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LAUDATIO

Emilio C. García Fernández

Laudatio del Profesor Dr. D. Emilio Carlos García Fernández

con motivo de la investidura como doctor “honoris causa”

del Excmo. Sr. D. Carlos Saura Atarés.

27 de enero de 2014

 

 

Excelentísimo y Magnífico Sr. Rector. Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades. Claustro Universitario. Amigos y compañeros. Señoras y señores,

 

Hoy, la Universidad Complutense, se convierte en plató cinematográfico una vez más para celebrar un acto académico cuya brillantez está fuera de toda duda. El motivo no es otro que recibir entre sus Doctores a uno de los profesionales que más han brillado en la pantalla del cine español e internacional. Que el futuro nuevo doctor sea Carlos Saura Atarés viene a garantizar la permanencia de los estudios cinematográficos en el ámbito universitario.

Junto con estos títulos de crédito iniciales, hemos de convenir que nuestra historia, desde el marco de una puesta en escena adecuada, ha de narrarse en un flashback, para así poder glosar adecuadamente la vida de un autor que se ha hecho merecedor de tan alta distinción académica. Intentaremos que la voz en off acompañe la narración sin provocar ejercicios visuales que perturben la comunicación con los aquí presentes.

Hace ya más de un año, un grupo de profesores de Comunicación Audiovisual nos quisimos sumar a la celebración del 40 aniversario de la fundación de la Facultad de Ciencias de la Información formalizando nuestra propuesta. No sólo es el centro en el que trabajamos, algunos desde hace muchos años, sino que por sus aulas han pasado buena parte de los profesionales que hoy trabajan en el mundo del cine, la televisión, la prensa y la radio, en los más diversos ámbitos creativos y directivos.

La motivación principal, no obstante, residió en que un aniversario como el que celebrábamos debía contar con un reconocimiento de la dimensión que se proponía. No hizo falta profundizar mucho, pues la elección del director Carlos Saura Atarés no sólo estaba avalada por su nombre y trayectoria profesional a lo largo de casi sesenta años sino, también, por saber que a su lado trabajaron algunos compañeros nuestros como Luis Enrique Torán (entre 1972 y 2003), Julio Madurga Cruz (entre 1973 y 1977) o Adela Medrano, profesores que pasaron por las aulas de la Facultad.

Este acto académico tiene como objeto destacar el valor de la obra de uno de los personajes más relevantes de la creación audiovisual española y, también, al director, guionista y productor que ha debido sortear un sinfín de circunstancias a lo largo de su dilatada carrera. Su proyección internacional consagró no sólo su obra; también permitió que otros compañeros de generación consiguieran encontrar los espacios adecuados para que su cine fuera conocido y reconocido.

Nuestro primer contacto con el cine de Saura llega de la mano de Enrique Torán y de Antonio Lara, dos profesores que, en aquellos primeros años setenta del siglo pasado, nos enseñaron en las aulas de la Facultad lo que suponía la luz que ofrecían Juan Julio Baena o Luis Cuadrado para el cine español que se había realizado desde aquella película de Berlanga y Bardem, Esa pareja feliz (1951). Eran nombres que empezaban a sonar a los alumnos de las primeras promociones, aquellas que aprendimos a descubrir el valor y la esencia del cine con la dificultad que entrañaba no disponer de las películas más allá de las sesiones de la Filmoteca Española o los Cinestudios más conocidos de Madrid, así como las obras que nos proporcionaba nuestro querido profesor Florentino Soria.

En ese sentido, fue algo excepcional para un puñado de alumnos el poder asistir como extras al rodaje de la película Los ojos vendados (1978) y disponer de una clase en directo de cómo se prepara el plano y se ruedan las escenas; Saura estaba muy cerca y Teo Escamilla iluminaba los planos. Al bocadillo, la verdad, no le hicimos mucho caso, porque lo que realmente nos interesaba lo teníamos ante nuestros ojos.

Pero la historia, la que pretendemos glosar aquí, se inicia mucho antes, porque nos vimos obligados a buscar el cine de Saura por todos los rincones. Había que actualizarse y conocer directamente parte de lo que había sucedido durante los años cincuenta y sesenta en la España cinematográfica. Y para ello acudimos a la Filmoteca y allí encontramos el apoyo y la orientación de Dolores Devesa, compañera y amiga de muchos jóvenes de aquellos años, y también profesora de la Facultad de Ciencias de la Información.

