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Epílogo de La madurez de Cervantes

La madurez de Cervantes

(Una vida en la Corte)

Madrid, EDAF, 2016

 


Epílogo:

Valladolid es Corte

 

            No se hablaba de otra cosa. Ni en los mentideros ni en los pasillos del alcázar. Todo eran dudas y todo eran rumores. Pero algo era diferente esta vez. Nada de Toledo, nada de Lisboa. Ahora la ciudad que se oía con más fuerza para ser la futura sede la Corte de la Monarquía Hispánica era Valladolid. Detrás estaba el duque de Lerma, el cada vez más poderoso Duque de Lerma. En el verano de 1600 parece que todo estaba decidido. Madrid seguía sufriendo las consecuencias de la peste, y el rey Felipe III había pasado una temporada en Valladolid en julio, disfrutando de un viaje castellano que le llevó por tierras de Segovia, Ávila, Salamanca… y, claro está, Valladolid. Y el Duque de Lerma no desaprovechó el viaje y su nombramiento como regidor de la ciudad, y compró el palacio de Camarasa.

            El 12 de septiembre de 1600 los rumores se convierten en preocupación entre los miembros del concejo del Ayuntamiento de Madrid, que en su sesión municipal llegaron a los siguientes acuerdos:

 

En este ayuntamiento se trató y confirió habiéndose entendido cuán adelante anda la nueva mudanza de la Corte, y considerando el notabilísimo daño que esta villa recibiría si fuese cierto por su grande empeño de más del daño que monasterio y personas pobres que tienen dadas sus haciendas a censo y lo demás que se ha representado, se acordó que los señores don Juan de la Barrera y don Juan de León, juntamente con el doctor Matute, hagan un memorial en que se represente el empeño de esta villa y las causas por qué ha procedido y el estado en que está. Y hablen al señor confesor y predicadores de su Majestad y personas que entendieren que tratan los casos de conciencia y hagan instancia con ellos procurando por todas las vías posibles estorbar esta mudanza; y también hablen a los señores del Consejo de Estado y los señores Juan Ruiz de Velasco y licenciado Valdés hablen a la Majestad de la Emperatriz y le representen todos los daños e inconvenientes y le supliquen con el memorial y pidan a su Majestad no permita que la Corte se mude.

 

             ¿No es ya demasiado tarde? Ya todo había sido decidido en el secreto de las estancias reales y todo se había puesto ya en juego. Nada podía (ni puede) parar la maquinaria burocrática cuando se pone en marcha.

            El 10 de enero de 1601, el rey parte para El Escorial, y cinco días después será el momento para la partida de la reina. Y de ahí, poco a poco, se fue trasladando la compleja y laberíntica red burocrática de la Monarquía Hispánica. Un escribano municipal, Francisco Testa, dejó documento escrito del diario de esta muerte anunciada de la Corte en Madrid:

 

Partió de Madrid, martes 20 de marzo de 1601, la cárcel y sello real para Valladolid muy a la sorda y sin ruido, y el sello, en un macho.

 

                  “Muy a la sorda” se fueron unos y a los gritos otros tantos. La tristeza de Madrid, la incredulidad de muchos que no sabían qué hacer, si venderlo todo e ir detrás de la Corte, o esperar a ver cómo se desarrollarían los acontecimiento, para así poder actuar con más prudencia, pero sabiendo también que en la nueva Corte, en la nueva Valladolid creada a partir de aquel momento, pocas serían las oportunidades que quedarían libres para los prudentes. Era momento para los intrépidos y para los aventureros. Los gritos, cada vez más escandalosos y tristes de Madrid, sobre todo de los miles de pleiteantes y pretendientes que se sentían en la obligación de ir detrás de quienes tenían en su gesto la resolución de sus preocupaciones e intereses, contrastaba con la alegría manifiesta de los vallisoletanos, a los que Felipe III se dirigió el 21 de enero de 1601 con estas palabras:

 

Justicia y regidores, caballeros hijosdalgo y hombres buenos de la muy noble y leal ciudad de Valladolid: Diego de Mudarra y don Luis de Alcaraz me dieron vuestra carta de nueve de este y significaron el mucho contento que en general y particular se ha tenido en esa mi ciudad de la merced y favor que la hago de ir a ella de asiento con la reina, mi muy cara y amada mujer, y con mi Corte, demostración propia de la gran fidelidad y amor a mi servicio de los naturales de ella, de que me hallo tan servido cuanto a esa mi ciudad y sus naturales me lo tienen merecido; mando acudáis al apresto de todo lo necesario con la puntualidad y cuidado que lo confío de vosotros y es menester.

