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El niño que domó el viento (The Boy Who Harnessed the Wind) 2019 Pobreza energética y desplazados climáticos

7 oct 2023 - 01:59 CET

Muchas historias importan. Las historias se han utilizado para desposeer y difamar.

Pero las historias también se pueden utilizar para empoderar y humanizar.

Las historias pueden romper la dignidad de un pueblo.

Pero las historias también pueden reparar esa dignidad rota.                                                                 

Chimamanda Ngozi Adichie

 

  • País: Reino Unido
  • Dirección: Chiwetel Ejiofor
  • Guion: Chiwetel Ejiofor

 

El niño que domó el viento es un proyecto personal del actor británico de cine y teatro Chiwetel Ejiofor, que se hizo famoso por su papel en la película 12 años de esclavitud. Ejiofor realizó el guion, la dirección y la interpretación de esta cinta que ha sido distribuida por Netflix. La historia transcurre en Malawi, y cuanta lo que le ocurre a una familia campesina local durante una hambruna en el año 2001. El personaje principal es William, un adolescente inteligente y deseoso de ir a la escuela, en una comunidad que vive al límite de la subsistencia. En esta película tenemos ocasión de ver de manera realista la forma de vida de la población africana, que pocas veces llega a nuestros cines si no es a través de documentales. 

La película discurre en un pueblo agrícola de Malawi, país conocido como “El corazón cálido de África”, uno de los más pobres y poblados del planeta. No tiene salida al mar y depende de una agricultura básica y casi de autoconsumo para sobrevivir. Más del 50% de su población vive bajo el umbral de la pobreza, y es uno de los países del África meridional que están sufriendo más las consecuencias del cambio climático en forma de inundaciones o sequías continuadas. La película toca los graves problemas que asolan estas regiones como la inestabilidad y la corrupción política, la dependencia de los países occidentales, las hambrunas, la falta de recursos públicos para educación o sanidad, la degradación ambiental por la basura depositada por los países ricos en sus territorios, o la necesidad de emigrar porque falta la comida.

La película comienza planteando un problema que afecta a la familia: la tala de árboles que rodean el pueblo y la consiguiente deforestación del terreno. La gente del pueblo es consciente de lo que está pasando, pero nada pueden hacer frente a las madereras y las políticas que favorecen la actuación depredadora de las grandes empresas. La gente sabe que de los árboles obtienen muchas cosas: leña, forraje, fibras, productos farmacéuticos, madera, y que sin ellos las lluvias torrenciales se llevan la capa más fértil de la tierra de cultivo. A través de los ojos de William vemos cómo la supervivencia de su familia, cuando se va perdiendo el bosque, está ligada exclusivamente a la producción de maíz, que a su vez depende de la estabilidad climática que ya no existe. William tiene que dejar de ir a la escuela porque su familia no puede pagarla y su hermana se acabará marchando de casa con su novio para que la familia tenga una boca menos que alimentar cuando llega el hambre. Pero William es imaginativo, y trabajará duro para conseguir fabricar un molino de viento que genere la electricidad suficiente para alimentar una bomba para sacar agua de un pozo, construida con lo que encuentra en un basurero. Tendrá en contra el sistema político-social con pocos mimbres públicos y a su propio padre, que teme perder lo poco que les queda en el proyecto sin certezas que su hijo quiere desarrollar. 

 

La tormenta perfecta: pobreza y cambio climático

 

El cambio climático afecta prácticamente a todas las zonas del mundo, pero las mayores consecuencias adversas se producen en las zonas pobres. En países fríos del norte de Europa como Noruega o Suecia, incluso ha favorecido su economía. En Canadá, un país que se ha visto dramáticamente afectado por grandes incendios e inundaciones, han controlado perfectamente los efectos de los desastres sobre la población. Pero para los países pobres la realidad es dramática.

El nivel del mar ha subido desde 1880 hasta hoy entre 21 y 24 centímetros y se prevé que, si no cambiamos el rumbo de nuestras emisiones, a finales de este siglo el mar subirá 1,1 metros y mil millones de personas estarán en riego de convertirse en náufragos. Pero este hecho afecta de forma diferente a los países dependiendo de su riqueza. Bangladesh está permanentemente amenazado por la entrada de agua salada en las zonas de cultivo y el desbordamiento de los ríos; cuando esto ocurre, muere siempre gente, su población campesina se queda sin recursos ni vivienda y se producen cada año miles de desplazados. En una situación muy distinta están los Países Bajos, que tienen recursos económicos y organizativos y con estados fuertes que les permite construir diques nuevos, e invertir en investigación aplicando soluciones ingeniosas de alta tecnología. Un ejemplo interesante es el proyecto Schoonship que se está desarrollando en Ámsterdam, que consiste en edificar barrios sobre el agua con casas ecológicas que no utilizan energía fósil, reciclan el agua, tienen paneles solares y cuentan con jardines y tejados verdes. Estos proyectos son ejemplos de buenas prácticas, porque plantean no sólo un cambio de vivienda, sino también un cambio en el modelo económico y social.