Y es, entonces, cuando la duda se proyecta sobre qué se hizo y qué se hacía en el cine patrio. La crítica decía una cosa y los jóvenes espectadores analizaban con detalle las contradicciones que propagaban ciertos oráculos. En este turbulento ambiente Saura busca realizar aquellas historias que le resultan personalmente más atractivas. Tiene un camino iniciado y quiere seguir profundizando en los temas que le preocupan.

Ya con Los golfos (1959) comenzó a descubrir que la recepción de su obra era compleja y que el autor y el espectador mantienen un idilio difícil y extraño. La inspiración de la estrofa encontrada en “La Petenera” le sirvió para que, con un grupo de amigos, entre los que se encontraban Camus, Sueiro, Baena, Portabella, Enciso, Quintana, Revuelta…, la película alcanzara su fin y se convirtiera en su primer largometraje.

Pero su vocación es casual. Fascinado por la fotografía ingresa en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográfica (IIEC) en 1952. De cine decía saber poco –según comentó, se había apropiado de las ideas que descubrió en un libro sobre Kuleschov-, pero con lo que aprendió en clase pudo realizar sus prácticas, colaborar en otras y superar los cursos finalmente. Como profesor en prácticas ofreció todo lo mejor a los alumnos que pasaban por sus manos: su capacidad de motivación resultó muy valiosa para aquellos jóvenes que años después serían los referentes del cine español.

Después, París le ofrecerá la oportunidad de descubrir otro cine y en Montpellier se encontrará con la obra de Luis Buñuel, a quien, poco más tarde entrevistará para la revista “Nuestro Cine”. Sus trayectorias profesionales, sin duda, se entrelazarán a lo largo del tiempo. Encuentros de juventud y madurez, caminos paralelos, admiración y respeto están presentes en el itinerario creativo de ambos, especialmente de Carlos Saura. Es aquí donde encontramos los rasgos de la fascinación que el director de Calanda proyecta sobre la obra del oscense: todo un mundo interior que se plasma en imágenes y quiere ser crítico en su proyección simbólica.

No obstante, Saura es hijo de su tiempo: un marco en el que las referencias cinematográficas resultaban escasas y sorprendían cuando podían ser visionadas en una sala de la ciudad o en algunos de los viajes al extranjero. Precisamente en 1960, en Cuenca, tiene la oportunidad de encontrarse –y fotografiarse- con Luis Buñuel y Luis García Berlanga.

En este sentido, debemos traer a colación dicho encuentro porque, con el tiempo, tendrá su proyección en el ámbito de la Universidad Complutense con una historia que completamos en el presente acto. Es oportuno, pues, recordar que Luis Buñuel recibió la Medalla de oro de la Universidad Complutense en marzo de 1980, y en enero de 1981 el doctorado “Honoris Causa” que no pudo recibir personalmente por problemas de salud. Ocho años más tarde, se propone y aprueba el doctorado “Honoris Causa” para Luis García Berlanga. Es decir, que aquella fotografía se completa hoy con la presencia entre nosotros de Carlos Saura, cerrando un círculo familiar y creativo que permanece en la memoria del cine español.

Una de las decisiones que toma Saura nada más finalizar el rodaje de Llanto por un bandido (1963) es la de no dirigir otra película que no pueda controlar a todos los niveles. En este sentido, el cine de Saura emerge a partir de las preocupaciones que le invaden en cada momento; emociones, sentimientos, vivencias políticas, recuerdos familiares… Desde La caza (1965) sus personajes, situaciones, espacios y ambientes tejen una visión crítica, analítica y reflexiva sobre instantes vividos, rostros que proyectan estados de ánimo, análisis de una situación política que, aunque no se muestra en primer término, circunda todo lo que se aborda en la historia.

Es así como, desde La caza, inicia una relación profesional y de amistad con el productor Elías Querejeta, con quien compartirá trabajo y éxitos internacionales a lo largo de 14 películas. Peppermint frappé (1967) es, en este arranque creativo, la película que más éxito tiene en esta época. Es, además, una historia compleja, cargada de gran ambigüedad, muy simbólica y obsesivamente erótica, identidades que le sumergen en el universo buñueliano y le reafirman en la idea de que, según sus palabras, “los objetos que rodean a una persona conforman la personalidad de esa persona”.

Los personajes son otra de sus preocupaciones: busca explorarlos desde diversos enfoques a través de estructuras de acción y espacio que son por un lado experimentos (como sucede en Stress-es tres, tres, 1968) y, por otro, piezas de un juego en el que se interrogan, provocan y buscan conocerse más a fondo como si de un psicodrama se tratara (caso de La madriguera, 1969). Estos personajes van evolucionando desde un realismo inmediato, de común conocimiento, hacia escenas más imaginativas, simbólicas y en algún momento grotescas (recuérdese Ana y los lobos, 1973), dejando traslucir la tragedia y destrucción que permanece viva en la obra del director.

