Noticias - ECOFICCIONES: CINE Y CRISIS CLIMÁTICA

El colapso (Léffondrement) (2019) Colapsología para tiempos inciertos

7 oct 2023 - 01:39 CET

Dices que no hay palabras para describir esta época,

dices que esta no existe. Pero acuérdate.

Haz un esfuerzo por acordarte.

O en su defecto, inventa.

Monique Wittig

 

  • País: Francia
  • Dirección: Jèrèmy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
  • Guión: Jèrèmy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
  • Miniserie de televisión (160 minutos)

 

Pensar en el colapso de nuestra cultura es como pensar en nuestra propia muerte, no la podemos imaginar. Sabemos que está ahí, pero vivimos como si no fuera a ocurrir nunca. Así nos han educado en una sociedad que borra del espacio público los signos de que somos perecederos, caducos y frágiles. El cine, sin embargo, está lleno de todos nuestros fantasmas, de nuestros miedos y debilidades; lleno de muertes y colapsos civilizatorios. Jean-Luc Godard puso al comienzo de su película Pierrot el loco (1965) la frase: “El cine es como un campo de batalla. Amor, furia, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción.” Entendemos la muerte y el fin de nuestra cultura en el cine siempre y cuando nos la vendan como algo divertido, entretenido. Es divertido lo que nos hace sufrir de forma controlada. “Los guionistas somos malas personas”, me dijo uno de ellos bromeando en una ocasión. En nuestra cultura, la diversión, la emoción se entiende como contrariedades, sufrimientos y desgarros que después los personajes superan: la vida como aprendizaje, la vida como castigo, como premio, redención o condena.

El cine convierte en espectáculo la muerte de personas y pueblos, pero siempre es la muerte de los otros. ¿Cómo podemos hablar del colapso propio sin hacerlo en clave de heroicidad masculina? Porque la industria cultural sigue dominada por los hombres. El cine comercial hablará del fin del mundo, mientras siguen utilizando los estereotipos clásicos de la juventud eterna, de los héroes salvadores, la representación del sexo y el amor como un maná caído del cielo y el poder que da la violencia como principio de ordenación del mundo. ¿Podemos hablar del nuestro fin del mundo desde ese lugar?, ¿qué hay de heroico en la mera supervivencia frente algo tan poco material como “el desmoronamiento de una cultura”? La idea de colapso no remite a una gesta individual, sino a una tragedia de toda una sociedad; y la vida social por sí misma no es muy cinematográfica, porque es demasiado etérea, demasiado abierta, demasiado teórica, volátil y hasta incomprensible. El cine necesita de las historias personales, de cuerpos sufrientes, de las individualidades unas veces incongruentes y cambiantes, y otras veces estables y firmes.

Es muy difícil contar en la ficción el fin de una cultura, a pesar de que este hecho ha ocurrido a lo largo de la historia continuamente. Todas las sociedades del pasado han dejado de existir, algunas transformándose con el paso del tiempo, pero otras desaparecidas sin más sobre la faz de la tierra, dejando tras de sí un halo de misterio: la cultura Rapa-Nui de la Isla de Pascua, la cultura Maya o la mítica Vinlandia, son ejemplos de cómo las culturas se eclipsan. ¿Qué tienen en común en todo caso esas desapariciones? Las teorías apuntan a un mal común: el ecocidio, o lo que es lo mismo, la destrucción medioambiental de los territorios que proporcionan los recursos para la vida, por el uso abusivo de los recursos naturales.  

Hoy en día las ciencias ambientales nos alertan de se ha iniciado un proceso similar a las culturas ecocidas del pasado, porque el capitalismo global desde hace más de tres siglos está consumiendo tres veces más de los recursos que el planeta Tierra nos puede dar. Además, hoy el riesgo de que desaparezcamos toda la humanidad es mucho mayor que en épocas pasadas, porque no será un pueblo o una cultura la que colapsará, sino todas. La crisis no va a afectar a una zona concreta porque todo el planeta está expuesto a la depredación y la sobreexplotación, y por mucho que algunos millonarios como Elon Musk propongan como solución para seguir viviendo colonizar Marte, sabemos que es una solemne estupidez, al menos de momento.  

