El Quijote y los libros de caballerías
Juan Manuel Cacho Blecua
Universidad de Zaragoza

De acuerdo con una larga tradición occidental, el Quijote se construye sobre una intencionada variedad de géneros y registros literarios, entre los que la literatura caballeresca se convierte en uno de sus ejes vertebradores. Inaugura la novela moderna mediante la parodia, el desvío y la transformación de los libros de caballerías, que le suministran un amplio mundo de referencias: personajes, temas, motivos, técnicas, estructuras narrativas, fórmulas y variedades lingüísticas. Este hilo conductor resulta imprescindible para la cabal comprensión de la obra y abarca múltiples aspectos desde el estético hasta el retórico pasando por el ideológico, pero esta plataforma inicial se transforma, amplía y trasciende. Cervantes voluntariamente incorpora o remite a otras series literarias, por ejemplo, los libros de pastores, los relatos de cautivos, la picaresca, las novelas cortas o los relatos folclóricos. Pero además, la complejidad del texto difícilmente se entendería sin un sutil manejo de recursos escénicos y representaciones teatrales en algunos de sus mejores episodios; a su vez, la presencia de la lírica no podemos limitarla a los poemas insertos, pues su huella dejó una impronta inconfundible en la prosa quijotesca, en la que asoman con generosidad versos de Garcilaso o del Romancero. Cervantes hasta el fin de sus días dio renovadas muestras de la diversidad de sus inquietudes literarias, muchas de las cuales tuvieron especial acogida en su obra maestra.

Como sucedió en la Antigüedad, en la Edad Media y por supuesto en los tiempos posteriores, la novela, entendida en un amplio sentido, se convertía en un “cajón de sastre”, según socorrida definición, capaz de aglutinar los más heterogéneos materiales. La falta de una preceptiva que la avalara y de unos modelos clásicos que hubieran impuesto su paradigma, sumada a sus propias peculiaridades, favorecían una libertad artística de la que Cervantes era consciente tanto desde el plano teórico como desde el creativo. A juicio del canónigo, los libros de caballerías, y su opinión podía abarcar otras ficciones, ofrecían múltiples posibilidades narrativas y descriptivas. El escritor podía abordar “naufragios, tormentas, rencuentros [combates] y batallas”, al tiempo que muy diversas facetas de un personaje, su prudencia, elocuencia y valentía; también tenían generosa cabida en el género sucesos trágicos o alegres, personajes, cualidades y materias: “ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere” (I, cap. 47).

El
Quijote reelabora algunas de las opciones expuestas, pero, además, convierte a la literatura, sin ningún otro tipo de restricción, en su referencia y sustancia. Los problemas de la creación se plantean desde el prólogo, orientan de vez en cuando los móviles de actuación del protagonista y constituyen un motivo recurrente en las intervenciones de los narradores, en especial de Cide Hamete Benengeli y del traductor; a su vez, la recepción de la obra literaria se erige en resorte cardinal, con una gama de matices hasta entonces inusitada: la lectura provoca la locura del protagonista, los personajes escuchan colectivamente diversas obras leídas en voz alta, asisten a espectáculos teatrales, que hoy calificaríamos como interactivos, e incluso varios han leído la primera parte de una obra en cuya continuación participan; por último, no faltan debates teóricos, la mayoría derivados de la recepción renacentista de la Poética de Aristóteles. Las polémicas suscitadas reflejan diversas perspectivas, inciden en el comportamiento de los personajes, se proyectan sobre el discurso que el texto teje sobre sí mismo y sobre su creación final, la novela que leemos.

En este complejo entramado, la literatura caballeresca servirá de referente privilegiado por cuanto el hidalgo manchego trata de imitar las actuaciones de sus héroes y protagonizar la novela de su propia vida. Él mismo trazará su destino desde el momento en que desea convertirse en caballero y lanzarse en busca de aventuras a imitación de lo que ha leído, para lo que podía elegir entre diferentes opciones. En una primera instancia, selecciona sus prototipos en función de la grandeza de sus hazañas, punto de vista desde el que el Cid y Bernardo del Carpio le resultan muy inferiores a personajes de libros de caballerías como el Caballero de la Ardiente Espada (Amadís de Grecia) o Reinaldos de Montalbán. En la comparación subyacía sintéticamente una distinción implícita entre épica de base histórica y ficción imaginaria, después matizada, pese a que con nuestros conocimientos actuales Bernardo del Carpio figuraría en el catálogo de héroes inventados en el siglo XIII para contrarrestar la influencia de las leyendas épicas carolingias.

Por otra parte, con ocasión de su segundo regreso a casa, el canónigo le aconseja la lectura de la Sagrada Escritura, por ejemplo
Jueces, o de las historias de personajes valerosos como Alejandro, el Cid, etc. si desea satisfacer su natural inclinación por las hazañas (I, cap. 49). Sin embargo, don Quijote replica que también en la realidad existieron caballeros andantes protagonistas de auténticas aventuras, como los españoles Juan de Merlo, Pedro Barba o Gutierre de Quijada, de quien se sentía descendiente y de quien había podido leer algunas de sus gestas, por ejemplo en la Crónica de Juan II (I, cap. XLIX). La argumentación era históricamente irreprochable; desde el “Otoño de la Edad Media”, en clásica expresión de Huizinga, se produjo una intensa interrelación entre literatura y “realidad”, proceso bien documentado en toda Europa y en España, especialmente durante el siglo xv: algunos caballeros reales protagonizaron aventuras literarias, del mismo modo que ciertas obras ficticias remitían a un mundo exterior “literaturizado”. Don Quijote podía remontarse a un supuesto antepasado real de quien se decía descendiente no sólo desde una perspectiva genealógica, sino también antropológica, con una diferencia fundamental: a comienzos del siglo xvii la revitalización de la caballería andante resultaba un extraño e inexplicable anacronismo tanto por las peculiaridades de los modelos elegidos como por las transformaciones que había sufrido la sociedad.
 
Los tres libros del muy esforçado caballero Primaleon et Polendos su hermano, hijos del Emperador Palmerin de Oliva. Venecia, 1534.  

A esto debemos añadir la existencia de una caballería “espiritual” no solamente bíblica, representada por santos cuyas legendarias vidas eran fácilmente asimilables a las de la caballería imaginaria (recuérdese el versículo de
Job, 7, 1: “militia est vita hominis super terram”). Esta compleja interrelación, bien arraigada desde la Edad Media, posibilitó que entre hagiografía y literatura caballeresca se produjera un continuado trasvase de imágenes, motivos e incluso estructuras narrativas. A partir del siglo XVI, además, había surgido en España una literatura caballeresca espiritual, que significativamente se omite en la obra cervantina, aunque no su tema. Así, cuando don Quijote descubre las imágenes de san Jorge, san Martín, Santiago y san Pablo, se siente proyectado sobre estas figuras con otra salvedad fundamental: “porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano” (II cap. 58).