Pero en las zonas más empobrecidas de la Tierra, millones de personas se encuentran indefensas frente a los desastres desatados con el cambio climático. En la película, El niño que domó el viento, aparece el problema de las sequías y las inundaciones en la zona más castigada de África. El secretario general de la Organización Meteorológica Mundial señaló en un informe publicado en 2020, que en África los fenómenos meteorológicos y climáticos son cada vez más extremos. La temperatura ha subido más que la media mundial. Por ejemplo, en las Cataratas Victoria ha aumentado 3,8 grados de media en los últimos 40 años, lo que hace muy difícil el futuro de la gente en sus territorios, sometidas a las hambrunas y a las enfermedades. Se estima que en el año 2030 habrá en África 118 millones de personas que tendrá que sobrevivir con menos de 1,90 dólares al día. Sequías, ciclones y lluvias torrenciales, amenazan casi quince millones de personas en el Sur de África. En la zona de Zimbabue, Zambia, Mozambique o Malaui hay 45 millones con inseguridad alimentaria temporal y 14 millones en riesgo de hambruna.

 

“Hoy sólo he comido cuero de mi tambor”

 

El hambre es uno de los temores atávicos de la humanidad. Es el tercer caballo negro del Apocalipsis, que llega después de las conquistas y la guerra y antes que la muerte. Para la gente que vivimos en sociedades ricas el hambre simplemente no existe. Sin embargo, en el mundo mueren diez personas por minuto, según un informe de OXFAM publicado en julio de 2021, pese a que se producen alimentos suficientes para toda la humanidad. ¿Por qué sigue muriendo la gente de hambre? Porque el alimento es objeto de especulación de grandes empresas capitalistas. El periodista Martín Caparrós publicó en 2015 un ensayo titulado El Hambre, escrito después de viajar por la India, Bangladesh, Níger, Sudán del Sur, Madagascar, Estados Unidos y Argentina. En su investigación cataloga el hambre del mundo como “el mayor fracaso de la humanidad” porque el problema no está en la obtención de alimentos, sino en haber convertido en objeto de especulación económica su distribución. El hambre “no es un problema de pobreza, sino de riqueza”. Hay hambre porque unos pocos acaparan la comida, y precisamente por eso, el hambre actual es el más violento de la historia. No se trata sólo de que muchos millones de personas ingieran menos calorías de las necesarias, sino de que las hambrunas nos están interpelando, diciéndonos a gritos que debemos cambiar las condiciones sociales y económicas en la que se produce la desigualdad. ¿Qué podemos hacer para forzar el reparto de bienes? Una pregunta incómoda en un mundo que no ve posible implantar un modelo de redistribución de la comida. Frederic Jameson en su libro Arqueologías del futuro, afirma que “es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Las políticas de redistribución de la riqueza son las únicas que pueden garantizar no sólo una vida material más justa, sino una sociedad menos violenta y competitiva.

En la película vemos a una familia dedicada a producir maíz, que cuando falta el agua o se producen inundaciones, se quedan si nada. La historia transcurre en la hambruna de los años 2002 y 2003 en Mali, y parece que pocas mejoras se han introducido en el país veinte años después, tal vez porque el contexto mundial es negativo. En la actualidad estamos viviendo una crisis global de proporciones nunca vista: 345 millones de personas en el mundo sufren inseguridad alimentaria aguda y 50 millones en 45 países se asoman a la hambruna. Y todo esto mientras en la COP 27 celebrada en Egipto en noviembre de 2022, los países más ricos han mostrado una enorme preocupación por la seguridad alimentaria mundial, seguramente temerosos de que millones de personas hambrientas abandonen sus territorios ante la imposibilidad de poder comer, y han acordado establecer un “fondo global de pérdidas y daños”, que reconoce que los países más pobres son los que menos contaminan y los que más sufren las consecuencias del cambio climático, y que por lo tanto, los más ricos deben velar al menos por su subsistencia. Pero ¿de dónde saldrá el dinero? Supuestamente de las empresas más contaminantes. Falta por ver que los gobiernos sean capaces de obligarlas por lo menos a una redistribución de sus ganancias a los países más perjudicados por el cambio climático.