 

De los ataques externos a los pánicos internos

 

¿Cómo habla el cine del colapso? Hasta hace poco tiempo, lo hacía manteniéndose en  sus claves de espectacularidad y sus metáforas ancladas en narrativas heroicas e individualistas, que proporcionaban un gran placer a los espectadores, siempre dispuestos a pagar una entrada de cine para ver todo lo que les puede ocurrir si las cosas van mal: inundaciones (Waterworld, 1995), meteoritos impactando sobre el planeta (Armegeddon o Deep Impact, ambas de 1998), una nueva era glacial desencadenándose por el cambio climático (El día de mañana, 2004), terremotos, maremotos, erupciones volcánicas (2012 de 2009), etcétera. Todas estas películas constituyen un espectáculo visual impresionante, que consiguen un gran impacto emotivo: cuando salimos del cine nos sentimos completamente felices de pertenecer al género humano, esos seres que vencen el declive del planeta a base de valor e ingenio.

El cine comercial ha sabido explotar nuestros miedos a perder el control del entorno de una forma extraordinariamente eficaz, porque ha conseguido manejar ese mecanismo dual de miedo y placer ante los mundos desconocidos. Son inolvidables las series de películas de Mad Max (1979 y sus secuelas hasta 2015), El planeta de los Simios (1968 hasta 2017) o RoboCop (1987 a 1993), que nos enfrentaron ante peligros nuevos cuando se aproximaba el fin del terriblemente bélico siglo XX. El miedo a la falta de energía y la tribalización, el terror a los experimentos genéticos y a perder la centralidad y el control del mundo natural, o el pánico a que nuestros cuerpos sean alterados y dominados por las máquinas, son sólo algunos de los ejemplos de los pavores compulsivos con los que la industria del cine nos ha entretenido en los últimos treinta años. Este tipo de películas nos han permitido el goce de vivir el imaginario de sucesos trágicos, mientras que en el plano de la realidad nos sentimos seguros de ocupar el lugar central y privilegiado de un seguro planeta Tierra.

Las cosas han cambiado en los últimos tiempos, y el cine se atreve a acercarnos a la posibilidad de que nuestro bienestar termine. No son ya los monstruos o los fenómenos naturales desatados los que nos amenazan: son las estanterías vacías de los supermercados, los tanques sin combustible de las estaciones de servicio, las despensas saqueadas, las farmacias sin medicamentos o nuestros amables vecinos que se convierten en violentos y agresivos. Tal vez el mejor ejemplo cinematográfico del miedo a que lo cotidiano se transforme en un contexto terrible sea la serie de televisión americana The Walking Dead, estrenada en 2010, justo después del estallido de la crisis financiera del 2008, una crisis que afectó el bienestar de las clases medias del mundo, y que por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial sembró el miedo a una sociedad desestructurada, que se sumerge en la inseguridad y el terror de ver cómo se desmoronan las claves políticas, pero también éticas de la pacificada sociedad del bienestar. Mi vecino, mi familiar, mi amiga… cualquier relación afectiva puede ser transformada en muerte y pesadilla, y esa es la situación más espantosa que podemos vivir.

Cuando Sigmund Freud estudió cómo se construye en nuestra cultura lo siniestro, definido como: “aquella suerte de espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares”, utilizó el cuento de E.T.A Hoffman El hombre de arena, en el que se cuenta cómo un joven se enamora de una muñeca, y ese amor le lleva al enloquecimiento y la muerte. El cuento puede ser interpretado con un sesgo de género: que sea la confusión entre la mujer-novia y la muñeca la que causa el enloquecimiento del protagonista, es significativo porque muestra cómo se produce el extrañamiento mental necesario que permite que los seres humanos podamos hacer daño a otro ser vivo: lo convertimos en un objeto, lo cosificamos, y eso nos da carta blanca para utilizar la violencia. En un momento de crisis, la tentación de objetualizar al otro transformándolo en un objeto inorgánico, es una tentación porque la violencia es atractiva porque promete una solución rápida a un conflicto. Si cualquiera puede convertirse en zombi y atacarme, yo puedo atacar a cualquiera en defensa propia. Además, su calidad de zombi hace que lo perciba como un ser no sintiente. Los zombis son siniestros, también lo son las muñecas y todos aquellos seres que en el cine y en la literatura vemos transformados y por lo tanto alejados de nuestra propia cotidianidad.

