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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Martes, 16 de abril de 2024

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Un rodeo hacia el vanguardismo

 

No hay ninguna cosa que no se parezca en nada a ninguna otra, esto es, que sea sin más lo que ella "misma" es, sino que cada una es lo que es pareciéndose además a las "otras". Cuando hablamos de las cosas, las nombramos, las reconocemos, etc., en nuestro hablar de ellas, nombrarlas, reconocerlas... hay siempre presupuesto un agrupamiento general de las mismas, es decir, por un lado, un estar éstas reunidas con éstas y aquéllas con aquéllas, y, por otro lado (pero por lo mismo), un estar todas éstas separadas de todas aquéllas, siendo precisamente las semejanzas de las que "participan" las cosas los criterios según los cuales unas se reúnen con y se separan de otras. Es evidente, por lo demás, que ninguna cosa se parece a cualquier otra de cualquier forma, de modo que, siendo gradual y limitada la relación de mutua "imitación" en la que se instauran, aquel agrupamiento mencionado resulta ser no un ordenamiento espontáneo y fluctuante de conjuntos aislables, sino una red más o menos fija de géneros y especies: porque en algo se parecen, decimos que el perro, el caballo y el ciprés son seres vivos; porque el perro y el caballo se parecen entre sí más de lo que cualquiera de los dos por separado se parece al ciprés, decimos de aquéllos que son animales, y de éste que no lo es. No obstante, y por inmediata que sea, la evidencia recién descrita es en todo caso cuestionable. Pues bien, restringiéndonos al Occidente, llamaremos a continuación Antigüedad a la época en la que aún rige (como algo que de antemano está presupuesto en todo decir) dicha evidencia, y Modernidad a aquella otra en la cual lo que rige es ya su cuestionamiento: para el antiguo las semejanzas preceden (de alguna manera) a las cosas que participan de ellas, constituyéndolas en lo que son; para el moderno, por el contrario, las cosas se parecen de cualquier forma entre sí, siendo por tanto sus semejanzas resultado de su previa diversificación (de su propio ser cada una lo que cada una sea), la cual deberá entonces explicarse al margen de la apariencia inicial que las cosas presentan. (No se está diciendo con esto que una época conozca la realidad mejor que la otra, porque no hay realidad más allá de la que constituyen los presupuestos de los que aquí estamos dando tan breve cuenta.)

Acabamos de hacer una consideración en torno al modo de aparecer de las cosas, la cual, al cabo, ha resultado no serlo menos en torno a su modo de ser. Sobre esto, según suele reconocerse, habla la filosofía, cuyo sentido, por todo lo dicho, no podría ser el mismo en la Antigüedad que en la Modernidad. Pero también el arte (en sentido amplísimo) habla a su manera del ser de lo que hay, siendo así que tampoco el arte moderno (bien entendido que aquí este adjetivo funciona solamente en la oposición a 'antiguo' arriba definida) podría en absoluto expresar lo que el antiguo: el razonamiento antes desplegado justificaría una comprensión del arte antiguo que, concibiéndolo como imitación, destacara no la índole reproductiva de sus contenidos, sino la relevancia con que tal arte dice el carácter reproductivo del ser mismo de lo que hay; y justificaría igualmente una concepción del arte moderno como cuestionamiento del antiguo (que el artista individual lo desprecie además de cuestionarlo obedece sencillamente a que éste no tiene a este respecto una perspectiva privilegiada), es decir, como reivindicación expresa de, frente a la copia, innovación, frente a la formalidad, transgresión, frente al cultivo del género y el sostén de la tradición, originalidad y experimentación, etc. Así, pues, la exigencia de lo que en general se llama vanguardismo podría describirse como la de mostrar que cualquier cosa parece cualquier otra y ninguna alguna en particular: de ahí que éste se presente como una especie de exhaución aparentemente arbitraria de las posibilidades expresivas; y de ahí también que sea para empezar la obra de vanguardia aquello ante lo que la sensibilidad desprevenida tiende a decir que "eso" parece cualquier cosa (menos arte, tal vez).

