, 1637)

 

            Una unidad textual que, como se ha indicado, solo se editará de manera independiente en español y en inglés, pues en la tradición editorial francesa se creará desde finales del siglo XVIII un nuevo modelo tipográfico, que se difundirá por toda Europa. En 1678, Claude Barbin imprime una nueva traducción al francés, firmada por Filleau de Saint Martin: Historia de l’admirable don Quixote de la Manche. Frente a los dos tomos en 8º de las ediciones anteriores, ahora se prefiere un formato más pequeño (12º), por lo que la obra se compone de cuatro volúmenes, al que se le sumará en 1695 un quinto, una nueva continuación de las aventuras quijotescas, una cuarta salida protagonizada por Sancho Panza y escrita por el propio traductor. Y así se irán sumando nuevas continuaciones –incluyendo la continuación firmada por Alonso Fernández de Avellaneda-, llegando a crear un nuevo modelo textual de entretenimiento que triunfará en las prensas europeas hasta bien entrado el siglo XVIII.

            Este éxito editorial, sumado a las continuas imitaciones burlescas que se multiplican en todos los ámbitos, desde las comedias, entremeses, romances, canciones o ballets, muestra el triunfo temprano de las aventuras de don Quijote y de Sancho Panza. Esta es la línea más fructífera, la más conocida, la que pervive hasta nuestros días: la de la universalidad de personajes y aventuras sin que sea necesario haber leído el Quijote.

            Este es el triunfo de don Quijote como personaje, el recorrido de su particular mitificación, desde el 10 de junio de 1605, cuando aparece por primera vez en las fiestas vallisoletanas hasta nuestros días.

            Pero este no es el triunfo del libro Quijote ni de su autor.

            La mitificación de Cervantes como escritor y del Quijote como modelo literario, digno de ser imitado, vendrá de otro ámbito de recepción de la obra: la Inglaterra de principios del siglo XVIII, una particular y marginal recepción de la obra cervantina en Inglaterra durante esta centuria.

            A principios del siglo XVIII se dará una curiosa situación en Inglaterra, donde seguían huérfanos de modelos en el campo de la ficción en prosa, y donde proliferaban los debates sobre el género de la narrativa, sobre su finalidad, sus características… un debate semejante al que se vivió en castellano a principios del siglo XVI. Y si en este caso, la literatura de entretenimiento –con los libros de caballerías y los de pícaros a la cabeza- quedaron al margen, ahora será el Quijote y el Guzmán de Alfarache, los que se llevarán el centro de todas las polémicas, debates e imitaciones.

            De este modo, desde finales del siglo XVII a principios del XVIII, serán varios autores ingleses los que escribirán novelas siguiendo de cerca al personaje de don Quijote (la Quixotic fiction): Sir Launcelot Greaves de Tobias Smollet, The Female Quixote de Charlotte Lennox, Northanger Abbey de Jane Austen o The Spiritual Quixote, de Richard Graves. Pero más allá de esta imitación –una nueva muestra del éxito del personaje don Quijote, que no conoce ni de fronteras ni de limitaciones-, más interesante las obras que tienen al Quijote como libro como modelo literario (la Cervantean fiction): son novelas que tienen como protagonista a un personaje de corte quijotesco, que sufre una demencia similar que le hace trastocar el mundo, donde es posible descubrir en su trama calcos y empleos de pasajes de la obra cervantina, que destaca por su comicidad, con una semejante estructura de la historia, y donde predomina un hibridismo en los géneros. Entre ellos destacan las obras de Henry Fielding, en especial Joseph Andrews (1742) y Tom Jones (1749), que para muchos lectores de su época inaugura una nueva forma de escritura. En la portada de las ediciones de Joseph Andrews se destaca la vinculación cervantina con la expresión: “Written i Imitation of the Manner of Cervantes, Author of Don Quixote”.

            “A la manera e imitación de Cervantes, el autor del Quijote”.

            El Quijote se convierte en un modelo narrativo y su autor, en un escritor digno de todo tipo de alabanzas. Pero no por haber sido capaz de crear un particular programa literario, complejo y diverso en su tiempo, sino por haber dado a la luz un texto, el Quijote, que se toma como modelo.  Un modelo con el que es posible criticar a mediados del siglo XVIII las novelas nacidas a la luz y el influjo cervantino unos años antes. Entre 1760 y 1767 se publicó por volúmenes The Life and Opinions of Tristam Shandy, que convirtió a su autor, el clérigo Laurence Sterne es una celebridad. Una obra que es una parodia de la novela inglesa triunfante en este momento, que no es otra que las de Defoe, Richardson y Fielding, grandes admiradores y continuadores de Cervantes.

            Este es el recorrido del triunfo del Quijote como libro.

            De este modo, Miguel de Cervantes ha quedado, una vez más, en los márgenes. En los márgenes del Quijote libro y del Quijote personaje. En los márgenes de un acercamiento directo a su vida y su obra que coloca el Quijote en el centro –y meta- de todos los acercamientos biográficos, como así ya lo hiciera Mayans y Siscar en 1738.

            Esta ha sido la intención y la finalidad de nuestra biografía: la de rescatar al “Cervantes hombre” y situarlo en la época fascinante en que le tocó vivir, como son los Siglos de Oro, tiempo que no está de más reivindicar en cada momento. Un “Cervantes hombre” que escribe en un momento de cambio de paradigma, donde se están planteando cambios sustanciales entre la relación entre el escritor y los beneficios económicos que puede conseguir en su época, pero también un momento de debate sobre géneros, modelos narrativos, poéticos o dramáticos. Un “Cervantes hombre” que no coloca el Quijote en el centro de su vida, ni de su vida real ni de su vida en papel; una obra que de humildes orígenes y referentes termina por ser piedra angular de nuestra forma de entender la literatura en la actualidad. Un “Cervantes hombre” que vive, que sobrevive, que se construye y se reinventa en cada momento de su vida, siguiendo las oportunidades y posibilidades que le permite su tiempo. Un “Cervantes hombre” que, con el tiempo, ha terminado por ser marginal frente a la grandiosidad de su obra más genial: el Quijote (o los Quijotes).

            Miguel de Cervantes se encontraba en los márgenes de los centros de poder de su tiempo. Unos márgenes que sufre en vida, pero que también le permiten la libertad de dejarnos una obra que sigue siendo actual con el paso de los siglos. Una obra que busca su voz, su lugar y que no es voz ni espacio de un determinado poder o de una particular forma de entender el mundo. Miguel de Cervantes no fue un revolucionario, pues vive de acuerdo a las ideas y las costumbres de su época, que asume y defiende en cada momento. Pero Miguel de Cervantes termina por construir, por levantar un edificio literario revolucionario, que va más allá de los debates de su tiempo, que las preocupaciones y miedos de su época.

 

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!

 

Con estas palabras acaba Cervantes su “Prólogo al lector” del Persiles. Una curiosa despedida que es también un saludo de bienvenida a la “otra vida”, que puede ser la muerte como puede ser también la  vida de papel. Esa en la que Miguel de Cervantes ha ocupado el centro partiendo de los márgenes de su tiempo; esa que ha conquistado gracias a una obra marginal dentro del rico y variado proyecto literario que pone en pie en los últimos años de su vida. 

Una vida en construcción.

Una vida en la Corte.

Una vida de papel.

Un Cervantes hombre que no dejará de vivir en el recuerdo y en el ejemplo de tantos lectores de estas páginas.

Un Cervantes hombre que merece vivir en el centro de nuestra admiración. Un genio que no dejará nunca de desafiarnos y de sorprendernos.