Pero en los últimos veinte años ese miedo a los otros que el cine nos devuelve transformado en historias de zombis ha cambiado mucho. Lo extraño, lo distinto, no son los muertos vivientes, o los seres que viene de otros mundos.  La amenaza, tal como vemos en El colapso, somos nosotros mismos que ante la carencia y la precariedad, transformados en seres violentos y capaces de llegar a devorarnos unos a otros.

El colapso (L’effondrement) es una miniserie francesa emitida en ocho capítulos independientes con una duración total de 160 minutos, realizada por tres creadores que se identifican como el colectivo Les parasites, que pactaron con los productores que la serie se difundiera de forma gratuita en abierto. El éxito sorprendió a los propios directores, que atribuyeron su excelente acogida a la situación de pandemia que se desencadenó después de su estreno. De repente, la población de todo el mundo, que tembló al sentirse frágil y vulnerable, podía ver sentada en el sofá pequeñas historias de personas que no sólo pierden todo lo material, sino que deben aprender a vivir en un nuevo orden moral. ¿Qué hay de nuevo e interesante en los capítulos de El colapso? Rodados en plano secuencia, impactan por su realismo, pero sobre todo porque hoy somos conscientes de que existe un riesgo real de que nuestra civilización acabe colapsando y que se destruya de forma rápida y violenta.

La serie no nos da indicios concretos de por qué se ha desencadenado el desastre. Simplemente la energía eléctrica, la gasolina o la distribución de alimentos empiezan a fallar. Lo tremendo es que todas estas cosas están sucediendo ya a pequeña escala en muchos lugares del mundo.  Por ejemplo, sabemos que el pico del petróleo se superó en el 2008, también que las energías renovables, de momento, no van a poder sustituir del todo a las fósiles, que la idea del desarrollo ilimitado sobre el que se sustenta el capitalismo es inviable, o que necesitaríamos cinco o seis planetas para que todo el mundo alcanzase el mismo bienestar. Podemos vivir cerrando los ojos a estos datos que aporta la ciencia. Es una evidencia convertida en pesadilla que nuestro modelo depredador no casa con un planeta finito.

Lo que vemos en los distintos capítulos lo sentimos como posible: que falte la comida en los supermercados, que nos corten la luz o que la clase política no sepa estar a la altura de las circunstancias para gestionar un mundo sin energía… cualquier cosa puede pasar. ¿O será que la gente en occidente tenemos un miedo infundado y egoísta de perder nuestro lugar preponderante en el mundo? ¿No estamos siendo tremendamente egoístas al no pensar que mucha gente vive ya en el desastre? ¿No hemos vivido otros milenarismos en épocas anteriores?

El terror al colapso ha existido en muchas religiones y culturas en narrativas más o menos imaginativas. El apocalipsis según San Juan o el Ragnarök de la mitología nórdica hablan de ese momento final de la vida humana que da sentido a los buenos comportamientos de la gente, y que se configura como premio o castigo después de la muerte. Pero la idea del colapso en la actualidad está totalmente desprovista de trascendencia, y alude sobre todo a una transformación de la vida sobre el planeta, en la que no vamos a estar. El colapso habla de la vida sin nosotros, en este caso, un ‘nosotros’ sentido como cultura occidental, porque la vida humana seguramente continuará y con ella los animales y el mundo natural. Entre las distintas posibilidades de futuro incierto, la visión más positiva prefigura una transformación radical de las condiciones del planeta por la acción humana que va a hacer imposible la continuidad de nuestra civilización tal y como la conocemos. Con suerte, los seres humanos sobrevivirán, pero la civilización capitalista basada en el extractivismo, la pensamos ya como imposible.