 

Las mujeres y el poder patriarcal

 

El niño que domó el viento es una historia contada desde la realidad de los varones, si bien podemos matizar y decir que en algunos puntos es crítica con el poder patriarcal. Los principales protagonistas son hombres: William, su padre, sus amigos, sus vecinos, son las presencias más visibles en todo este trabajo. Curiosamente, la familia de William podría ser una familia europea: padre, madre y tres hijos. Esta configuración no responde mucho con el concepto de familia extensa ideal como dice un refrán africano: “Hace falta todo un pueblo para educar a un niño”. Tampoco se ajusta mucho el rol de la madre dentro de esta familia, dedicada sólo a la vida doméstica. La realidad es que las mujeres africanas en su inmensa mayoría se ocupan de trabajos productivos además de los reproductivos, como son pequeños negocios y sobre todo la agricultura, que les aporta ingresos económicos que en muchos casos son fundamentales para la supervivencia de la familia. De hecho, el 80% de trabajo agrícola está desarrollado por las mujeres.

En la película no vemos una realidad: Malawi es uno de los países con una mayor brecha de género en el mundo (63,2%). Este dato lo proporciona el Índice Global de la Brecha de Género, que analiza la división de los recursos y las oportunidades entre hombres y mujeres en 155 países de acuerdo a su participación en la economía, el mundo laboral cualificado, la política, el acceso a la educación y la esperanza de vida. En Malawi, según Naciones Unidas, las condiciones de las mujeres son duras porque alrededor del 38% entre los 15 y los 49 años han experimentado violencia sexual al menos una vez en su vida, una realidad que se ha agudizado en los últimos tiempos.

Pero en Malawi, como en tantos otros países africanos, hay activistas que trabajan intensamente por mejor las condiciones de vida de las mujeres. Theresa Kachindamoto, por ejemplo, gobernadora de uno de los distritos del país, ha luchado durante décadas contra el matrimonio infantil, consiguiendo cientos de anulaciones y la prohibición de que se celebren estos enlaces antes de que las mujeres cumplan los dieciocho años. Estos matrimonios se deben no tanto a una práctica cultural, como a la debilidad económica de las familias pobres. Como vemos en la película en una versión mucho más benévola, la hija de la familia se fuga con su novio para ser una boca menos que alimentar, con gran disgusto de sus padres. La realidad puede ser peor, cuando las niñas caen en redes de trata, cambiadas por algo de dinero. Leyes tribales,

Otro problema muy importante para las mujeres en Malawi y otros lugares de África, es que, tradicionalmente, las propiedades de las familias (incluidas los hijos y las esposas) pertenecen al varón. Aunque las normativas legales han ido cambiando, las leyes tribales respecto a la propiedad siguen marcando su destino. Por ejemplo, si una mujer enviuda, las propiedades de la familia deben pasar a manos de otro varón de la familia. Las mujeres viudas se convierten en parte de una herencia que circula siempre entre las manos de los hombres. Si ellas no aceptan la situación sobrevenida y no se someten, pueden perder hasta el control de sus propios hijos. Frente a esto, han surgido asociaciones de mujeres que luchan por el derecho al uso de la tierra, que es el derecho a tener autonomía y una vida digna.

 

Desplazados climáticos

 

En la película, el protagonista vive en una comunidad tradicional donde las familias tienen fuertes lazos, y las amistades son un soporte para la vida. William es tenaz, y tiene espíritu emprendedor. Para construir su molino de viento cuenta con la ayuda de sus amigos, todos varones, porque esta es una sociedad patriarcal. Pero llega un punto que sus amigos planean marcharse a otra zona del país, porque el hambre ha entrado en todos los hogares.

La emigración ha sido siempre una condición de los seres humanos en busca del alimento, y se han producido a lo largo de la historia. Hoy ha surgido un temor en Occidente de que el cambio climático produzca migraciones a gran escala. Las posturas más conservadoras en los países ricos abogan por el cierre militarizado de fronteras, mientras que las más progresistas plantean la necesidad de crear “políticas de desarrollo” en los países de origen. Una y otra postura tiene sus problemas. La primera es que no podemos imaginar que se pueda detener por la fuerza una migración de millones de personas, la segunda, es que las “políticas de desarrollo” ya experimentadas desde los años setenta, no han conseguido parar los problemas de la explotación de los recursos naturales por grandes empresas en los países donde se originan hoy en día los grandes flujos migratorios.

¿Cuánta gente emigra por problemas que tengan que ver con la degradación climática? Parece que los más pobres no puede plantearse emigrar a los países ricos por falta de recursos económicos, y lo normal, como les ocurre a los amigos de William, es que se planteen un desplazamiento a otras zonas del país, durante el tiempo que dura desastre, y luego intenten volver a sus zonas de origen. Pero, aunque sea difícil valorar el número de personas que abandonan las zonas más afectadas por desastres climáticos, algunos organismos ofrecen datos al respecto. Según el Internal Displacement Monitoring Center, de los más de 33 millones de personas desplazadas en el mundo en el año 2019, casi 25 millones fueron debidas al cambio climático. Según ACNUR, desde 1970 los desplazados por desastres naturales se han duplicado.