Finalmente, desde la realidad histórica de principios del siglo xvii su decisión de convertirse en caballero podía ser juzgada como inadecuada por el desajuste que existía entre su escaso patrimonio y sus aspiraciones (II, cap. 2). En la estratificada sociedad de la época, la cúspide nobiliaria estaba representada por la alta nobleza de título, los grandes, condes y marqueses, mientras que el escalón más bajo correspondía a los hidalgos, aproximadamente el 10% de la población. En medio de ambos polos se situaban los caballeros, preferentemente establecidos en las ciudades, por lo que las pretensiones de Alonso Quijano, un pobre hidalgo de aldea, podían ser consideradas desmesuradas, aunque sus intenciones eran bien distintas a las habituales en su sociedad: iban dirigidas a ingresar en una Orden y cumplir a rajatabla sus duros códigos teóricos, con el deseo de restaurar una nostálgica caballería olvidada y mediante sus hazañas conseguir honra y fama, obtenida al margen de su posición social y de su situación económica.

La caballería de su época reflejaba unas contradicciones arrastradas desde tiempos medievales, cada vez más agudizadas. Por un lado, seguía conservando un gran prestigio honorífico, como se refleja en la definición del término “caballero”. Covarrubias (1611) lo equiparaba al miles latino para justificar sus gloriosos orígenes, de acuerdo con una explicación clásica de Vegecio, ampliamente difundida por las Partidas alfonsíes: “De manera que no se dirá cavallero absolutamente el que anda a cavallo, sino por ser escogido para la orden de cavallería, que consta de hombres escogidos cada uno entre mil”. Por otro lado, era una institución anacrónica que no cumplía las funciones bélicas para las que había surgido durante la Edad Media. Desde hacía tiempo se habían producido importantes transformaciones en un ejército profesionalizado –en tiempos de Felipe II empezaron a existir las escuelas militares– en el que la caballería había dejado de tener un papel preponderante, que ahora desempañaba la infantería, y en el que habían hecho acto de presencia unas armas de fuego que disgustaban a don Quijote (II, cap. 38). La paradoja era todavía más perceptible en las llamadas Órdenes Militares, de las que con reticencia don Quijote dice lo siguiente: “se presupone que los que la profesan han de ser o deben ser caballeros valerosos, valientes y bien nacidos” (I, cap. 49). El demoledor “presupone” afecta a aspectos esenciales como el valor, pero también los dardos van dirigidos a unas probanzas de linaje necesarias para pertenecer a sus Órdenes, cuyos caballeros, por el mero hecho de serlo, deberían estar libres de toda sospecha.

En resumen, el hidalgo manchego no pretendía dedicarse a la caballería espiritual, del mismo modo que no se planteaba obtener el hábito de las Órdenes Militares, ni tampoco trataba de imitar a los héroes épicos tradicionales ni a los grandes personajes históricos. Deseaba ser “caballero andante”, opción que reiteradamente contraponía a la otra posibilidad más factible en la realidad de su tiempo, la de “caballero cortesano”, que “de todos ha de haber en el mundo, y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros” (II, cap. 6).

Las divergencias, a su juicio, no podían ser más notorias: los caracterizaba como ociosos, si acaso viajeros de gabinete, es decir que se desplazaban a través de los mapas pero no sobre la geografía real, por lo que representaban la negación de la caballería “andante”; sólo exhibían sus “gestas” en festejos deportivos –lanceamiento de toros, justas y torneos– ante unas damas a las que requebraban (II, cap. 6). Se distinguían también por sus conocimientos legales, por ejemplo las leyes que rigen los desafíos, y por su participación en fiestas cortesanas en las que intervenían con los trajes adecuados a sus estados anímicos como bien sabía el Primo (II, cap. 22). Sus precisas “obligaciones” ya estaban bien alejadas de sus orígenes primitivos: “sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones” (II, cap. 17).

En esta oposición interesada, ambos prototipos compartían algunas virtudes similares, pero desempeñaban diferentes funciones. Desde un punto de vista militar, que en Cervantes siempre hay que tener en cuenta, los únicos ejercicios practicados por los cortesanos correspondían a su intervención en justas y torneos. La caballería se había convertido en pura exhibición, en espectáculo deportivo, que muchas veces de forma interesada se relanzaba por el poder. Sus participantes mostraban su pertenencia a una Orden reconocida, mostrada a veces en costoso espectáculo, cuya suntuosidad iba pareja al poder mostrado. Desde la perspectiva de don Quijote, y evidentemente desde la de Cervantes, este horizonte vital no era precisamente halagüeño. El terrenal Alonso Quijano no pretendía dedicarse a la caballería espiritual, ni se movía por reconocimientos sociales externos ajenos a su valor, ni por entretenimientos deportivos (no sabemos cómo había ideado Cervantes la participación de don Quijote en las justas de Zaragoza que la aparición del libro de Avellaneda abortó). En su locura se imaginó caballero andante heroico y grandioso que debía acometer unas hazañas similares a las emprendidas por los personajes de sus lecturas predilectas. El prototipo elegido había protagonizado durante más de cuatro siglos una intensa producción, vinculada a algunos de los principales hitos de la ficción europea desde sus orígenes medievales franceses hasta Cervantes.

Los antecedentes próximos: los libros de caballerías

Sus excelentes comienzos narrativos están estrechamente vinculados a las obras de Chrétien de Troyes. Hacia el último tercio del siglo XII el escritor francés escribió unas deliciosas obras breves en verso sobre la llamada materia de Bretaña, la del mítico rey Arturo, como Yvain, Lancelot o Perceval. Algunas de sus características –las hazañas de los caballeros en una atmósfera maravillosa, la combinación del amor y de las aventuras, y la ironía– perfilan unos rasgos que, modificados, perduran en el Quijote. El protagonismo continuado del caballero literario en textos de épocas tan distantes sólo puede explicarse por la persistencia de unos trasfondos comunes en etapas de larga duración. Se trata de unas sociedades en las que la guerra tiene una presencia real, pero también ideológica, ritual y cultural en los más diversos ámbitos de la vida, y en las que los nobles pretenden controlarla y dirigirla, justificando así unas cambiantes y, en la mayoría de los casos, perdidas funciones que refuerzan teóricamente su prestigio. Pero esta pervivencia del modelo tampoco sería comprensible sin la renovación del discurso ideológico y novelesco mediante el que la ficción se acomoda a los nuevos tiempos. Cervantes difícilmente conoció la producción de Chrétien, pero sí recogió su tradición literaria, aunque entre ambos habían surgido múltiples novedades: la prosa había postergado al verso, la difusión del papel había propiciado una mayor extensión de las obras, que a su vez habían formado grandes ciclos, como la Vulgata y la Post-Vulgata, divulgados por toda Europa a través de sus múltiples traducciones.