Desde mediados de los años sesenta es evidente que el cine de Saura entiende lo que está sucediendo en España, porque es un autor profundamente español. No sólo tiene presente los condicionantes ideológicos y religiosos del régimen, sino que se empapa de todo lo que acontece social y culturalmente a su alrededor; especialmente, en el ámbito cinematográfico, época en la que el concepto de cultura va más allá del ámbito referencial del museo o de la prensa para arrastrar las inquietudes de una generación ávida de conocimientos y que el cine –en su mayoría europeo- ayudará, sin duda, a consolidarlo. El Saura de estos años es el referente europeo en España, cuando Europa era un mito de cultura, libertad y dinero. Son los ingredientes básicos para formar una leyenda en torno a la cual se genere un ambiente favorable para intentar describir y descifrar los misterios que podían encerrar sus películas, que siempre daban lugar a dobles lecturas porque se pensaba que el diseño elíptico de sus obras buscaba esquivar a la censura. Y esto es, sin duda, el gran valor del Saura del final del franquismo, porque sabe moverse sin quejas, con talento y habilidad.

Este ambiente es propicio para que Saura radiografíe y diseccione la burguesía española y nos hable de sus complejos, traiciones, frustraciones y cinismo. Las referencias políticas están, él sabe hasta dónde puede llegar y por eso se parapeta en el tono burlesco e irónico de algunas secuencias. El sexo flota permanentemente pero lo esquiva con frecuencia, parece no sentirse cómodo; la religión también, parece no preocuparle demasiado aunque se sienta deslumbrado por su escenografía artística.

Precisamente la imagen es, quizás, lo que más le preocupa; mucho más que la propia historia. A su nivel se mueven las referencias pictóricas y fotográficas, siempre presentes en sus películas: Goya, la pintura contemporánea española con la brújula dirigida hacia Cuenca, las cámaras y los recuerdos en papel, las revistas de moda y todo ese aire de modernidad que se respira en sus trabajos. Su personalidad no le impide tener una cierta identificación con la vanguardia europea de Antonioni, Bergman, Godard o Richardson, aunque su mundo personal marca el sentido de las cosas, la mirada que proyecta sobre ellas.

Sus guiones se fortalecen de las experiencias vividas por el propio director dejando claro en situaciones (como en Cría cuervos, 1975) y diálogos (como en Tango, 1998) aquellos momentos sucedidos en la intimidad familiar o en la búsqueda de un trabajo propio y diferenciado. Saura entrega a sus protagonistas buena parte de su alma: todas sus dudas e inquietudes, sus opiniones y críticas sobre los acontecimientos sociales que le ha tocado vivir, sus dificultades en la relación permanente con las mujeres y, especialmente, ofrece toda su cultura artística, sus pasiones creativas, toda una vida estética, visual y narrativa que obliga a reflexionar sobre el Arte y la Vida.

Saura ha sido, en su dilatada trayectoria, el director que mejor ha sabido aprovechar todo aquello que ha impregnado su vida para dibujarla sobre su trabajo cinematográfico como retazos emotivos, visualmente recordados. La música española que aflora en películas como Bodas de sangre (1981) o Iberia (2005) le acercan a su infancia, sentado al lado de su madre tocando en el piano piezas inolvidables de Falla o Albéniz. En Cría cuervos (1975) no huye del recuerdo para plasmar una escena similar. En Ana y los lobos (1972) compone una serie de momentos en los que refleja la opresión social y familiar, así como la represión educativa vivida. En Pajarico (1997) absorbe la separación familiar que el paso de la Guerra Civil española le selló personalmente.

Antes de dar el salto a la narración cinematográfica, un joven Saura daba rienda suelta a una de sus grandes pasiones: la fotografía. Tan creativa dedicación fue el aprendizaje ideal para la elección del encuadre adecuado, el plano preciso que dé sentido a su historia. Las referencias son innumerables a lo largo de su obra, y no sólo porque algún personaje empuñe una cámara (véase Peppermint frappé, 1967) sino, también, por las constantes fotografías que aparecen referenciadas (recuérdese Cría cuervos, 1975). Y porque, además, el tono documental que imprime a muchos de sus trabajos señala esta procedencia.

