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Una vida a lo grande (Downsizing) 2017 Transhumanismo para un futuro incierto

7 oct 2023 - 01:23 CET

No queremos cualquier mundo posthumano, ni llegar a él por cualquier medio.

Aceptaremos un modelo posthumano que cumpla con los ideales ilustrados de igualdad, libertad y sostenibilidad.     

Alicia Puleo

 

  • País: Estados Unidos
  • Dirección: Alexander Payne
  • Guion: Alexander Payne, Jim Taylor

 

En Una vida a lo grande unos científicos ingeniosos y preocupados por la superpoblación y el calentamiento global, encuentran una solución: reducir a los seres humanos a doce centímetros para así poder limitar las emisiones de gases tóxicos y toda la contaminación y basura del planeta. Nada más desarrollar la técnica, comienzan a poner el plan de reducción voluntaria en marcha, pero pasan los años, y sólo un tres por ciento de la humanidad opta por reducirse, con lo cual, no consiguen parar el desastre ecológico. Y entonces llega el momento crítico: el permafrost está a punto de perforarse y grandes cantidades de metano se liberarán a la atmósfera, lo que hará imposible la vida.

La historia se cuenta, como casi siempre en el cine, desde la experiencia de un protagonista: Paul Safranek, un varón americano de mediana edad, que no acaba de alcanzar el bienestar deseado en una sociedad capitalista que le empuja a querer más de lo que tiene. Así, deseoso de una buena casa y una vida de rico, junto con su mujer (Audrey), toman la decisión de reducirse y pasar a vivir una vida de lujo en la nueva tierra, Ociolandia, creada para “los pequeños”. Pero claro, algo sale mal: su mujer se arrepiente en el último momento y se encuentra solo y deprimido en ese nuevo mundo. Su nueva realidad es un proceso de aprendizaje de lo que es lo importante para la vida humana: que el amor, la generosidad y la práctica del don son la clave de la felicidad. Pero ¿qué pasa con la política? ¿Qué pasa con los conflictos sociales o los órganos de poder? Nada aparece en la historia que haga una referencia a la responsabilidad política, como si los gobiernos no existieran.

Hay muchos elementos críticos interesantes en la película con los que sentir empatía: la rabia ante el hecho de que la mayoría de la gente no haga caso a las predicciones científicas; la crítica a las grandes fortunas que amasan dinero y luego donan hipócritamente migajas a la ciencia para mejorar la vida; al egoísmo personal y la falta de interés por lo colectivo; la crítica a la utopía consumista y sobre todo a la imposibilidad de crear una utopía. Ociolandia es el lugar perfecto hasta que descubrimos que, como en el mundo de los grandes, en un segundo plano malviven personas destinadas al servicio de los blancos privilegiados. El mundo de los pequeños ha reproducido la misma desigualdad que de los grandes. Hombres blancos americanos dominan el mundo, mientras que en la trastienda, el mundo de las personas racializadas pobres, ancianas, mujeres, incluso gente castigada por motivos políticos como Ngoc Lan Tran, sobreviviendo de lo que les sobra a los ricos en un entorno totalmente depauperado. Como la vida misma.

 

Del humor y las posiciones políticas

 

Me gustó mucho esta película, entre otras cosas por su sentido del humor; no te reirás a carcajadas, pero sacará de ti una sonrisa cómplice, porque cualquiera que tenga una posición crítica frente a lo que está ocurriendo con la crisis climática, va a encontrar en ella muchos puntos con los que estar de acuerdo. Sin embargo, después de verla y reflexionar sobre ella (como casi nunca vemos el cine de entretenimiento) me he encontrado pensando que en esta historia hay mucho de conformismo hollywodiense. En Una vida lo grande se habla de la crisis ecológica sin molestar a nadie, sin que nadie tenga que darse por aludido o sentirse señalado como un malo entre los malos. La película despliega una estrategia genial para hacernos sentir a las y los espectadores que “estamos por encima” de lo que ocurre en la narración, mirando de forma distanciada a sus personajes: el principal (Paul Safranek) es un poco simple; su esposa (Audrey) es una intrascendente; el mafioso (Dusan Mirkovic) resulta ser un blando al que le puede la empatía; los científicos son un poco ingenuos, y la nueva novia del protagonista es una activista vietnamita (reducida de tamaño contra su voluntad) que ha transformado la lucha social en ayuda humanitaria, desactivando así todo el valor político que podría haber tenido el personaje en la ficción.

