Volver…

El jueves, toda España permanecerá en vilo ante las elecciones al Parlamento de Cataluña más expectantes que se han vivido. De su resultado, también está pendiente medio mundo. Un resultado que debería hacer volver a funcionar con la lógica de la democracia constitucional que hemos perdido al separar democracia y legalidad. No hace falta volver con la frente marchita y pidiendo disculpas. Pero los independentistas deben volver cuanto antes al Estado de Derecho, y todos los partidos a alcanzar compromisos en el desacuerdo, mientras que el Gobierno de la Nación no puede seguir sin afrontar las reformas territoriales que sean razonablemente necesarias tras comenzar un diálogo. Un cambio en la deriva de la nave será más sencillo si vencen los partidos constitucionales, y se produce una alternancia democrática que sanee los vicios adquiridos en décadas. Pero la situación está bloqueada en un callejón sin salida, ocurra lo que ocurra.

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Acuarela de la manifestación en Barcelona el 28 de octubre. / Roberto Pla.
Acuarela de la manifestación en Barcelona el 28 de octubre. / Roberto Pla.

Este jueves 21 de diciembre de 2017 tendrán lugar elecciones al Parlamento de Cataluña en una situación insólita. El Presidente de la Generalidad y algunos Consejeros, autoexiliados en Bélgica, el país federal con más problemas de gobernabilidad. El Vicepresidente y los Presidentes de dos asociaciones, encarcelados en prisión preventiva. La Presidenta del Parlamento, y varios miembros de la Mesa y del Gobierno pendientes de enjuiciamiento ante el Tribunal Supremo por serias responsabilidades penales en unos procesos que difícilmente acabarán pronto.

El Gobierno y la Administración autonómicos descabezados y sometidos a intervención por parte del Estado. Un control político y excepcional sobre los órganos de autogobierno, al amparo del artículo 155 CE, después de haber fracasado todos los mecanismos jurisdiccionales de control de los actos ante los flagrantes incumplimientos promovidos por dichos dirigentes, quienes llegaron a creerse inmunes a las leyes, como sólo son los dioses. Así se ha puesto fin, -esperemos sea sólo un paréntesis-, a cuarenta años de autogobierno de Cataluña, los más intensos y extensos de toda su historia.

Estas son las terribles consecuencias que han provocado el proceso unilateral hacia la independencia, que a nadie benefician y menos que a nadie a los ciudadanos de Cataluña. Un camino que no debería seguir tratando de andarse para no generar más daño.

La intervención estatal llegó, cargada de razones después de incumplirse sistemáticamente la Constitución, el Estatuto de Autonomía, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y sus sentencias, el Reglamento del Parlamento de Cataluña, las normas que regulan el Consejo de Garantías Estatutarias y un largo etcétera de leyes, que se abandonaron, sin sustituirlas por otras como solían hacer ciertas tribus salvajes. El principio de legalidad, español y catalán, dejaron de tener vigencia alguna, avasallándose los derechos políticos de las minorías.

No conozco en nuestro entorno leyes análogas a las leyes catalanas de referéndum y de transitoriedad jurídica. En teoría política se llama “tiranía” cuando dejan de cumplirse las leyes, aunque se haga en el nombre de una mayoría, por otra parte, escasa. Actuar así cuando no se posee poder bastante para imponerse no puede considerarse siquiera inteligente. No es, pues, ni democrático ni inteligente.

Hasta aquí puede parecer el inicio de una mala novela de terror, una pesadilla de la que aún no nos hemos despertado, pero la realidad supera a veces cualquier ficción. Quienes han provocado esta grave situación revolucionaria merecen serias responsabilidades políticas y penales. Pero quienes llevan tiempo sin afrontar la necesaria reforma del Estado autonómico, pendiente desde hace lustros según todos los expertos, deberían afrontar una seria autocrítica y comenzar a moverse. Ambas partes no merecen reproches de la misma calidad ni gravedad, sería injusto. Pero es menester cambiar el marco.

Callejón sin salida

No sé qué ocurrirá en las elecciones, pero -me temo- dé un poco igual. Un cambio en la deriva de la nave será más sencillo si vencen los partidos constitucionales, y se produce una alternancia democrática que sanee los vicios adquiridos en décadas. Pero la situación está bloqueada en un callejón sin salida, ocurra lo que ocurra. Cataluña lleva tiempo demediada en dos partes casi iguales, ninguna de las cuales tiene fuerza suficiente para derrotar plenamente a la otra. Es evidente que sólo cabe pactar y volver a la democracia y al Derecho. Una actividad que ha estado siempre en la vieja cultura pactista propia de la historia de Cataluña. Actualizar el derecho codificado, cumplir las leyes y votar.

Volver a funcionar con la lógica de la democracia constitucional que hemos perdido al separar democracia y legalidad. No hace falta volver con la frente marchita y pidiendo disculpas. Pero los independentistas deben volver cuanto antes al Estado de Derecho, y todos los partidos a alcanzar compromisos en el desacuerdo. El Gobierno de la Nación no puede seguir sin afrontar las reformas territoriales que sean razonablemente necesarias tras comenzar un diálogo.

Enrocarse en la Constitución sin querer actualizarla es un suicidio, porque deteriora su eficacia jurídica y legitimidad democrática, porque una inmensa mayoría de los catalanes  de ambos lados demandan reformas, y, en especial, porque la casa común, el Estado autonómico, provisional y transitorio y repleto de fallas desde sus orígenes, está muy deteriorado y debe reordenarse en beneficio de todos los españoles. Es preciso ponerse de acuerdo en cómo solventar el conflicto. Es así de sencillo y de difícil: transigir y pactar.

La democracia no es sólo gobierno de la mayoría, demanda el respeto de un conjunto de principios, entre ellos, la garantía de los derechos fundamentales de las minorías y el cumplimiento de las leyes, que ciertamente pueden cambiarse, pero mientras tanto se cumplen. “Democracy embeded in the rule of law”, le gusta decir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El Derecho, y en particular el constitucionalismo, no es una vieja superestructura, un divertimento de la tribu de los juristas, sino la única forma que conoce la cultura europea para solucionar los conflictos. Necesitamos pactar salidas a este serio desacuerdo. Forzar desde el Derecho una cultura política que nos permita salir del conflicto. Sin perder más tiempo.

 

Javier García Roca es Catedrático de Derecho Constitucional de la UCM.


 

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