A partir de mediados de los años setenta el cine de Saura se recluye en la dimensión íntima de los personajes, de sus propias vivencias, abandonando el camino del discurso simbólico que tanto juego había dado a sus más fieles seguidores. La crítica, desde el púlpito dogmático en el que se ha instaurado, no ve con buenos ojos este cambio o la nueva etapa que llevaba a Saura por caminos aparentemente más convencionales, como es la tragicomedia (en Mamá cumple cien años, 1979) o la delincuencia juvenil (en Deprisa, deprisa, 1980), o aquellos otros que remiten a películas ya hechas como recurso para revivir acontecimientos de otro tiempo, profundizar en la memoria o insistir en el desdoblamiento de personalidad que, sin embargo, conectaron con el espectador del momento.

Mucho más rechazo entre la crítica española van a generar las películas que retoman aquellos tipos y estereotipos que se consideraron “rancios” en el cine producido durante el franquismo. La reinterpretación que aborda de los textos trágicos de Lorca (en Bodas de sangre, 1981), Mérimée-Bizet (en Carmen, 1983) y Falla (en El amor brujo, 1985), sustentada en una mirada profundamente artística, no es comprendida. Lo que es un hecho, y para nosotros lo más relevante, es que ahí quedan tres obras de gran madurez, con una profunda reflexión sobre la tragedia que se plasma desde diversos ámbitos y con un planteamiento estético y visual sorprendente, y que si se revisan detenidamente se descubrirá la ambición que encierran, su calidad artística y el valor documental de la tradición cultural española. El cómo se abordan las historias es suficiente para comprender el progreso en el estilo, la acción, la iluminación y, en general, la puesta en escena. Saura, comprendiendo muy a fondo las entrañas de estas historias no abandonará este camino y de nuevo decidirá estudiar más el detalle en obras como Sevillanas (1993), Flamenco (1995), Tango (1998), Iberia (2005) y Fados (2007).

Saura, no obstante, continua en su proceso de revisión de acontecimientos desde una mirada personal que, indiferente a lo que puedan decir otros, asume riesgos con procesos creativos empeñados en reflexionar sobre la tortura (véase Los ojos vendados, 1978), redescubrir la historia (en El Dorado, 1987), acercarse a la Guerra Civil con una mirada tranquila desde el humor y la convivencia (recuérdese ¡Ay, Carmela!, 1990) o analizar las mutaciones sociales derivadas de la carencia de valores y las conductas autoritarias (como sucede en Taxi, 1996), todo ello siempre inmerso en un debate sobre la crisis personal del protagonista, vivencias emocionales contradictorias y nuevas alternativas al romanticismo (como recoge Tango, 1998).

La obsesión artística de Saura, la admiración y respeto por algunos de los autores que se han convertido en pilares de la cultura española y referentes de la tradición y la controversia, le lleva a detenerse también, y especialmente, en otros aragoneses de renombre como son Francisco de Goya y Luis Buñuel. A ellos dedica dos obras que son ejemplo de constancia y reflexión sobre el acto de crear, el mundo de los sueños, la tragedia emocional del hombre y el desasosiego.

En Goya en Burdeos (1999) aprovecha la tragedia que emana de una realidad trasladada a la pintura para, a su vez, dimensionarla en la ficción cinematográfica. De la madurez a la juventud, del aislamiento a la emotividad, ahonda en la grandeza de un hombre atormentado que quiere encontrarse en su obra y proyectar a cada instante la explosión de sus visiones. Y Buñuel y la mesa del Rey Salomón (2001) quiso ser un reencuentro del director de Calanda con sus amigos Dalí y Lorca. Esperamos que Guernica. 33 días (2014) sea otro acercamiento al arte y la guerra, y confirme ese gran pulso creativo que ha demostrado a lo largo de más de sesenta años de obra cinematográfica

Carlos Saura es un director que ha sabido consolidar su carrera con la aportación visual y lumínica de amigos y profesionales de la talla de Luis Cuadrado, Teo Escamilla, José Luis Alcaine, Javier Aguirresarobe, Vittorio Storaro y José Luis López Linares, entre otros. Con productores como Elías Querejeta, Emiliano Piedra o Juan Lebrón. Y un sinfín de compañeros de viaje que quisieron entenderle en todas sus manifestaciones y vivencias y que le ayudaron con aportaciones que, sin duda, enriquecieron su trabajo y allanaron su camino para edificar la personalidad creativa de uno de nuestros mejores narradores de historias.

Tras todo lo dicho anteriormente, damos un salto en el tiempo y volvemos al presente.

 

Sr. Rector, hoy, 27 de enero de 2014, día en el que celebramos la Festividad de Santo Tomás de Aquino, me cabe el gran honor de solicitar su venia para que le sea concedido el Grado de Doctor “Honoris Causa” por la Universidad Complutense de Madrid al Excmo. Sr. D. Carlos Saura Atarés.

 

Gracias.