 
Merlín (detalle).
Bruselas, Juan Mommaerte, 1662.
 


Don Quijote sabía muy bien que aquella famosa orden “de los caballeros de la Tabla Redonda” se remontaba a la época del rey Arturo, “en nuestro romance castellano” llamado “el rey Artús”, del mismo modo que “es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña, que este rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno” (I, cap. 13). El paso de los siglos no ha transcurrido en balde; el prestigiado rey ahora se ha transformado de forma burlesca tanto material como verbalmente, del mismo modo que el mago Merlín aparecerá en la ensoñación quijotesca de la Cueva de Montesinos, mientras que en la recreación de los Duques se presentará como profeta. Los míticos orígenes y los reverenciados personajes constituyen materia de burla y pasatiempo. Don Quijote recoge la herencia de estos antepasados remotos, algunas de cuyas referencias conoce a través del Romancero y de la épica culta italiana, pero él se siente descendiente próximo de sus sucesores, los héroes de los libros de caballerías impresos en España.

 
Primero y segundo libro de la demanda del Sancto Grial.
Sevilla: Juan Varela de Salamanca, 1535.
 


El ciclo de la Post-Vulgata especialmente, con obras como el Baladro del sabio Merlín o la Demanda del sancto Grial, del mismo modo que el Tristán de Leonís, había tenido una especial acogida en la España medieval, continuada después en el siglo XVI por su difusión impresa. Las influencias se dejaron notar en algunas producciones originales castellanas, como el Libro del caballero Zifar (siglo XIV), pero sobre todo fructificaron en el Amadís de Gaula, del que tenemos noticias seguras desde comienzos del siglo XIV.
Su extraordinario éxito fue renovado durante el reinado de los Reyes Católicos, en la mini-edad heroica de la conquista de Granada y de las posteriores guerras en el Norte de África, hacia 1495-1496. Rodríguez de Montalvo transformó y amplió los antiguos materiales, a los que también añadió una continuación, Las sergas de Esplandián, protagonizada por su hijo. Surgía así un género que conocemos con el nombre de libros de caballerías, descendiente de la literatura artúrica. El cura del Quijote lo proclamaba abiertamente: “según he oído decir, este libro [el Amadís de Gaula] fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen de este” [I, VI].

Desde la primera edición conocida del Amadís (1508) hasta la primera parte del Quijote (1605), se compusieron más de setenta y siete obras diferentes, incluyendo los textos traducidos, algunos recreados y transformados en su trasvase lingüístico como el Espejo de cavallerías (1525) de Pero López de Santa Catalina. Unos cuantos libros, escritos con preferencia en la segunda mitad del siglo XVI, se difundieron en manuscritos, pero la mayoría (63) lo hicieron a través de la imprenta. El género alcanzó su apogeo en tiempos de Carlos V (1517-1556), periodo en el que se crearon la mayoría de las obras publicadas, mientras que durante el reinado de Felipe II (1556-1598) vieron la luz sólo cinco títulos nuevos.

El modelo de tipo amadisiano, el de mayor éxito y el más parodiado en el Quijote, suele situarse en un pasado y en un tiempo lejanos, en ambiente idealizado y estilizado donde no tiene acogida lo vulgar y lo plebeyo. Este trasfondo no es obstáculo para orientar los textos hacia la lucha contra el infiel, por ejemplo Las sergas de Esplandián (h. 1495-1496), para deslizar en ellos programas políticos en especial de Carlos V, p. ej. el Claribalte de Gonzalo Fernández de Oviedo (1519) o el Tristán de Leonís y el rey don Tristán el joven, su hijo (1534), y en ocasiones reflejar tensiones históricas. Los más importantes episodios del libro están subrayados por unos sueños premonitorios o unas profecías que los anuncian. Proliferan las maravillas, los monstruos, los gigantes, las magas y los “sabios”, todo un legado prototípico de lo maravilloso, en la mayoría de los casos fosilizado. Están protagonizados por personajes del más alto linaje, por lo general hijos de reyes, predestinados desde su nacimiento a las más altas hazañas, acordes con la bondad de su linaje; algunos de sus principales hitos biográficos coinciden con el llamado arquetipo heroico, de raigambre folclórica: el del niño abandonado que llega a las más altas cumbres. Los héroes se lanzarán fuera de la casa paterna en busca de aventuras y fama desde una temprana juventud, cuando se invisten como caballeros, de modo que el viaje se convierte en estructura que facilita la composición narrativa. Recibirán la ayuda de auxiliares mágicos, y, por el contrario, lucharán contra enemigos que encarnan idénticos poderes, pero que poseen unas cualidades anticaballerescas, muchas veces también anticristianas. Fundamentalmente se caracterizan por su condición de enamorados. Se parte de una arraigada concepción del amor que ennoblece y acrecienta las cualidades incluso las bélicas, por lo que amor y aventuras van indisociablemente unidos. Los protagonistas, paradigmas de caballeros perfectos, demuestran en las múltiples aventuras sus cualidades. La honra constituye el principal valor de los caballeros en forma de rango social elevado, o en forma de fama, que se extiende por medio de la palabra, en especial de los testigos, a través de los escritos que recogen sus hazañas y mediante representaciones escultóricas y pictóricas. Para alcanzarla deberán cumplir con sus deberes caballerescos –la defensa del territorio, el auxilio a los desvalidos (viudas, huérfanos, doncellas)– y observar una serie de virtudes, entre las que se ensalza la cortesía y la lealtad. En el mundo femenino se destaca la belleza, la honestidad y la honra. El final de sus aventuras suele coincidir con su matrimonio público, momento en el que, por lo general, asumen funciones de gobernantes, para que en una continuada cadena la caballería sea prolongada con las siguientes y renovadas generaciones. La obra suele quedar abierta a continuaciones emprendidas por los descendientes, de modo que bien pronto se formaron grandes ciclos, como el de los amadises y poco después el de los palmerines, cuyos protagonistas se sucedían de generación en generación.