Y es que el humor es un arma de doble filo. El lema del siglo XVII: Castigat ridendo mores (corregir las costumbres riendo) indica claramente el sentido político que puede tener la risa. En una situación de interacción entre iguales, puede ser liberadora, catártica o crítica, pero también puede usarse para reforzar las estructuras de poder, poniendo en ridículo a aquellas personas que se aparten de las normas. En ese caso la risa se transforma en un elemento de control social, utilizada para castigar o despreciar.

Viendo Una vida a lo grande me surgió la pregunta: ¿hay un sentido político en el punto de vista irónico desde donde se cuenta esta historia? Me parece que no. Pero ¿a qué me refiero con el término ‘política’? Tomo la respuesta de Hannah Arend que precisó que la política es “la preocupación por el mundo y no por el individuo”, y su sentido está “en la búsqueda de la libertad”. En la historia, vemos a un hombre bueno, símbolo del hombre blanco común, de clase media, cuya narrativa vital se proyecta hacia una armónica vida de padre de familia. Cuando esa narrativa se frustra, está desorientado hasta que descubre el sentido de lo colectivo, de mano de su nuevo amor, una mujer totalmente alejada de su trayectoria vital: una activista vietnamita nada hedonista ni consumista. Al final de la película Safranek debe tomar una decisión: irse a un nuevo mundo siguiendo un ideal colectivo trascendente para la humanidad, o quedarse con su nuevo amor. La resolución es la de una historia de amor convencional, y también una apuesta por las soluciones individualistas. Esto puede parecer una paradoja, ya que la novia del protagonista es una mujer extraordinariamente humanitaria. El final resulta altamente conservador, porque el grupo que se va a intentar que la humanidad perviva al desastre que se avecina es tachado de “secta”, dejando sin valor todas sus propuestas de vida utópica y crítica. Nuestro protagonista se queda donde está, con su nueva pareja, pero por lo menos ha aprendido algo: el valor de la solidaridad y la empatía con los débiles. Pero una vez más, este discurso nos aleja de la crítica política de un sistema de desigualdad que hay que cambiar, no por bondad de los ricos hacia los más pobres, sino porque es un tema de justicia e igualdad.

Como la historia está contada desde una visión humorística amable, la película nos gusta porque nos plantea elementos críticos con el maltrato al medioambiente, que son aceptables y perfectamente asumibles por cualquiera. Es una trampa porque, paradójicamente, ese humor es el que nos distancia de la situación y nos hace imposible empatizar del todo con el grupo que más radical que ha conseguido vivir de forma utópica en una comunidad tipo New Age, que tiene valores y formas de vida poco aceptables para la gente común como es nuestro protagonista o incluso el destinatario implícito en la narración.

Ese es el efecto del humor, que vale en realidad para todo: para amar y repudiar, para castigar y ensalzar, para adorar y despreciar. Cuando ponemos en marcha el humor construimos textos performativos, y marcamos límites entre lo permitido y lo prohibido, lo excluido y lo integrado, lo correcto o lo incorrecto. Tras la risa hay un entramado de implícitos, de negociaciones, de pactos y desencuentros que nos obligan a una posición estratégica determinada; una posición política en el sentido que apuntaba Hannah Arend. En esta película encierra una contradicción: nos hace disfrutar de una historia individualista y hace que no echemos de menos la necesidad de solucionar un conflicto que en realidad es colectivo.