 

La nueva ciencia de la colapsología

 

En los últimos tiempos se ha desarrollado una nueva disciplina científica llamada colapsología, que se dedica a estudiar cómo se está produciendo el declive de la civilización industrial, qué nos puede ocurrir, y si existen posibilidades reales de escapar de un futuro desastroso. La colapsología estudia los datos que tienen que ver con el cambio climático, la economía, la industria, la demografía, etcétera; y los ordena para construir teorías, ya que se supone que, como toda buena ciencia, es capaz de predecir lo que va a pasar. El trabajo más influyente ha sido escrito por los franceses P. Sevigne y R. Stevens en el año 2015 con el título: Comment tout peut s’effondrer. En este texto reconocen que, aunque es imposible predecir exactamente qué pasará en un futuro próximo, es completamente seguro que la humanidad entera sufrirá cambios climáticos que producirán el hundimiento de la economía y la explosión de tensiones sociales y geopolíticas. Una fecha clave es 2050, aunque el colapso podría producirse en cualquier momento.

Empezamos a ser conscientes de estos procesos, pero ¿cómo llenamos el vacío que existe entre la realidad que estamos viviendo, y como nos hablan las producciones cinematográficas de la crisis que se avecina? En este espacio es donde se hace especialmente interesante la serie El colapso, porque es una de las primeras series que se retrata de forma tan realista nuestra crisis como cultura. Los desastres ya no están encarnados en personas que viven en el Sur global, los migrados, los pobres, o en los héroes del futuro tipo Kevin Costner en Waterworld; ahora somos esa “gente común” del Norte global las que sentimos que vamos a sufrir.  Alguien podrá decirme que hay mucho de eurocentrismo en todo esto, porque las consecuencias de la crisis climática la están viviendo ya millones de personas en otras zonas del mundo. Las inundaciones en Bangladesh o las hambrunas en el Cuerno de África llegan a nosotros a través de los medios de comunicación, pero esas imágenes nos afectan poco, nos permiten seguir instalados en nuestra zona de confort. Pero ¿qué ocurre cuando vemos a trabajadores y trabajadoras hispanas del campo que viven en norte de California, por ejemplo, contando que ya no pueden salir de casa durante el día, que tienen que trabajar por la noche porque las temperaturas diarias están por encima de cuarenta grados? Ocurre que los sentimos más cercanos, por la lengua y la cultura, pero siguen ocupando un imaginario que no nos toca emocionalmente. A nosotros nos tocan otros marcos de los medios, como es el de “pobreza energética”, porque sabemos que puede afectar a la gente más cercana que conocemos incluso personalmente. Pero ese marco encierra también una trampa: la pobreza energética no es una forma de pobreza única. Quien tiene problemas para pagar la energía, es seguro que tiene problemas también para pagar otras cosas, como la sanidad, o incluso alimentos de calidad. No se puede ser pobre en energía y rico en otras cosas.

La colapsología es un intento serio de reflexionar sobre los datos del estado del planeta que va proporcionando la ciencia, y que son ignorados por los gobiernos y a veces ridiculizados por los medios de comunicación. No interesa mucho ni a gobiernos ni a grandes empresas que aumente la conciencia de la población sobre el problema, porque su solución requiere un cambio de modelo productivo que los más ricos del mundo no están dispuestos a enfrentar.  La colapsología quiere responder a preguntas  como: ¿cuánto tiempo tenemos para revertir el proceso de colapso?, ¿cómo es el estado de la vida natural del planeta?, ¿podemos continuar adelante viviendo con nuestras organizaciones políticas o necesitaremos fórmulas nuevas de jerarquizar el poder?, ¿quiénes sobrevivirán mejor a la falta de energía? Son preguntas que requieren respuestas cuantitativas y racionales, pero que traspasan nuestra emocionalidad produciéndonos miedo, rechazo, rabia, depresión o impotencia ante al cambio que se avecina. ¿Será capaz el cine de sublimar estos sentimientos de pérdida y tragedia?, ¿encontraremos consuelo en la ficción?, ¿seguiremos creyendo en soluciones mágicas basadas en la tecnología fantástica? El tema del colapso nos conmueve porque nos exige renunciar a los sueños cinematográficos de ser salvados por héroes excepcionales que saben qué hacer cuando las circunstancias se ponen duras. Por eso nos gusta esta serie, porque atiende al sentimiento de impotencia que nos entra cuando comenzamos a informarnos de lo que está ocurriendo, y no nos deja mirar para otro sitio.