En consonancia con la impresión recién registrada, suele también sugerirse a menudo que al artista contemporáneo le falta la pericia ejecutiva ("¡eso también lo hago yo!") de la que el clásico andaría sobrado. Sin embargo, y contra lo que en principio pudiera pensarse, ocurre que la ya descrita exigencia del vanguardismo condiciona una actividad en nada exenta de complicaciones: si, en efecto, el arte antiguo corre siempre el riesgo de caer en la ordinariez (en la superficial cosificación de la apariencia), el  moderno se juega a sí mismo a su vez en el rechazo de la extravagancia, siendo su propio peligro el del recreo en la disolución estrafalaria y fenomenista de las cosas. El empalago producido por la obra afectadamente clásica no es más que el reverso de la náusea que provoca aquella otra creación para la que por todo patrón de composición sólo podría aducirse la vacía exigencia "d'être à l'avant-garde". El arte moderno deja de ser arte (defrauda) cuando se siente eximido de la responsabilidad de mostrar que, al margen incluso de su inicial apariencia, las cosas siguen siendo, a pesar de todo, lo que cada una sea.

Así como la dificultad que Policleto hubiera de afrontar a la hora de esculpir aquella estatua a cada una de cuyas copias llamamos "diadoúmenos" no sería salvable por quien sólo poseyera una técnica para reproducir fielmente en bronce cuerpos humanos, tampoco la excelencia de Dalí como pintor, por ejemplo, es estrictamente explicable en los términos de una especial habilidad para dibujar peces, tigres, elefantes y cuerpos desnudos. Que la patencia figurativa ya no sea para el moderno un requisito significa solamente que tal condición ha sido sustituida por la otra igualmente grave y constrictiva de la aparente indefinición de las cosas, condición ésta cuya aneja dificultad radica en el preciso carácter de ser sólo aparente de la dicha indefinición, de suerte que el verdadero problema para el artista consiste en este caso en que, sea lo que quiera de la primera impresión, la cosa debe en último término seguir siendo la que es, y no cualquiera. La percepción de, por poner un caso, la bayoneta de un fusil que sale de un tigre que sale de otro tigre que sale de un pez que sale de una granada reventándola no se agota en la pura constatación de la inconsistencia de la apariencia inmediata, sino que, a expensas de esa misma inconsistencia, termina también por sentirse en su determinación la cosa de la que desde el principio se estaba haciendo tema en la pintura, a saber, la ensoñada picadura de una abeja causada por el despierto zumbido de otra.

A la inversa, alguien muy al corriente de las últimas tendencias juzgaría quizá a los clásicos carentes del ingenio del que los contemporáneos supuestamente hacen derroche. No obstante, así como en el cuadro de Dalí la imaginación no vuela hasta el punto de emplear cualesquiera formas, o disposiciones al azar entre éstas, o no importa qué colores, tampoco en la obra del antiguo aparece sin más lo que ya a una mirada ordinaria pudiera mostrársele. La de esculpir una figura perfectamente reconocible, tal que no meramente parezca el cuerpo de un hombre, sino que aparezca justamente como aquel cuerpo al que todos los demás se parecen (de donde los cuestionamientos relativos al canon), no es toda, sino sólo la mitad de la tarea de Policleto, para quien ninguna cosa hay tan única que se reduzca a ser lo que ella misma es: porque sólo destacando frente al resto puede el mejor brillar, porque el coronado sólo es la cosa que es (el vencedor) en la medida en que se diferencia de aquello (el grueso de los vencidos) aparte de lo cual sin embargo no sería nada, por eso el que se ciñe la diadema aparece ceñido él mismo a su hado y, en consecuencia, plegado a una previa y radical derrota (de donde el aplacamiento de toda expresión de júbilo, el temple de ánimo del que se sabe también "participante", la piadosa asunción de la cinta que lo designa como vencedor...).

 

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