 

Malthusianismo vs Justicia Climática

 

La película parte de una crítica conservadora respecto a los problemas ecológicos actuales, al afirmar que su causa es la superpoblación humana. Esta es una forma simplista y peligrosa de plantear un problema complejo, porque los países más poblados a veces son también los pobres. En torno a este argumento es fácil que surjan ideas eco-fascistas, que afirman que sobra gente en el mundo, y los prescindibles son precisamente los más desfavorecidos.  Conocemos ejemplos históricos de este tipo de actitudes. Por ejemplo, durante en el nazismo alemán se romantizó el cuidado de la naturaleza como un elemento de regeneración nacional, al mismo tiempo que se impulsó la producción industrial y el militarismo contaminante. Con un gran cinismo ético se crearon parques naturales y se reconocieron algunos derechos para los animales no humanos, con el único fin de afirmar que algunos de ellos, como los perros, eran superiores a los judíos. El eco-fascismo utiliza el maltusianismo como disculpa para menospreciar y arrinconar simbólica y físicamente  a las poblaciones más pobres y explotadas del planeta.

Es cierto que la humanidad ha crecido de forma espectacular durante todo el siglo XX. En noviembre del 2022 hemos alcanzado los ocho mil millones de habitantes en el mundo. El dato resulta más escalofriante si pensamos que desde 1975 la población se ha duplicado. Pero ¿todos los seres humanos tenemos la misma responsabilidad a la hora de producir CO2 o residuos contaminantes? Evidentemente no, la mayoría de la contaminación se producen para satisfacer un modelo de vida consumista de las personas del Norte global, mientras que las poblaciones empobrecidas contaminan mucho menos el planeta. En la película no hay ninguna crítica a este tipo de desigualdad. Resulta cómodo a la mentalidad capitalista atribuir los daños ecológicos a “la humanidad” en general porque eso nos exonera de toda responsabilidad frente a nuestro entorno.

Según el estudio de Oxfam-Intermón Combatir la desigualdad de las emisiones de carbono, el 1% de los más ricos del planeta emiten más del doble de emisiones de gases de efecto invernadero que la mitad más pobre de personas en el mundo. Pero los que menos emiten, son los que más padecen las consecuencias adversas del desastre climático. Es un sistema totalmente injusto, que hace posible que el Norte global disponga de muchos bienes materiales, mientras que el Sur global carece de los bienes básicos. El crecimiento económico desigual ralentiza el ritmo de reducción de la pobreza. Faltan 200 años para que toda la población mundial consiga vivir por encima del umbral de la pobreza (1,9 dólares al día). Es un sistema injusto porque los que menos contaminan son los que más sufren las consecuencias del cambio climático, como la desertización o el riesgo de hambrunas. Además, estamos creando una deuda a las generaciones futuras, que tendrán que vivir en un entorno natural mucho más depauperado. La injusticia climática refuerza las desigualdades vinculadas a la raza, a la edad, la etnia, etcétera, porque en todos los países del mundo los grupos con mayores ingresos están compuestos sobre todo por hombres blancos, mientras que en los grupos de menores ingresos predominan las mujeres racializadas.

La injusticia afecta además a toda la biosfera, porque el crecimiento desmedido de las poblaciones humanas se está haciendo a costa de no dejar espacio para la vida salvaje. Tendemos a pensar que la falta de otros animales y plantas no nos afecta, pero esto es un error que puede resultar catastrófico. Es cierto que las especies de animales y plantas han desaparecido paulatinamente en cinco extinciones anteriores en la Tierra, pero la que ahora estamos viviendo no tiene parangón con los ciclos anteriores. La sexta extinción se debe a la acción humana, sobre todo en lo que tiene que ver con las prácticas de agricultura, la ganadería y la industrialización. Si los humanos no estuviésemos en el planeta el ritmo de extinción de otras especies sería diez mil veces menor. Somos ocho mil millones de personas frente a 600 linces ibéricos, dos mil pandas gigantes, 3.900 tigres, 16 mil leones o 22 dos mil leones. Las cifras son impresionantes. ¿Se puede hacer algo para parar este desastre? Desde hace pocos años se están debatiendo sobre la posibilidad de “resilvestrar” la tierra dejando que la vida salvaje vuelva a hacerse con determinados territorios. El término más utilizado para esta práctica es “Rewilding” y pretende la restauración y conservación de los sistemas dañados, liberando zonas de la presión humana.