La historia de la colapsología se inició en 1972 cuando un grupo de científicos dirigido por Donatella Meadows dio a conocer el informe Los límites del crecimiento. La conclusión más importante fue:

“si el incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años”.

En los informes posteriores, incorporaron el concepto de “huella ecológica”, un término que cuantifica el impacto de la acción humana en su entorno, creado el economista y ecologista canadiense W. Rees en 1996. La huella ecológica contesta a la pregunta: ¿Cuánto territorio necesitamos para producir lo que consumimos y deshacernos de los desechos que generamos? Esta idea ha permitido también medir la diferencia de impacto entre las zonas ricas y las pobres del planeta.

El conocido como Informe Meadows llamó la atención al mundo científico, mediático y político, y a partir de entonces comenzaron a desarrollarse distintas cumbres sobre el clima. En 1972 se celebró en Estocolmo la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano. En 1988 se creó en la ONU el Grupo Intergubernamental de Expertos por el Cambio Climático (IPCC) en el que participan en la actualidad 195 países con cientos de científicos, que han emitido hasta el momento seis informes, el último de 2022, que ha puesto en evidencia que las medidas tomadas para frenar el calentamiento global no han funcionado. Sería necesario bajar la temperatura 1,5 º para volver a los niveles de la preindustrialización, y detener el deterioro de las condiciones de vida del planeta. Los informes del IPCC son un ejemplo de cómo la ciencia puede trabajar de forma coordinada y dar un diagnóstico ajustado de lo que está ocurriendo, pero ¿qué está pasando con las decisiones políticas que se deberían tomar? Que están secuestradas por los intereses de las grandes corporaciones que hoy en día dominan el mundo. El resultado es una inacción que está resultado ser una auténtica desgracia para la salud del planeta y la de todos los seres vivos que habitamos en él.

Naciones Unidas ha realizado veintiocho conferencias anuales sobre cambio climático conocidas como COP desde 1995, relacionadas con el desarrollo del llamado Protocolo de Kioto que entró en vigor en el año 2005 y que comprometía a los países desarrollados a reducir la emisión de gases de efecto invernadero. El momento más esperanzador fue durante la COP21 celebrada en París en 2015, cuando todos los países allí reunidos reconocieron el objetivo común de detener el calentamiento global y llegar a conseguir que no se superase la temperatura más allá de dos grados desde la era pre-industrial. Se trataba de que cada país se comprometiese a reducir las emisiones, y que se estableciese un nuevo marco tecnológico. A día de hoy, todas estas expectativas no se han cumplido. ¿Qué pasa si un país no cumple con sus compromisos? Nada, porque se ha creado un mercado internacional en el que un país rico puede comprar parte del cupo de emisiones a uno pobre. Una forma de llevar adelante los negocios internacionales, haciéndonos trampas al solitario. No se ha conseguido siguiera el objetivo mínimo de reducir las emisiones globales en un 5%.

La colapsología cuenta con inestimables herramientas para cuantificar los efectos del cambio climático. Por ejemplo, se han desarrollado distintos modelos matemáticos para predecir el aumento de la población, la velocidad del deshielo o la reducción de la producción de combustibles fósiles.  Los modelos más importantes han sido dos. El primero es el de los años setenta, un tiempo en el que se confiaba en la posibilidad de que la humanidad pudiera caminar hacia un “desarrollo sostenible”, lo que permitiría a occidente mantener su hegemonía en el mundo.  A lo mejor hace cincuenta años este modelo hubiera funcionado, si todos los gobiernos del mundo se hubieran tomado en serio la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pero ahora ya es tarde. Los científicos ambientalistas se han dado cuenta de que la reducción en la producción industrial y en las emisiones, no casan con las intenciones de los grupos de poder que gobiernan el mundo y no están dispuestos a reducir sus beneficios.

