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Tercera parte: Vuelta a España y final de la biografía

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[TERCERA PARTE: Vuelta a España y final de la biografía]

 

Volvió a Madrid después de año y medio de ausencia y llegó al principio del de 1631. Fue muy bien recibido del Conde Duque, mandóle fuese luego a besar la mano a Su Majestad, agradeciéndole mucho no haberse dejado retratar de otro pintor y guardándole para retratar al Príncipe, lo cual hizo puntualmente. Y Su Majestad se holgó mucho con su venida. No es creíble la liberalidad y agrado con que es tratado de un tan gran Monarca. Tener obrador en su galería y Su Majestad la llave de él y silla para verle pintar de espacio casi todos los días. Pero lo que excede todo encarecimiento es que, cuando le retrató a caballo, le tuviese tres horas de una vez sentado, suspendido tanto brío y tanta grandeza. Y no parando el pecho real en tantas mercedes, en siete años ha dado a su padre tres oficios de Secretario en esta ciudad, que cada uno le ha valido mil ducados cada año. Y a él, en menos de dos, el de guarda ropa y de ayuda de Cámara en éste de 1638, honrándolo con su llave, cosa que desean muchos caballeros de hábito. Y mediante el cuidado y puntualidad con que procura aventajarse cada día en servir a Su Majestad, esperamos el aumento y las mejoras en el arte por quien lo ha merecido, y en los favores y premios debidos a su buen ingenio; el cual, empleado en otra facultad (sin duda alguna), no llegara a la altura en que hoy se halla. Y yo, a quien cabe tanta parte de su felicidad, doy fin a este capítulo con los versos siguientes:

 

[106]

 

ELOGIO AL RETRATO del Rey nuestro señor, a caballo, que pintó Diego de Silva Velázquez, Pintor de Su Majestad. De don Gerónimo González de Villanueva, florido ingenio sevillano.

 

A tu semblante inclinan soberano,

¡oh, gran Señor de la cristiana gente!

(cuando en fuerte bridón de acero armado

feliz te mira el que tu nombre adora)

el persa fiero la indómita frente,

la diestra amenazante el otomano.

Ya nueva luz de amaneciente Aurora,

ya César español como Africano

la quinta esfera de tus rayos dora.

También tu acero fuerte

envidia, tiempo y muerte;

y hoy que al trono difícil de la Fama

vuelas seguro sin temor de olvido,

tu rostro esclarecido

benigno inclina a la triunfante España,

fiel, ya deudora del afecto pío

con que levantas su postrado brío

con que feneces tanta heroica hazaña.

Por cuanto Tetis baña,

Febo ilumina, y la triforme Luna,

suene tu nombre, y la real espada

con ira noble y con belleza airada,

árbitra de la muerte y de la vida,

de el polo ardiendo hasta la Cithia helada

[107] ostente de tu enseña conducida

la feroz gente, y con valor profundo,

pues no primero, Macedón Segundo,

vibra el acero que al primer ensayo

de Elegra [sic.] imita el fulminante rayo,

que te avasalla el uno y otro mundo.

Huya el rebelde que negó obstinado

al blando yugo de la Fe suave

el yerto cuello, que ya al peso grave

rinde de opresión dura,

con vida y libertad tan mal segura,

que apenas mira por la enhiesta lanza

término entre la ofensa y la venganza.

Huya el que, de rigor y envidia armado,

vanamente fiado

en la distancia de tu imperio augusto,

conservar osa con aliento injusto

la fuerte plaza, cuyo fuerte muro

pisa, tan mal seguro,

que, honrando tus católicos pendones,

dando la vida por la infamia el paso,

obra el temor, en el difícil caso,

lo que descordada impresa fuera

de Jerjes a las hórridas naciones.

Qué mucho, si, con alta providencia,

por los índicos mares no domados

y llega por la tierra más oculta

la roja cruz de tu estandarte ufano;

y donde tu corona dificulta

la esperanza a los ciegos y obstinados,

que tu solio amenazan castellano.

Y en circo bello en que mintió algún día

primaveras la gala y valentía

(donde premiaba amor con aspereza

amorosos alientos de belleza,

del que manchando con marcial decoro

el limpio fresco en el sangriento toro,

inmortalmente, sin morir moría).

Ya con fingidas veras el acento

de la trompa, animada con el viento

a sacudir la paz, infructuosa

los ánimos enciende, acción gloriosa

del atlante, Señor, en quien se inclina

(merced quizá divina)

de tu gloria el humano firmamento.

A cuya duración así dispensa

que en este hecho acreditar procura,

no sin admiración de la ventura,

que ya, Señor, te sobre la defensa;

que ya te espera con devota planta

la opresa Ciudad Santa,

que vio violadas las purpúreas rosas

del sol divino, que con pecho fuerte

quiso morir para vencer la muerte.

Pica el caballo, que el dorado freno

tascar parece, y que oprimido gime

del grave peso la pintada selva,

y que él, de orgullo y de arrogancia lleno,

(el rostro al cielo o a la tierra vuelva

que perdona tal vez si el viento oprime)

bruto no irracional, tan obediente

los afectos te cuente,

que la rienda fiada al albedrío

haga con nuevo empleo

freno la voluntad, rienda el deseo;

y Bucéfalo, ya más venturoso,

signo se sol hermoso,

o Pirois o Flegón, con presto vuelo,

[109] por sendas de oro, y círculos de oro,

de Filipo el gran nombre repetido

sea el flamante carro suspendido.

No forzada la verdad, al dulce engaño

de los ojos te miro,

copia feliz de Numa o de Trajano;

pues cuando de tus ojos me retiro

y busco en el trasunto el desengaño,

a ti te adoro y tu retrato admiro.

Gentílica opinión juzgar pudiera

tu copia verdadera,

si al lienzo lo que al ave, al pez, al bruto,

filósofo discurso concediera;

y prevenido al hecho, sino astuto,

al artífice viera en dulce calma

pasar al lino desde el cuerpo el alma.

Pero a Deidad camina

lisonja tan divina:

que sin partir la unión que viva eterna

cuanto al respeto la lealtad le mueve,

alma espira el pincel, alma le debe

la línea más sutil que le gobierna.

Muévese el sauce y las olientes,

con parleros olores,

y con trinos las aves

publican lo que sabes,

eternizan tu nombre,

Velázquez, que a tu mano

debe el afecto humano

crédito más que de hombre.

 

 

 

A DIEGO DE SILVA VELÁZQUEZ, pintor de nuestro Católico Rey Filipo IV, habiendo pintado su retrato a caballo, le ofreció su suegro Francisco Pacheco, estando en Madrid, este soneto.

 

Vuela, ¡oh, joven valiente!, en la ventura

de tu raro principio, la privanza

honre la posesión, no la esperanza,

del lugar que alcanzaste en la pintura.

Anímete la augusta, alta figura

del monarca mayor que el orbe alcanza,

en cuyo aspecto teme la mudanza

aquel que tanta luz mirar procura.

Al calor de este sol tiempla tu vuelo

y verás cuánto extiende tu memoria

la Fama, por tu ingenio y tus pinceles.

Que el planeta benigno a tanto cielo

tu nombre ilustrará con nueva gloria,

pues es más que Alejandro, y tú su Apeles.

 

[Transcripción: Santiago Arroyo Esteban]


 

 

 

 

 

Diego Velázquez, El príncipe Baltasar Carlos con un enano, 1631. Boston, Museum of Fine Arts.