Los autores de los libros de caballerías ensayaron variados paradigmas, algunos diferenciados del ofrecido por el Amadís. Unos pocos retomaron el modelo del Tirant lo Blanch, con detalles más “realistas” y cercanos en ciertos aspectos al mundo cotidiano, al tiempo que incorporaban personajes marginales, como sucede en el Floriseo. Estas novedades no obtuvieron ningún éxito editorial; por el contrario, los textos que alcanzaron una mayor difusión estaban modelados sobre el arquetipo amadisiano. Dentro de ellos cabían variaciones con nuevas orientaciones ideológicas, prototipos más cortesanos, tratamientos más espectaculares de la magia o aventuras más ingeniosas, burlescas y eróticas, notorias en la obra de Feliciano de Silva. A su vez, la literatura caballeresca se abría a otros géneros, y en algunos casos los anticipaba. En ella confluyen excepcionalmente la literatura celestinesca y la picaresca, y de modo más reiterado, entre otras, la poesía de cancioneros, la ficción sentimental, la épica italiana, la literatura de viajes, la pastoril, la bizantina o los relatos de cautivos, al tiempo que de vez en cuando se deja sentir el peso de la alegoría, de la literatura “espiritual” y de la clásica, en ocasiones de su mitología.

Una perturbadora afición

El Policisne de Boecia (1602) puede considerarse el final de un largo ciclo de libros de caballerías cuya producción impresa había decaído, si bien cabría matizar diferentes aspectos de su consumo. Hacia los años 80 se percibe un repunte de las ediciones del género, que no por casualidad coinciden con un incremento de los espectáculos caballerescos impulsados desde el poder. Unos años más tarde, alrededor de 1605, en un catálogo de textos deseados, posiblemente redactado por un alemán como ha subrayado Pedro Cátedra, se enumeran trece títulos de literatura caballeresca que podrían encontrarse en las librerías. De la lista se deduce el triunfo de Amadís, de su ciclo y de sus modelos, que también eran los textos más reeditados, algunos en tiempos próximos a la aparición del Quijote, cuyo protagonista tenía una biblioteca singular por varias razones analizadas por Baker.

Poseía trescientas obras de entretenimiento, número anómalo en su época, pues este tipo de creaciones solían ocupar sólo una pequeña parte de un conjunto menor, compuesto también por textos de derecho, historia, artes liberales, religión, teología, etc. Por ejemplo, el modélico Diego de Miranda, asimismo hidalgo de aldea, disponía de seis docenas de ejemplares, en romance y en latín; algunos eran de historia y otros de devoción, pero ninguno de caballerías (Parte II, cap. 16).

 
Jerónimo Fernández:
Tercera y quarta parte del invencible príncipe do Belianís de Grecia,
Burgos, Pedro de Santillana, 1579.
 


Por otra parte, en la realidad histórica los hidalgos solían tener pocos volúmenes en su casa, pero Alonso Quijano disfrutaba de un aposento específico destinado a los libros, algo inusual para alguien de su clase con escasos recursos materiales. Además, la tercera parte de su biblioteca, unos cien impresos, eran de caballerías, fiel reflejo de una afición que teóricamente le habría llevado a comprar toda la producción publicada si sólo tuviera una edición de cada título. Entre ellos se incluirían algunas de las ahora llamadas historias caballerescas breves, por ejemplo la Historia del emperador Carlo Magno y de los Doze Pares de Francia, sin la cual no se entendería lo concerniente al bálsamo de Fierabras, ideado por el protagonista. No obstante, el grueso de su colección estaría formado por extensos tomos de gran tamaño, que no eran precisamente baratos y además estaban bien encuadernados, lo que acrecentaba su coste, por lo que tuvo que vender una parte de su hacienda para su adquisición. En el “donoso escrutinio” de su biblioteca se nos describen estos doce que detallo en el resumen adjunto, en el que señalo la primera y las dos últimas impresiones, así como el número total de cada una:

Amadís de Gaula – 1508 - 1580 - 1586
Palmerín de Olivia – 1511 - 1580 - 1581
Lepolemo (El caballero de la Cruz) – 1521 - 1563 - ¿1563?
Sergas de Esplandián 1510 – 1587 - 1588
Amadís de Grecia – 1530 - 1582 - 1596
Belianís de Grecia – 1545 - 1580 - 1587
Espejo de caballerías (I y II) – 1525 - 1551 - 1586
Palmerín de Inglaterra (I y II) – 1547 - 1548
Tirante el Blanco – 1511
Platir – 1533
Felixmarte de Hircania – 1556
Olivante de Laura – 1564
19
13
12
10
7
6
4
1
1
1
1
1

 

La lista refleja la biblioteca de un extraordinario aficionado que poseía algunos libros editados una sola vez, cuyas príncipes estaban bien alejadas de 1605, por lo que conviene recordar su carácter excepcional, de auténtico bibliófilo. Ahora bien, el repunte editorial de los años 80 y la existencia de ejemplares en librerías documentada a principios de siglo xvii muestra que la afición por su lectura se ajustaba a los gustos de la época; aunque su intensidad fuera menor que en tiempos pasados, no había desaparecido. Numerosos personajes del Quijote compartían el mismo pasatiempo, sin distinción de sexo ni categorías sociales, aunque justo es reconocer que su reflejo en la obra venía favorecido por las estructuras narrativas. El protagonista era un fervoroso lector de un género que también conocía el ventero, Dorotea, Luscinda, el barbero, los Duques, los miembros del clero, por ejemplo el canónigo y el cura, el bachiller Sansón Carrasco o el Primo, como ha subrayado M.ª Carmen Marín Pina. A su vez, Cervantes de forma intencionada no sólo recrea distintos tipos de recepción, desde la individual solitaria hasta la colectiva y oral, sino que, además, las individualiza, pues cada personaje oye o lee los textos de forma singular: unos prestan atención a los numerosos golpes (el ventero), el público femenino especialmente se interesa por los amores, mientras que los Duques conocen bien las etiquetas y rituales cortesanos de estas creaciones, mientras que otros, como el canónigo, se preocupan por sus defectos, de acuerdo también con una larga tradición.

 
Detalle de la portada La Trapisonda. Toledo, 1558.  

 

Las censuras, entre la ética y la estética

Los ataques contra la literatura caballeresca fueron asiduos en la Edad Media, se incrementaron con su difusión impresa –los más agudos partían de los erasmistas–, y se intensificaron a fines del siglo, lo que se refleja en algunas bibliotecas nobiliarias, por ejemplo la del Marqués de Astorga, muy bien estudiada por Pedro Cátedra. Además, hacia los años setenta no sólo se mantuvo la polémica entre sus partidarios y detractores sino que se empezó a hablar de su control, fundamentos posteriormente acentuados que explicarían el escrutinio inquisitorial de los libros del protagonista. Se habían extendido programas educativos fomentados por los jesuitas en los que se impulsaban los espacios de lectura personal, entre las que se excluían las lecturas caballerescas por perniciosas. La trayectoria de Ignacio de Loyola favorecía la condena del género realizada por la Orden desde sus orígenes. Su fundador había sido un fervoroso lector prequijotesco de la serie, cuya influencia había experimentado en algunos lances cortesanos, aunque sus primitivos impulsos los recondujo hacia la caballería espiritual sin modificar los modelos, para después renegar con insistencia de sus aficiones juveniles. Estas críticas iniciales persistieron en la Orden y a fines de siglo se extendió la influyente condena de Antonio Possevino en su Bibliotheca selecta (1596), en la que demonizaba al Amadís y sus secuaces, al paso que los convertía en pasto de herejes: “Luthero autem satanas iam utebatur [al Amadís]…”.