 

Necesitamos decrecer

 

Hoy la perspectiva sobre la que se trabaja es otra, porque el modelo iniciar occidental de desarrollo sostenible no se ha llevado a cabo. La ciencia intenta medir cómo se está produciendo el proceso de aceleración del capitalismo contemporáneo, asumiendo que ya no se puede detener del todo.  La aceleración de orden exponencial en el consumo de recursos del planeta ya no tiene marcha atrás. Todos los indicadores se han disparado en los últimos veinte años del Antropoceno: el consumo de agua, el uso de fertilizantes químicos, la creación de maquinaria, el turismo, la concentración de gases de efecto invernadero, la extinción de especies, etcétera. La crisis de la Covid-19 nos ha dado la posibilidad de ver qué pasa si ralentizamos los motores del consumo depredador, pero ha sido una medida temporal, porque sigue habiendo muchísimos impedimentos para que la clase política más concienciada se atreva a encarar la única solución viable a este crecimiento exponencial: la necesidad del decrecimiento.

El mundo político no puede detener el proceso porque la gobernanza mundial está en realidad en manos de la economía, y han conseguido convencer a la mayoría de la población de que, lo que es bueno para los negocios, es bueno para la vida humana; lo que es bueno para las grandes empresas, lo es para la ciudadanía. Durante los últimos treinta años hemos vivido las grandes presiones que las empresas han llevado a cabo sobre la vida política para terminar con el sistema del bienestar. Su objetivo es que amplios sectores de la vida humana como la educación y la sanidad pasen a ser una fuente de generación de riqueza que va a ir a las manos de muy pocos.  En la actualidad el sistema económico mundial, en sus partes más “duras” (infraestructuras) y más “blandas” (sistema financiero) está luchando duramente por conseguir vaciar de sentido político nuestra existencia. Nos mantienen entretenidos con los multiversos y los universos paralelos, mientras no paran de saquear los recursos materiales del planeta que necesitamos para la vida.

Y es tremendo comprobar cómo políticos y grandes medios de comunicación siguen elaborando un discurso monocorde sobre la necesidad de seguir creciendo económicamente, como si eso fuera a solucionar las vidas precarias de millones de personas en este planeta. No necesitamos aumentar la riqueza, no necesitamos aumentar la producción de bienes materiales; lo que necesitamos es que lo que ya tenemos se reparta. La alta política debería estar pensando en cómo desmantelar, por ejemplo, el sistema de distribución de productos en el mundo que arruina la producción de bienes ligada a los territorios. No necesitamos tener diez camisetas, por ejemplo, producidas con mano de obra infantil o de personas sin derechos laborales en otro lugar del planeta. Podría bastarnos con una producida en nuestro contexto de cercanía. Ahorraríamos recursos naturales, dejaríamos de emitir CO2 al nivel actual, y se revitalizarían los sistemas de manufactura destruidos durante los últimos treinta años con la globalización y la deslocalización empresarial. Pero este tipo de medidas no son populares, porque supondría asumir que tenemos dejar de consumir de forma salvaje, y tendríamos que decrecer.

El decrecimiento es un concepto del que casi nadie con poder, quiere oír hablar. Engloba un deseo profundo de buscar la justicia social y el bienestar para todos los pueblos del mundo por igual. Pero para ello, los países más desarrollados tienen que parar la maquinaria capitalista que exige una aceleración continua de la producción. El decrecimiento es un concepto que no asume ningún grupo político que tenga aspiraciones de gobierno, por miedo a la ciudadanía que no hemos sido educados en el riesgo del colapso civilizatorio. ¿Acaso vamos a tener que prescindir de alguna de las chucherías con las que disfrutamos a diario? ¿Seremos capaces de renunciar, por ejemplo, al turismo, a comer carne sin límite, a comprar ropa que no necesitamos o a mantener las viviendas a una temperatura siempre constante? ¿Quién se atreve a hacer de mensajero del discurso del decrecimiento, cuando sabemos que el miedo o la rabia que produce una mala noticia puede volverse en contra de quien la comunica?

Hablar de decrecimiento no es tan sencillo, requiere educación y estar abiertos a adoptar perspectivas nuevas sobre la realidad. Y ya sabemos que eso no es tarea fácil para la gente adulta. Primero tenemos que estar dispuestas a admitir que lo que entendemos como “normal”, es una construcción ideológica. Por ejemplo, nos han educado en el pensamiento de que los recursos que obtenemos de la madre tierra son ilimitados y que podemos disponer de ellos sin límites. Lo normal es también creer que tenemos derecho a explotar los animales; lo normal es pensar que existe gente pobre y gente riquísima; lo normal es querer ser cada vez más ricos, más guapos; lo normal es querer llegar cada vez más lejos; pero “lo normal” no tiene nada de normal si vemos todo eso como un límite de la vida, la justicia y la felicidad humana. Por eso hoy, aunque despacio, hoy existe en el mundo colectivos y sociedades tradicionales que se aferran al derecho de vivir al margen de la aceleración capitalista contemporánea.