En Una vida a lo grande no se plantea el tema de superpoblación de manera crítica. Hoy en día hay comida suficiente para mantener a toda la humanidad, sin embargo, millones de personas pasan hambre. El control de la población va asociado al desarrollo social. Son los países más ricos los que tienen índices de natalidad más bajos. Los desequilibrios económicos (y ahora mismo ecológicos) son una de las fuentes de inseguridad política en nuestro mundo. Por eso debemos trabajar por la justicia económica, social y climática, sólo así conseguiremos sociedades más seguras y estables.

 

¡Y qué decir del transhumanismo!

 

En Una vida a lo grande la solución a los problemas a la continuidad de la vida humana en el planeta los aporta la ciencia, una ciencia que no se toma del todo en serio y no es un sujeto en sí mismo de la trama. En el tono de comedia que tiene la película, la reducción humana es una idea ingeniosa bien planteada, que no requiere ni siquiera explicación, como le exigiríamos a una película de ciencia ficción. Como espectadores aceptamos con mucha facilidad ese punto de partida porque estamos acostumbrados al imaginario cinematográfico de los cuerpos humanos ciborg, en los que nuestra carne perecedera se funde con las máquinas. 

Desde películas comerciales como Yo, robot (2004) a estrenos más recientes Blade Runner 2049 (2017), el cine nos ha acostumbrado a la idea de que la solución para la supervivencia de la vida humana en un planeta destrozado por la contaminación y la depredación capitalista pasa por abrazar una ciencia que no tenga límites éticos a la hora de respetar los cuerpos vivos tal como son. No en vano el cine y la literatura de ciencia ficción son las principales creaciones textuales a la hora de divulgar el llamado transhumanismo (o posthumaniosmo), una nueva filosofía de la vida sobre el planeta nacida del corazón tecnológico del capitalismo. Es una versión popularizada del posthumanismo en la cultura mainstream, presente también en novelas o comics de ciencia ficción, pero también en el mundo del arte. Tal vez el mejor ejemplo es el cine de David Cronenberg, el director canadiense que recientemente ha estrenado la película Crimes of the Future (2022). El argumento es que tras el desastre que la humanidad ha creado en la naturaleza y en el propio cuerpo humano, las máquinas y las mutaciones biológicas inesperadas han hecho que el dolor corporal haya desaparecido.

Desde el mundo de la creación artística, la identidad ciborg ha sido reivindicada por el artista Neil Harbisson que vive con una antena implantada en su cabeza que según él le permite percibir imágenes, llamadas telefónicas o frecuencias interplanetarias. Afirma que “El ser humano está destinado a convertirse en ciborg: llevamos siglos usando la tecnología como herramienta, el siguiente paso es que se convierta en nuestro cuerpo”. Ha colaborado con la activista ciborg Moon Ribas que vive con unos implantes en los pies que le permite percibir los movimiento sísmicos de la tierra, y juntos han creado la Ciborg Foundation, que tiene como finalidad ayudar a los seres humanos a convertirse en ciborgs. Se trata de una generación de artistas jóvenes que en realidad continúan proyectos de una generación anterior de artistas como el australiano Stelarc o Natasha Vita-More que escribió la Declaración de las artes transhumanistas. Pero este tipo de soluciones ¿encajan con la terrible desigualdad que existe en el mundo? Más bien son discursos que surgen en el Norte global, ilegibles e inasumibles por pueblos y culturas que siguen padeciendo la colonización cultural.