Desde este contexto se explican algunas opciones elegidas por Cervantes, para quien los libros de caballerías tuvieron que resultarle por un lado atractivos entre otras razones por su materia y su libertad creativa, mientras que por otro le parecían censurables por razones éticas y estéticas. De acuerdo con unos principios teóricos reiterados en la obra, el ideal propuesto por Cervantes debía perseguir estos cuatro objetivos interrelacionados: entretener, enseñar, deleitar y admirar. A la combinación clásica de enseñar y deleitar, se añadía un matiz, entretener, y una función más novedosa característica de la época, admirar, relacionada con lo sorprendente o lo excelente, como señaló Riley. Ahora bien, aunque los autores de libros de caballerías no desarrollaron ninguna poética explícita, sí indicaron con reiteración su voluntad de instruir, que evidentemente se sumaba al carácter placentero de su producción. A su vez, desde el comienzo las maravillas se habían erigido en uno de los principales ingredientes del género, y de forma reiterada los personajes quedaban admirados o espantados ante su aparición. En consecuencia, los principales desacuerdos de Cervantes con los libros de caballerías, examinados desde nuestra lejanía temporal, no debieron radicar en los propósitos, dejando aparte los nombres, los matices y la mayor consciencia cervantina, sino en la forma, en la técnica y en los contenidos utilizados para conseguir estos mismos fines. De ahí tuvo que provenir el atractivo que podrían suponerle al mismo tiempo que su rechazo. A través de las críticas, los presenta como un género malogrado, del que se podían salvar algunas de sus mejores obras, Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra y Tirante el Blanco con ciertas reservas, lo que demuestra su finura lectora e histórica, aunque sus palabras, desgraciadamente, han pesado como una losa para la crítica posterior. Por lo general, han desencadenado la condena del género, en la mayoría de los casos apriorística, aunque el enfoque histórico y literario más adecuado es el contrario: el Quijote representa la total superación de una tradición previa, sin la que no hubiera podido existir.

Cervantes presenta su creación como una invectiva contra los libros de caballerías, considerados lascivos en coincidencia con la mayoría de los moralistas; mayor interés despierta su condena por ser inútiles para la república pues con sus mentiras disfrazadas de verdades podían confundir a ingenuos como el ventero, o enloquecer a discretos como don Quijote, quienes creían a pies juntillas todo lo que en ellos se decía, como había sucedido en la realidad histórica. Por ejemplo, un Decreto real del 4 de abril de 1531, sistemáticamente incumplido, prohibía la exportación a América de libros de “materias profanas y fabulosas”, para que los indios no aprendiesen malas costumbres y que además no perdiesen la autoridad otros libros, en especial los religiosos, si sabían que lo contado en las obras impresas no había sucedido.

En íntima relación con el problema de su verdad, destacaba su inverosimilitud: estaban repletos de fabulosos disparates, entre otros, múltiples inexactitudes geográficas; también solían faltar al decoro en el comportamiento de las personas (muy posiblemente incluía al Tirant en este aspecto) y carecían de proporciones dispositivas. Además, salvo contadísimas ocasiones agudamente reseñadas, eran secos de estilo y confusos en sus razonamientos (en especial, Feliciano de Silva y muchas veces con justicia). Por otra parte, resultaban previsibles, reiteraban estructuras y motivos hasta la saciedad y carecían de invención y artificio. La variedad histórica que he señalado en la breve síntesis anterior no quedaba reflejada en su apreciación; pese a su aguda consciencia histórica, Cervantes seleccionaba los que le interesaban para sus fines y además los juzgaba como idénticos porque no se habían modificado sus fundamentos compositivos y estéticos, característicos de la narrativa tradicional (en la crítica inglesa denominada “romance”). Desde estas bases expuestas por el canónigo, sus defectos afectaban a su materia (inventio), a su tratamiento, a su disposición (dispositio) y a su estilo (elocutio), por lo que ni deleitaban, ni enseñaban, ni suspendían.

La creación de la novela moderna

Cervantes criticaba una manera de novelar, y en la práctica creativa proponía cómo podía superarse esta misma tradición. Para ello escribió una nueva y remozada obra que compuso con unos criterios bien diferentes a los de los libros de caballerías, al tiempo que remitía a sus materiales e incluso a sus técnicas. Como he señalado, uno de los ejes de su crítica radicaba en que sus receptores poco discretos o enloquecidos leían los textos como si hubieran sucedido de verdad, confundidos por algunos procedimientos utilizados por sus autores. En el género suele describirse cómo las increíbles aventuras de un extraordinario personaje llegan por vez primera a los lectores, para lo que sus creadores usaron con insistencia recursos de los historiadores. Numerosos escritores se convirtieron ficticiamente en traductores o transmisores de un manuscrito escrito en una lengua extraña que habían encontrado por casualidad o por una aventura extraña. El texto se ofrecía como si fuera una “crónica” o historia verdadera, en la que en ocasiones se contrastaban versiones distintas de los sucesos; la obra estaba narrada a veces por un testigo presencial de los acontecimientos o por algún sabio en artes mágicas al que por sus extraordinarios conocimientos no se le escapaba nada de lo sucedido. Cervantes se valdrá de idénticas técnicas, muchísimo más complejas por las numerosas voces narrativas que se entrecruzan, pero sobre todo subvierte e invierte por completo la herencia caballeresca: el verdadero autor del Quijote, Cide Hamete Benengeli, no solamente duda de lo contado de vez en cuando, sino que, como recuerda el hidalgo manchego, “de los moros, no se podía esperar verdad alguna” (Parte II, cap. 3). En definitiva, se pone en tela de juicio todo lo narrado y se instaura la ficción moderna con sus propias señas de identidad. En la tradición caballeresca pueden encontrarse hilos embrionarios que apuntan a las mismas consecuencias, sin que ninguno de ellos suponga un cambio cualitativo como el reseñado ni por su variedad, ni por su ironía, ni por su profundidad.