 

 

            Si Madrid se había construido en silencio a lo largo de los años desde que fue nombrada Corte en 1561, donde eran miles los pretendientes, como Cervantes, los que se daban cita en sus calles, en sus plazas, en las antesalas de los Consejos en el alcázar, ahora el traslado a Valladolid se va a vivir con gemidos, lloros y maldiciones, según lo cuenta el padre Sepúlveda en su Historia de varios sucesos:

 

Todo era confusión y lloros; todos andaban ya pasmados y atónitos; todo eran gemidos, lloros y maldiciones, y pasábanse a mucha furia, y en pocos días estaba aquel pobre lugar y desdichado pueblo de suerte que no lo conocía nadie. Era de suerte que no parecía sino que moros o ingleses le habían saqueado y puéstole fuego.

 

            Al final, Madrid, la que fue sede de la Corte, ha sido vencida por los “enemigos” de la Monarquía Hispánica, esa que pasa de la victoria (cantada a los cuatro vientos) de la Batalla de Lepanto y de la derrota (multiplicada por los enemigos) de la Armada Invencible: “moros o ingleses”.

            Y como no podía ser de otro modo, este acontecimiento histórico tan crucial para miles y miles de personas, rápidamente se convirtió en literatura, en esos romances que se iban difundiendo de boca a oreja, que llenaban de versos la sorpresa y la tristeza o la alegría y la admiración de muchos de los protagonistas anónimos que vivieron en sus carnes la “mudanza de la Corte”. En 1601, Sebastián de Cormellas publica en Barcelona un romance anónimo: “Competencia entre las dos villas, Madrid y Valladolid, sobre la idea de su Majestad a Valladolid”, donde imagina un diálogo entre las dos ciudades:

 

                        Madrid y Valladolid,

                  dos señoras de buen talle,

                  sobre celos de su rey

                  se encontraron una tarde.

 

            “Madrid viene como viuda / por la ausencia de su amante”, y no puede dejar de lamentarse, de llorar, mientras que Valladolid se presenta “en hábito ciudadano” […] “tan señora como grave”. Madrid, despechada, no puede dejar de insultar a Valladolid y de lamentarse de que el rey la haya escogido a pesar de todos sus defectos y faltas:

 

                        ¿Es por dicha más hermosa

                  una mujer de mal aire,

                  con mil nubes en los ojos

                  y con mil nieblas delante?

 

            Y Valladolid, la nueva amante del rey, la que se siente ahora la más hermosa al ser iluminada por su amor, no se queda tampoco atrás en sus críticas, que tiene que ver mucho con su falta de higiene y los miles de pobres que abarrotan sus calles:

 

                  Dice que tiene buen rostro

                  mas con su pan se lo coma,

                  que sus servidores juran

                  que le huele mal la boca.

 

            Y entre reproches casi llegan a las manos las dos ciudades, de no estar allí la ciudad de Segovia para poner un poco de orden.

            Un romance que acaba con un “final”, con una despedida a Madrid, muy propia de este tipo de composiciones (que retomará posteriormente Cervantes en su Viaje del Parnaso):

 

                        Adiós, amada acción;

                  adiós casas, prados, ríos,

                  monasterios, anchas plazas,

                  puentes, calles, edificios.

                                    Adiós a nuestro amado amparo,

                  patria nuestra, Madrid rico,

                  Corte del gran Salomón,

                  hechura de Carlos quinto […].

                                    Adiós, plazas de Madrid,

                  que llegado ha el plazo esquivo

                  de aquesta nuestra mudanza

                  que ya los Cielos dan gritos.

                                    Adiós, señora de Atocha,

                  que sois Madre de Dios mismo;

                  adiós, nuestro amado Amparo;

                  adiós, Virgen de Loritho.