En la película son adultos jóvenes los que se plantear desplazarse a otra zona del país en busca de comida, pero esto deja fuera una realidad mucho más compleja, ya que también son muchas familias enteras las que se trasladan a lugares donde no encuentran escuelas, sanidad adecuada o no entienden la lengua. Por otra parte, no existe el concepto legal de “refugiado climático” ya que no está recogido en la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de Refugiados que se elaboró en 1951. 

 

Pobreza energética y basura

 

El niño que domó el viento pone delante de nuestros ojos uno de los procesos más injustos que se están desarrollando respecto a los países pobres: los inundamos de desperdicios y basuras altamente contaminantes, para que nuestros países puedan estar limpios y desarrollar políticas de greenwashing. William y sus amigos buscan en la basura cosas que puedan reutilizar, desperdicios que pueden haber llegado del otro lado del mundo.

En la naturaleza no hay desperdicios. Todo lo que se crea, vuelve a formar parte del ciclo de la vida, porque todo es un insumo. La creación y distribución de basura a lo largo es uno de los mejores ejemplos de nuestro comportamiento destructivo respecto a la vida natural. Los plásticos son un buen ejemplo de la aceleración de la capacidad contaminante de los seres humanos desde hace escasamente un siglo. Desde que se inventaron, toneladas de este material vertidas al mar no han parado de aumentar, y posiblemente en el año 2050 habrá más plásticos que peces en el mar. Entre California y Hawai se encuentra la mayor isla de plásticos llamada “Gran Parache de Basura del Pacífico”, que equivale a las superficies juntas de España, Francia y Alemania. Han aumentado también las toneladas abandonadas sobre la tierra, contaminando grandes zonas de agua dulce que entra en nuestros cuerpos, a un ritmo equivalente a como si nos comiéramos una tarjeta de crédito a la semana.

Todos producimos basura, pero cómo nos afecta en nuestras vidas tiene que ver con la posición económica en el mundo. Se producen diez mil millones de toneladas de residuos anuales , y se ha podido medir un aumento del 300 por cien en los últimos treinta años. ¿Dónde terminan? Los residuos más contaminantes en los países más pobres, en una proporción inversa entre la riqueza y la basura.

En la actualidad existe una gran red internacional de comercio de residuos, formada por empresas que se ocupan de llevarlos a los países pobres, que son los que reciben un mayor impacto ambiental. En la actualidad, 57 países se encuentran en riesgo de congestión de residuos. En países como Senegal, han muerto varios niños por contaminación de plomo; o en Bangladesh, el tratamiento inadecuado de residuos sanitarios ha aumentado los índices de hepatitis. Manos Unidas publicó un reportaje titulado “Ciberbasuras sin fronteras” en el que analizaba cómo sólo en Europa se producen 50 millones de toneladas de basura electrónica al año, que acaban en África y Asia. Mientras occidente consume de manera compulsiva productos electrónicos, los componentes más tóxicos terminan en que acaban en basureros africanos donde trabajan sobre todo niños y niñas que reciben una enorme contaminación. La Convención de Basilea en 1989 estableció algunas fórmulas de control, para que esto no ocurriese, pero los residuos siguen entrando a toneladas diarias en África a través de una trampa legal: haciéndolos pasar por aparatos de segunda mano, una vez que les han extraído los componentes más valiosos.

En definitiva, el consumo del primer mundo está llenando de sustancias contaminantes los países más pobres del planeta, porque los países ricos envían a sus territorios los desperdicios que no quieren asumir. En realidad, podemos ser más o menos verdes dependiendo de la capacidad que cada país tenga de colocar su basura en los países más desfavorecidos. La periodista keniata Rasna Warah, autora del libro Missionaries, Mercenaries and Misfits alerta sobre como África se ha convertido en el mayor vertedero del planeta. En muchos casos, nuestros desperdicios viajan como “ayuda humanitaria”, en forma de ropa usada o desperdicios electrónicos. Pero lo que nos sobra aquí, casi nunca es útil allí. Nuestras sobras son basura contaminante que pueden fomentar prácticas terribles como la explotación infantil.

El niño que domó el viento es una película optimista, un ejemplo de la fuerza de la voluntad individual para transformar las circunstancias adversas. Es una película con un final feliz porque los protagonistas consiguen sus objetivos a base de ingenio y perseverancia.

 

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-Ofoego, O. y Muthoga, E. Wangari Mathai: Mujeres en la Historia de África, Madrid, 2709 books.

-Moreno Alcojor, A. (2021) El cambio climático en África, Madrid, Casa África.

-Pajares, M. (2020) Refugiados climáticos, Barcelona, Rayo Verde.

 

 

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