A su vez, la obra sería impensable sin la presencia de Sancho, un labrador transformado por la locura del protagonista en su escudero. Ni sus características ni su condición social resultan adecuadas para la función que se le encomienda. Su complexión física, bajo y gordo, se contrapone a la de don Quijote, alto y enjuto de carnes, caracterizaciones que condicionan sus “humores” y, por tanto, sus comportamientos, desde su sencillez y torpeza, sus miedos, su gusto por comer y beber hasta su afición por dormir. Forman una pareja antitética y complementaria: frente a la competencia lectora de su amo, con algunas contradicciones destaca su incultura libresca y sus saberes populares. En un momento de enfado, don Quijote le recuerda el modelo caballeresco a quien debería imitar: Gasabal, escudero de don Galaor, cuya discreción fue tanta que solo se le nombra una vez en el Amadís. En teoría, Sancho debería ser callado, pero coincide con don Quijote en su locuacidad. Los escuderos caballerescos no eran más que prolongaciones funcionales de su amo. Por el contrario, Sancho tiene voz propia y distinta, lo que propicia una polifonía intencionada, representativa de un mundo complejo, con el que se enfrenta el héroe y al que otros personajes también prestan sus puntos de vista. La univocidad de los libros de caballerías se resquebraja por completo. Escudero y amo se interinfluyen de forma constante y recíproca, novedad impensable en el género, hasta el punto de que Sancho protagoniza un episodio propio de los libros de caballerías, la obtención de una “ínsula”.

Ahora bien, en esta moderna historia fingida los personajes viven en un tiempo coetáneo a su composición y se desenvuelven en un espacio español conocido del que pueden trazarse sus itinerarios, desde La Mancha a Barcelona. Estos parámetros, cercanos a la novela picaresca y antitéticos a los de los libros de caballerías, a priori resultaban inverosímiles como marco de las aventuras de un caballero andante auténtico. Para resolver de forma satisfactoria los problemas Cervantes tramó un dispositivo que facilitaba su resolución y acentuaba la parodia: su loco protagonista pretendía convertirse en héroe de ficción para lo que se comportaba de acuerdo con los paradigmas literarios que le habían hecho perder el juicio. La literatura caballeresca suministraba el referente primordial de sus actos, de sus palabras y de sus registros lingüísticos arcaizantes, si bien se perciben diversos modelos de conducta cuyas bases expondré sintéticamente.

La vida como obra de arte

 
Estampas interiores.
Los tres libros del muy esforçado caballero Primaleon et Polendos su hermano,
hijos del Emperador Palmerín de Oliva
. Venecia, 1534.
 

1. La caballería imitada

Los principales datos que Cervantes suministra de su protagonista contradicen y parodian los habituales de los tradicionales héroes caballerescos. La biografía de los protagonistas amadisianos suele reiterar unos esquemas habituales en el folclore, acomodados a nuevos contextos históricos nobiliarios: desde su nacimiento se nos muestra su condición heroica, que reafirma el linaje regio del que procede a pesar de haberse criado como desconocido alejado de sus progenitores. Por el contrario, don Quijote, un hidalgo de aldea, frisa la cincuentena, edad en la que los héroes caballerescos se habían retirado incluso de sus funciones como gobernantes. Ignoramos casi todo de su genealogía y de su pasado, pero conocemos datos de su dieta, constitución y aficiones: es un “colérico” al que le gusta la caza y está apasionado por los libros de caballerías.

Influido por sus lecturas, en su locura recreará su nueva personalidad de caballero andante que sale en busca de fama y honra. Para lograr sus objetivos, modificará su nombre y lo adecuará a la onomástica caballeresca: será don Quijote de la Mancha. Sin embargo, respecto a su modelo principal, Amadís de Gaula, su guía y norte, se diferencia notablemente, pues el topónimo de éste alude a su reino de procedencia del que es heredero y en su nombre lleva inscrito la esencia de su personalidad, ligada al amor. Por el contrario, entre otros factores, el apelativo de don Quijote tiene un matiz cómico por el sufijo “-ote”, habitualmente despectivo, y ha sido elegido por el mismo personaje, quien actúa, y así lo es, como si fuera su propio padre, un artista que trabajara con los materiales de su vida; por ello resulta coherente que no se diga nada de sus antecedentes familiares (su vinculación con caballeros históricos vendrá más adelante), ni se sitúe intencionadamente en ningún lugar de La Mancha.

Como creador omnipotente, por un acto de voluntad transformadora modifica su denominación, la de su caballo, Rocinante, y la de su necesaria enamorada, imprescindible para su recién inaugurada profesión: “tan natural les es a los tales [caballeros] ser enamorados como al cielo tener estrellas” y un caballero sin amores, “no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo” (Parte II, cap. 13). Más adelante, confesará la condición platónica de su amor, y advertirá a su escudero Sancho “que dos cosas solas incitan a amar, más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama” (Parte II, cap. 25). De ahí la insistencia en la absoluta belleza de su dama: “y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad” (Parte II, cap. 25). Desde estos presupuestos literarios y filosóficos, la dama de su imaginación queda, por un lado, unida a su profesión caballeresca, y, por otro, trascendida por el carácter platónico y poético de sus amores. A lo largo de sus aventuras confesará y pretenderá hacer confesar a sus supuestos contrincantes la superior belleza de Dulcinea sobre todas las damas, motivo recurrente y desgastado en la tradición caballeresca; sin embargo, en la obra cervantina queda trascendido porque representa un ideal absoluto establecido por el caballero-poeta-demiurgo, al margen de la realidad exterior, de la que se vale Sancho con sus trucos. Por razones bien diferentes a la caballería tradicional, Cervantes consigue unir la tradicional hermosura de la dama en rasgo ligado a la andadura no sólo caballeresca sino también vital del protagonista.

Desde esta misma perspectiva construirá su vida como auténtica obra de arte, en feliz expresión de Avalle Arce, y como artista de su época imitará los modelos, en su caso los caballerescos, a los que incluso superará. Así se explica su creación vital más perfecta, la penitencia en Sierra Morena, en donde emulará a Amadís y a Orlando, pero, a diferencia de estos, se impondrá a sí mismo su expiación, a “secas”, por propia voluntad y sin ninguna causa que la justificase, indicio de su perfección amorosa.
En todas las esferas de su vida don Quijote trata de aplicar unas normas leídas en la literatura caballeresca, cuyos códigos glosa como avezado comentarista enseñándoselos a los demás, de acuerdo con M.ª Carmen Marín Pina. Estas normas afectan a los más variados asuntos de dos formas diferentes: de unas se deduce positivamente el comportamiento que debe aplicarse: la resistencia al dolor sin rechistar o la vigilia nocturna con el pensamiento puesto en la dama; pero de otros importantes y cotidianos asuntos, para la desesperación de Sancho, los libros de caballerías no dicen nada, lo que le genera diversos problemas como por ejemplo la despreocupación por la comida y por los dineros o la asignación del salario a su escudero. Además, sus actos están encaminados a conseguir los fines de su dura profesión, por lo que, en irónicas palabras del Cervantes narrador, fue “el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas” (Parte I, cap. 9).

 
Aventura de la Cueva de Montesinos
por John Vandesbank (Londres, 1738).
 