                                    La Merced, la Trinidad,

                  el Carmen y San Benito,

                  la Victoria, Santa Cruz,

                  adiós, divino agustino […]

           

           

            Otros muchos escritores dejaron escritas sus impresiones de un Madrid que dejó de ser Corte, de la situación en que quedó cuando el sello real viaja con el rey a Valladolid, llevándose tras de sí a los Consejos, y con él, como una cola infinita, a la red de pleiteantes, pretendientes y a los escribanos que dan sentido de sus vidas en los márgenes de los miles y miles de legajos que abarrotan los archivos. Y entre ellos, destaca Francisco de Quevedo y su letrilla burlesca: “Después que me vi en Madrid / yo os diré lo que vi”. Y, copla a copla, va dando entrada en la diana de sus críticas a un Madrid desolado, triste imagen de aquello que fue y sin la esperanza de volver a serlo:

           

Vi una alameda excelente,

            que a Madrid el tiempo airado

            de sus bienes le ha dejado

            las raíces solamente.

            Vi los ojos de una puente

            ciegos a puro llorar,

            los pájaros vi cantar,

            las gentes llorar oí.

            Yo os diré lo que vi.

 

                        Médicos vi en el lugar,

            que sus desdichas rematan,

            y el hambre no la matan

            por no haber ya que matar.

            Vi a los barberos jurar

            que en sus casas en seis días

            por sobrar tantas vacías

            no entraba un maravedí.

            Yo os diré lo que vi.

 

                        Vi de pobres tan enjambre

            y una hambre tan cruel,

            que la propia sarna en él

            se está muriendo de hambre.

            Vi por conservar la estambre

            pedir hidalgos honrados

            al reloj cuartos prestados

            y aún quizás yo los pedí.

            Yo os diré lo que vi.

 

                        Vi mil fuentes celebradas

            que son, aunque agua les sobre,

            fuentes en cuerpo de pobre,

            que dan lástima miradas.

            Vi muchas puertas cerradas,

            y un pueblo echado por puertas

de sed, vi lámparas muertas

en los templos que corrí.

            Yo os diré lo que vi.

 

            Vi un lugar, a quien su norte

arrojo de las estrellas

que, aunque agora está con mellas,

yo le conocí con Corte.

No hay quien sus males soporte

pues por no le ver su río

huyendo corre con brío

y es arroyo baladí.

            Yo os diré lo que vi.

después que me vi en Madrid.

 

            ¿Escribió Cervantes algún romance, alguna letrilla burlesca o algún soneto para lamentar también la mudanza de la Corte? Una mudanza que le obligará a construirse una nueva vida en Valladolid, siguiendo los pasos de oportunidades, de sueños que le llevó a su padre Rodrigo a dejar Alcalá de Henares para intentar en la sede de la Cancillería una nueva vida, una posibilidad de hacer negocios, seguramente, como agente, en esos asuntos de préstamos que le llevó a pasar una temporada en la cárcel?

            Lo mismo que su hijo, aunque en circunstancias y razones bien diferentes.

            Valladolid fue Corte entre 1601 y 1606.

            Las tristezas de unos años atrás se transforman ahora en alegrías, fiestas, procesiones y regalos. El 24 de enero de 1606, el Duque de Lerma comunica a los presidentes de los Consejos que a partir del 6 de febrero cesarían sus actividades que se reanudarían en abril en la villa (y de nuevo Corte) de Madrid. El 26 de enero, el consejo madrileño no puede sentir mayor alegría:

 

En este ayuntamiento, habiéndose visto una carta del señor Alcalde que escribió a esta Villa, de Valladolid de veinte y tres de enero de este año en que le da cuenta de lo que se ha hecho con su Majestad sobre la mudanza de la Corte a esta Villa, y lo que sobre ella ha pasado, y la merced que nuestro señor ha hecho a esta villa, se acordó que esta tarde se hace una solemnísima procesión que salga de Santa María, y vaya a la Victoria en hacinamiento de gracias, y vuelva por el monasterio de las Descalzas; y esta noche haya luminarias generales y se pregone y se pongan faroles […]. Y al correo que trajo la carta de la nueva, se le den cuarenta ducados demás e su viaje, y a don Bernabé, hijo del señor Alcalde, que trujo la carta a este ayuntamiento, se le dé una cadena de cien ducados […].