Por ejemplo, el Movimiento Slow en todo el mundo, está basado en la idea de que la vida acelerada a la que nos somete el capitalismo es tan perjudicial para la felicidad humana como para el resto de la vida del planeta: hay que desarrollar las escuelas slow, el dinero slow o las tecnologías slow. Esta postura podría parecer un poco frívola o simplista, sin embargo, podemos pensar qué consecuencias tendría si todas nosotras optásemos por un cambio de ritmo en nuestras vidas. Sería sin duda un proceso altamente revolucionario, tal como lo desarrolló en su día C. Honoré en su libro: Elogio de la lentitud, o recientemente Jenny Odell con su texto, Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención. Soy consciente de que la solución a los problemas del cambio climático, no llegarán sólo con actitudes individuales, pero también sé que las personas, trabajando juntas, tenemos un gran poder para cambiar las cosas. Sólo necesitamos creer que es posible.

Tenemos nuevas cosas que aprender para aceptar el decrecimiento como solución a la crisis. Lo primero es pensar que el término no alude sólo a una postura económica, ya que requiere capacidad y disposición para querer cambiar nuestro imaginario. Pensar en decrecimiento es pensar en una sociedad que esté dispuesta a cambiar su modelo de vida consumiendo menos objetos, respetando los límites de la producción de comida sobre la tierra, aceptando la necesidad de redistribuir los recursos de forma igualitaria sobre todo el planeta, y dando por buenas aquellas culturas que no piensan y sienten como nosotros. Tenemos que ser capaces de cambiar lo que se entiende como consustancial y “normal”:  por ejemplo, las ideas sobre la competitividad, el poder, o incluso la felicidad. En realidad, no es nada complicado, quiero recordar la frase de Rachel Carson en los años sesenta, cuando decía que la clave es que debemos reconciliaros con el mundo natural porque “El ser humano es parte de la naturaleza y su guerra contra ella es, inevitablemente, una guerra contra sí mismo”.

 

Actitudes frente al desastre

 

En la serie El colapso vemos distintas situaciones y actitudes humanas frente al desastre: desde el altruismo (Residencia de ancianos o La central nuclear), a la violencia provocada por la desconfianza y el miedo (La isla, La estación de servicio, El aeródromo). La conclusión de estas historias es que la vida puede ser más terrible en la medida en que no seamos capaces de desarrollar redes de solidaridad. Sólo los ricos tienen más posibilidades de salvarse a sí mismos: el desalmado protagonista de El aeródromo consigue su objetivo, dejando atrás a aquellos a los que podría haber ayudado, o la mujer de La isla que ha sobrevivido en un barco y que es aceptada en una comunidad porque ha pagado para poder buscar cobijo en un lugar selecto y protegido por alta tecnología. Pero para los demás, la insolidaridad nos lleva al desastre y a la pérdida. La gente común, sólo tiene una opción de ganar si colabora unida. La serie deja ver muy bien que la competición por la comida, por la gasolina o por los objetos de la vida nos llevan a la violencia y el sufrimiento.

Quisiera detenerme en el último de los capítulos emitidos: La emisión, porque resume muy bien problemas y actitudes de nuestras sociedades respecto a los efectos del cambio climático. Es el primero de la secuencia en el tiempo real, y sería el más cercano a nosotros en el tiempo: ocurre cinco días antes del colapso. En este episodio se describe la angustia y la impotencia de las personas que conocen unos datos que los políticos y los medios de comunicación se esfuerzan en ignorar. Un público que es representado en la ficción como una masa descerebrada y empática con los chascarrillos y las bromas de trazo gordo, mientras se muestra extremadamente duro con los científicos y los activistas que anuncian un futuro difícil.