2. La caballería imaginada

Esta férrea voluntad de don Quijote en materia caballeresca, poco a poco resquebrajada en la segunda parte de 1615, sería inexplicable sin partir de las huellas físicas e intelectuales que le habían dejado sus lecturas: “y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio” (I, 1). Lesionado en su fantasía e imaginación por sus costumbres y constitución (era caliente y seco), partirá de su casa en el periodo más inadecuado, en pleno verano, por unos parajes que carecían de sombra para guarecerse, lo que acrecentaba su locura (aumentaban su calentura y su sequedad). También contribuía a su alteración el ejercicio físico (por la pérdida de agua con el sudor) y el armamento utilizado de sus bisabuelos, anacrónico y pesado. Nada más partir de su casa se dará cuenta de que no es caballero, requisito indispensable para su vida “andante”, por lo que su primer objetivo será adquirir esa condición. Por su locura, en un principio, a “nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído”(Parte I, cap. 2).
En su primera aventura se inicia el modelo caballeresco más reiterado y conocido: la transformación de la realidad no por un acto de voluntad sino por sus lesiones, de modo que la venta se convertirá en castillo, el sonido del cuerno del porquerizo en señal de bienvenida dada por un enano y unas “disolutas” mozas en hermosas damas. En esta venta-castillo solicitará ser investido, en una ceremonia paródica que supone una inversión burlesca de la tradición caballeresca y de las ceremonias practicadas por las Órdenes Militares como ha subrayado A. Redondo. Mediante la ceremonia, en sus orígenes de carácter iniciático y relacionada con la edad y la entrega de armas, el investido se diferenciaba en sus obligaciones y derechos de los que no eran caballeros; pero cabría incluso considerarla como un acto de legitimación, de consagración o de institución en palabras de Bourdieu. De acuerdo con esta óptica, el ritual separaba a quienes lo habían experimentado no de los que no lo habían hecho, sino de aquellos que no lo experimentarán de ninguna manera, de suerte que se instituía una diferencia duradera entre aquellos a los que atañía el rito y a los que no les afectaba.

Sin embargo, todo queda invertido y subvertido en esta iniciación a edad inadecuada, en un espacio, con unos objetos y con unos participantes antitéticos a los exigibles. La separación y la diferencia respecto a los demás mediante un rito de institución lograba unos efectos bien irónicos: don Quijote se distinguía de todos los caballeros andantes precisamente porque la investidura le impediría ser considerado caballero. En fechas cercanas a la obra, el jerónimo Juan Benito Guardiola (Tratado de nobleza..., Madrid, 1591, fol. 81), argumentaba la consideración en la que debían ser tenidos los caballeros: “Y ha venido en tanta estima y valor ese nombre, que los mismos príncipes y grandes se llaman, y precian llamar caballeros, puesto que [aunque] de rigor el vocablo caballero parece se deriva de llamar el que es armado caballero por el rey, o quien tuviese su poder para ello”.

De forma irónica, el oficiante primordial será el ventero, quien socarronamente se hace pasar por antiguo caballero cuyo (picaresco) oficio había ejercido durante los años de su mocedad, “haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos” (Parte I, cap. 3), acciones diametralmente opuestas a las pretendidas por don Quijote, a quien se suponía que el oficiante transfería simbólicamente sus cualidades. Para colmo la Molinera y la Tolosana, dos prostitutas convertidas en partícipes de la ceremonia, ciñen su espada y le calzan la espuela al casto caballero, degradación de las damas de las ceremonias caballerescas, muchas veces la enamorada y algún familiar del héroe. Desde el punto de vista jurídico, don Quijote no fue nunca caballero tanto por razones ajenas a la propia ceremonia, estaba loco y era pobre, como por el propio rito de ingreso, pues recibió por escarnio la caballería de manos de quien nunca podía armarlo caballero.

La imaginación y la fantasía lesionadas del protagonista permiten que funcione de forma verosímil este entramado caballeresco, al tiempo que resulta por un lado parodiado y por otro contrastado con un universo antitético, del que intencionadamente se recrea lo vulgar y lo degradado; además, dadas las condiciones mentales mostradas por don Quijote, cualquier circunstancia del mundo externo por analogía era susceptible de ser interpretada bajo el prisma de los libros de caballerías. Al final cuando la verdad se imponía, quedaba otro resorte tan eficaz como el anterior y más duradero: todo se había transformado por culpa de algún encantador que había modificado la creación caballeresca imaginada por el héroe. Cervantes censuraba la utilización de la magia, considerada como una dea ex machina que ayudaba a resolver fácilmente las situaciones narrativas, cuando éstas se podían solucionar con eficacia mediante unos recursos adecuados a través de un eficaz uso de la inventio y del artificio. Mediante la referencia a estos “sabios” de nuevo invertía la tradición: los magos servían para explicar que el mundo exterior no se había modificado. Había encontrado los mecanismos adecuados para provocar la burla y la risa, al tiempo que posibilitaban el avance de su creación paródica a través de la caballería imitada y de la caballería imaginada, si bien corría el peligro de repetirse y de aplicar mecánicamente idénticos procedimientos a las demás aventuras.

Sin embargo, Cervantes poco a poco irá afianzándose en el dominio de sus recursos, que cada vez se harán más sutiles, menos mecánicos y se irán transformando. La aparición posterior de Sancho y los relatos intercalados posibilitaban nuevos registros, que se harán mucho más complejos en la segunda parte de la obra, lo que afecta a todo lo concerniente a la caballería. De forma más acusada ya don Quijote no transforma la realidad de idéntica manera, del mismo modo que los encantadores funcionan de forma diversa; además el marco narrativo exterior resulta mucho más complejo por varios factores, entre los que destaco los siguientes: a) Sancho por engaño modifica el mundo percibido (falso encantamiento de Dulcinea); b) don Quijote se enfrenta a personajes y situaciones aparentemente maravillosos pero verosímiles, disposición ingeniosa de invención cada más acusada: p. ej., el mono adivino de Maese Pedro, la cabeza parlante de Barcelona, los enharinados del episodio del barco encantado o la Carreta de la muerte; c) con más insistencia, los personajes urden tramas caballerescas; d) sin ningún tipo de transformaciones, la realidad propicia aventuras prototípicas de la ficción caballeresca, como sucede en la Cueva de Montesinos, episodio clave en la transformación del personaje.

 
Estampa interior.
Los tres libros del muy esforçado caballero Primaleon et Polendos su hermano, hijos del Emperador Palmerín de Oliva. Venecia, 1534.
 