¿Es una solución de tipo transhumanista la planteada en Una vida a lo grande?  El transhumanismo es la creencia de que la ciencia y la tecnología puede hacer evolucionar a la especie humana tanto física como intelectualmente. Órganos y células pueden ser reemplazados por prótesis técnicas que mejoren el funcionamiento de nuestros cuerpos. El transhumanismo cree que el cuerpo humano (y por tanto la naturaleza) es deficitaria y que técnicas como la ingeniería genética, la clonación, la terapia de línea germinal, la inteligencia artificial, etcétera irán consiguiendo una fusión perfecta entre la biología humana y las máquinas hasta conseguir llegar a lo que denominan singularidad tecnológica.

Uno de los grandes impulsores de la teoría ha sido Raymond Kurzweil, un polifacético director de ingeniería de Google. Ha fundado muchas empresas exitosas de inteligencia artificial con aplicaciones médicas y artísticas. En 1999 publicó un libro de gran influencia, La era de las máquinas espirituales en el que afirmaba que las máquinas serían más inteligentes que las personas. “No habrá distinción, después de la singularidad, entre humano y máquina o entre realidad física y virtual”, y nacerá una época posthumana caracterizada por el desarrollo de una conciencia colectiva única que nos llevará a una especie de nirvana. En la actualidad existe la denominada Asociación Transhumanista Mundial fundada en el 2006 y que se publicita en su página web a través de tres descriptores: Superinteligencia, Superlongevidad, Superfelicidad.

El transhumanismo aparece también como una fórmula eficaz para superar muchas de las desigualdades que afectan a la vida de la gente como las desigualdades de género, clase o raza. El argumento es que el humanismo moderno no ha hecho más que reforzar las categorías dicotómicas que están en la base de las hegemonías simbólicas que separan lo femenino de lo masculino, la naturaleza de la cultura, a los humanos de los animales, etcétera. Desde la teoría feminista algunas escritoras han visto de forma positiva la idea de la manipulación tecnológica del cuerpo porque esta supondría la superación de las desigualdades en razón de sexo. Si sexo y género son manipulables o elegibles, dejaría de tener sentido la diferencias sobre la que se constituye la desigualdad. Tanto Donna Haraway en su Manifiesto Ciborg como Rossi Braidotti en Lo Posthumano afirman que el posthumanismo nos permitiría desarrollar nuestra identidad de forma flexible y que eso socavaría el sistema patriarcal de explotación del mundo, fortaleciendo estructuras humanas de tipo comunitario y sostenible.

Como afirma Alicia Puleo, la cuestión del posthumanismo tiene que ver con la pregunta de hacia qué mundo vamos y si el futuro nos traerá por fin la igualdad y la justicia. En el transhumanismo hay personas que creen que el futuro será mejor en la medida en que podamos interactuar sin límites con la tecnología, pero muchos de estos proyectos pecan de ser excesivamente optimistas. El principal problema, es la arrogancia con los transhumanistas se relación con la naturaleza, intentando ser dioses más proyectados a las posibilidades de la vida futura que a los problemas del presente. ¿A quién beneficiará la superación de los límites del cuerpo? ¿A todos los seres humanos por igual? ¿Afectará el beneficio también a los animales no humanos? La película Una vida a lo grande da una respuesta negativa a todo esto: los beneficios serán sólo para los privilegiados. Estas nuevas tecnologías y sus ficciones tienen el peligro de situarnos en un entorno imaginario conservador y hasta cierto punto inmovilista respecto a las desigualdades.

 

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-Bernárdez, A. (Ed) (2002) El humor y la risa, Madrid, Fundación Autor.

-Braidotti, R. (2015), Lo Posthumano, Barcelona, Gedisa.

-Puleo, Alicia H. (2019) Claves Ecofeministas. Para rebeldes que aman a la Tierra y a los animales, Madrid, Plaza y Valdés.

-Tafalla, M. (2022) Filosofía ante la crisis ecológica. Una propuesta de convivencia con las demás especies: decrecimiento, veganismo y rewilding, Madrid, Plaza y Valdés.

 

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