¿Responde a la realidad esta representación? En cierto sentido, sí, porque los medios nos manipulan, y hay mucha gente negacionista dispuesta a no creer las previsiones de la ciencia. Pero la realidad es que también hay miles de jóvenes viven con miedo, depresión, desconcierto y hasta rabia la falta de respuestas gubernamentales y padecen lo que se ha catalogado como “ecoansiedad”. Según una encuesta de The Lancet, en la que participaron diez mil personas entre 6 y 25 años en diez países del mundo, el 75% de los jóvenes entrevistados piensan que les espera un futuro terrible y se sienten traicionados y abandonados por los adultos. La sensación dominante de la que hablan es la incertidumbre.

Pero el dolor del saber, la angustia del conocimiento y la conciencia de que está a punto de ocurrir un desastre, no parece que sea la actitud general de una sociedad que mira de forma despreocupada y egoísta hacia el futuro. Una contradicción detrás de otra: mientras la American Psychology Association (APA), describe y cataloga la ecoansiedad como un fenómeno preocupante en nuestras sociedades, las grandes empresas como Iberdrola, se hacen eco de ella y la divulgan en anuncios publicitarios como si fuese una auténtica preocupación empresarial. Sería para reírse si todo esto no nos produjese una seria angustia. Si buscamos en Internet palabras como ‘sostenibilidad’, ‘compromiso social’ o incluso ‘cine y ecología’, nos damos de bruces con estas grandes empresas haciendo greenwashing: haciendo publicidad para hacernos creer que están más preocupadas que nadie por salvar al planeta. ¿Seremos capaces de responder con toda nuestra contundencia? Y sobre todo ¿sirven estas series para crear conciencia social? ¿O sólo nos gustan a las personas que creemos que todavía se puede hacer algo por gestionar la crisis que se avecina?

El colapso es una producción cinematográfica, y como tal, nos produce empatía cuando la vemos (si no apagaríamos la televisión), y también una cierta tranquilidad al sentir que participamos de una conciencia colectiva de preocupación sobre el cambio climático. Aunque las producciones cinematográficas no son en sí mismas un instrumento pedagógico, es bien sabido que sirven para fomentar lecturas críticas sobre lo que ocurre en el mundo real. Cada capítulo de esta serie abre sin duda espacios para el debate colectivo y para la reflexión crítica. Y el poder hablar, verbalizar, comentar o imaginar mundos futuros es la mejor terapia para la ecoansiedad y la incertidumbre que la gente más joven pueda estar sintiendo.

Algunos teóricos, algunas teóricas que trabaja sobre problemas futuros del cambio climático, afirman que hablar de colapso no es positivo, porque corremos el riesgo a que la gente piense que no se puede hacer nada y renuncie a la lucha por las transformaciones que necesitamos realizar. No estoy de acuerdo con esta idea, porque la colapsología, va más allá de hacer predicciones catastróficas sobre el futuro. Más bien intenta individualizar todos los procesos sociales, pero también psicológicos que tenemos que poner en marcha para crear un mundo nuevo. Seguramente cambiará el sistema económico, el sistema social, y debemos estar dispuestos a cambiarnos a nosotros mismos, adaptando nuestras mentes y nuestros corazones.

La colapsología no es tremendista, sino todo lo contrario, como describen Servigne, Stevens y Chapelle en su libro Otro fin del mundo es posible. Se trata de ser capaces de manejar todo el conocimiento acumulado en nuestra cultura, pero también en otras culturas que hasta hace poco se consideraban inferiores. Es una nueva ciencia de la complejidad que intenta explicar la vida en el planeta en su conjunto.

 

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-Diamon, J. (2006), Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, , Barcelona, Debate.

- Meadows, D.; Meadows, D; Randers, J. (2006) Los límites del crecimiento 30 años después, Barcelona, Galaxia Gutenberg.

-Sevigne, P. y Stevens, R. (2015) Colapsología, Madrid, Arpa.

- Sevigne, Stevens y Chapelle (2022) Otro fin del mundo es posible, Madrid, Arpa.

- Taibo, C. (2016) Colapso, Madrid, Catarata.

El colapso (Léffondrement) (2019) Colapsología para tiempos inciertos - 1

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