 

            Este será el espacio, la geografía y el tiempo en que Cervantes comience su “tercera vida”, esa que le lleva a abandonar Andalucía, que le muda de sus casas en Madrid y en Esquivias, a una casa alquilada en los arrabales de Valladolid, de esa ciudad que no le dará tiempo a construirse como Corte. Una tercera vida en que han quedado ya lejos sus sueños juveniles de prosperidad como capitán, para así encontrar en la milicia una forma de vida, como así lo hará su hermano Rodrigo. Una tercera vida que renuncia a sus peticiones durante su madurez de una merced en esa Corte que le ha dado la espalda durante demasiados años, la Corte de Felipe III que nada tiene que ver con la de su padre: una Corte que se va quedando en manos del Duque de Lerma, de los validos, dejando en un segundo plano al sistema de Consejos, que es el ha conocido y en que se ha desenvuelto Cervantes por estos años. Un cambio de paradigma, un cambio de los equilibrios de poder como muy bien le supo explicar el embajador imperial Hans Khevenhüller al Emperador Rodolfo II, según carta escrita en Madrid en 1606:

 

Después que faltó el rey viejo, faltó la estimación a los consejeros y ministros viejos, a los cuales fueron preferidos otros que no tienen noticia de los negocios […] de que se han seguido varios absurdos e inconvenientes, de manera que no ha habido orden ni modo en el gobierno, ni en cosa alguna, trabucándolo todo de pies a cabeza. Particularmente la Hacienda Real, que es el nervio de la paz y de la guerra, de tal suerte es gobernada que amenaza esa monarquía un naufragio total y ruina […]. En suma, clementísimo señor, las mercedes que el rey hace cada día a los de Lerma, a sus adherentes y paniaguados, aunque son grandes, copiosas y aun exorbitantes, dañosísimas a su Real Hacienda y a todo el reino, no son bastantes a llenar su ambición y desordenada codicia, y si las continúa algunos años como hasta aquí, brevemente no le quedará tuétano en los huesos.

 

                  Cambio de la sede de la Corte. Cambio en los repartos de poder, donde los albistas verán cómo su ciclo de influencia vuelve, dejando a un lado las tesis castellanistas que se han impuesto desde los años ochenta del siglo XVI. Cambio de domicilio y cambio de vida. ¿Siguió Cervantes a sus hermanas a Valladolid, detrás de los contratos cortesanos de costura, con lo que ellas sobrevivían? ¿O lo hizo pensando en los nuevos “negocios” que siempre se producen en la Corte, donde el préstamo y las deudas eran algo habitual, cotidiano? ¿Acaso las rentas de la familia de su mujer Catalina no le permitiría llevar una vida sosegada al final de sus años, después de tantos sueños rotos, de tantas promesas incumplidas en Esquivias?

            Comienza el siglo XVII Cervantes en Valladolid. Comienza en estos años su vida de plenitud, y lo hará con el éxito, no pensado, de la primera parte del Quijote. Y lo hará de manos de la imprenta y de un género editorial que no da prestigio en este momento, como es el de los libros de caballerías. Pero este es solo el principio, pues realmente su época de plenitud, aquella que realmente le convierte en un ser excepcional dentro de los fascinantes Siglos de Oro, comienza en 1613 como la publicación de las Novelas ejemplares. Hasta aquel momento, hasta el proyecto literario que le consumirá los últimos años de su vida –antes de papel que de carne y hueso-, Miguel de Cervantes se ha comportado como lo que es: uno más de los miles y miles de pleiteantes en la Corte. Su literatura, de carácter instrumental, no se diferencia mucho del acercamiento literario de la gran parte de los escritores del momento. Si no hubiera habido un Miguel de Cervantes de papel, un Miguel de Cervantes en plenitud, si no hubiera llegado a publicar nada más después de la primera parte del Quijote, ¿qué escritor, qué mito de genio escritor, se hubiera podido consolidar con el paso de los siglos? Escasa era su cosecha literaria –como la de tantos cientos de escritores de aquellos siglos impensables que conocemos con el nombre de Siglos de Oro: en la imprenta, un libro de pastores y otro de caballerías; primer triunfo en los corrales de Comedias, pero solo en los momentos inaugurales, nada que ver con su explosión económica y empresarial con el paso de los años; y una difusión, más o menos amplia, de sus composiciones poéticas.

            Será justamente esa tercera vida, la vida en papel, la vida en plenitud la que permite individualizar, volver único a Cervantes. Miguel de Cervantes, el hombre Miguel de Cervantes, ha comprendido, por fin, su derrota, y comienza entonces su triunfo como Miguel de Cervantes personaje y Miguel de Cervantes mito, lo que nos ocupará las páginas del tercer volumen de nuestra biografía.

Vale.