3. La caballería soñada

En la tradición literaria y antropológica la cueva está asociada al miedo y a las maravillas, por lo que resulta lógico que los autores de libros de caballerías utilizaran con cierta predilección el motivo. Habitualmente, el protagonista deberá afrontar en la caverna unas pruebas mediante las cuales demostrará su condición heroica, en la que bajará al Otro Mundo, al más allá, mediante la que revela su “bondad de armas”, su condición de elegido y de invencible. Ahora bien, la experiencia quijotesca se produce después de que al héroe le asalte un sueño profundísimo, motivo que en los libros de caballerías sólo está apuntado y permanece sin desarrollar. En segundo lugar, don Quijote desciende a un paraje también paradisíaco en el que, como es habitual, se encuentra con personajes de la ficción caballeresca; así, el sabio Merlín le comenta que la aventura estaba guardada para él. Sin embargo, aparecerán tres labradoras, entre otras Dulcinea, quien le pedirá seis reales, sin que don Quijote pueda culminar dicha aventura porque no tiene suficiente dinero. En definitiva, las ensoñaciones son ahora clarooscuras y se relacionan con pasajes anteriores que interiormente le habían hecho mella (el engaño de Sancho), por lo que don Quijote tiene dudas de lo sucedido y su mundo empieza a resquebrajarse.
El descenso a los infiernos, tradicional en la literatura, se ha convertido por obra de Cervantes en un viaje hacia el interior de sí mismo. El mundo del protagonista se está comenzando a tambalear y a partir de esta experiencia se anuncia ya casi su final. Si una prueba iniciática de este tipo apuntaba a la inmortalidad del personaje, a su carácter sobrehumano, por el contrario ahora nos muestra su fragilidad, buena muestra de una forma distinta de concebir la novela.

4. La caballería representada

El conocimiento compartido por algunos personajes del Quijote de los libros de caballerías permite la creación de tramas “fingidas”, en las que gustosamente intervienen el caballero y su escudero. El procedimiento, se emplea inicialmente en el texto de 1605 y tiene un alcance funcional: se trata de aventuras diseñadas por sus amigos para hacerlo regresar a casa, lo que realizan en la primera parte el cura y el barbero con la inestimable ayuda de Dorotea, mientras que en la segunda parte de 1615 la invención queda en manos de Sansón Carrasco. Ahora bien, todo se hace todavía más complejo en los episodios situados en casa de los Duques aragoneses, quienes, conocedores de la primera parte de la obra, construirán una continuada farsa festiva, en la que el protagonista será tratado como auténtico caballero andante. Por vez primera se recrea una auténtica corte, aunque sea ducal, en el que se entretejen unos festejos para los que resulta necesaria una participación coral multitudinaria y una tramoya previamente dispuesta, justificada por el ambiente cortesano en el que se desarrolla y por el poder de quienes las promueven. Los Duques preparan espectáculos burlescos, similares a los celebrados en la realidad de la época, en los que intervienen don Quijote y Sancho, ya no solamente el caballero, sin ser conscientes de su carácter. Aparecen personajes proféticos como Merlín y se desarrollan motivos habituales de libros de caballerías, desde la petición de ayuda de una dueña en apuros, hasta el viaje aéreo en un objeto mágico (el caballo volador, Clavileño), pasando por el fingido amor de una joven hacia don Quijote, quien guarda la casta fidelidad del caballero enamorado (Altisidora). Los protagonistas viven aventuras caballerescas para ellos creíbles, en las que se entrecruza la realidad con la ficción. En este ambiente de “representación”, doña Rodríguez, viuda menesterosa y necesitada de ayuda, solicita de verdad la ayuda de don Quijote para vengar la deshonra de su hija huérfana como si fuera un caballero auténtico. La aventura se decidirá mediante un desafío, en el que el contrincante dispuesto en broma por el Duque se saltará el guión previamente trazado.

5. La caballería real negada

Este lento declinar caballeresco de don Quijote, indefectible tras la Cueva de Montesinos y las farsas en casa de los Duques, se percibe en el encuentro con Roque Guinart (Parte II, cap. 60), trasunto de un personaje histórico con el que se tropiezan don Quijote y Sancho poco antes de llegar a Cataluña. Los libros de caballerías no suelen acoger entre sus personajes a cuadrillas de salteadores o de bandoleros, sin que tampoco podamos considerar su aparición como excepcional. Sin embargo, en esta ocasión el héroe manchego no se comporta de acuerdo con sus lecturas enfrentándose a los bandoleros que habían salteado en un principio a Sancho y después a unos viajeros; por el contrario, queda en un segundo plano y presencia todo con admiración por la conducta de Roque Guinard, a quien acompaña durante unos días. Ni mucho menos resulta un enemigo, el salteador tradicional que de vez en cuando aparece en sus lecturas favoritas, sino un prototipo virtuoso, un bandido generoso, atrevido, cortés, justo y caballeresco. En las aventuras de “verdad” don Quijote ha quedado eclipsado, retirado a un segundo plano. Incluso en el mismo episodio tiene la posibilidad de prestar su ayuda a una mujer en apuros, motivo recurrente. Sin embargo, la afectada, Claudia Jerónima, se dirige a Roque Guinart, quien ni siquiera llega a oír el ofrecimiento del hidalgo manchego. En una aventura de verdad, don Quijote solo ha podido esgrimir una retórica que no va acompañada de ninguna acción, preludio de su regreso a casa y de su final caballeresco.

6. La caballería rechazada

En el comienzo de la segunda parte de 1615 Sansón Carrasco trata de conseguir la vuelta de don Quijote a su aldea; para ello pretende derrotarlo en desafío provocado y que así, en cumplimiento de lo convenido, permanezca en su casa retirado durante dos años o más, tiempo suficiente para que recupere el juicio. Sin embargo, se invierten sus buenos propósitos, pues disfrazado de Caballero de los Espejos o del Bosque es vencido por el hidalgo manchego. Irónicamente consigue los efectos contrarios a sus deseos: por un lado, don Quijote reafirma la existencia de auténticos caballeros andantes y, por otro, queda reforzada su creencia en sabios encantadores que le transforman la realidad. Mientras tanto Sansón tramará la venganza, ahora con el sobrenombre de Caballero de la Blanca Luna, y al final de la obra en la playa de Barcelona desafiará a don Quijote, de nuevo por la superior belleza de su dama, con la condición expresa de que si lo supera deberá retirarse durante un año. En esta ocasión logra la victoria el Bachiller, por lo que don Quijote, aunque afirma la superioridad de Dulcinea, reconoce su deshonra y se ofrece a morir, si bien su adversario se conforma con su retiro. El fracaso supone el final de un proceso que afecta a su esencia caballeresca, de modo que el episodio adquiere un tinte melancólico.

En su comienzo narrativo, el protagonista se imponía un nombre, don Quijote de la Mancha, que en el transcurso del relato se superpone al de Caballero de la Triste Figura y más tarde al de Caballero de los Leones. Estas variaciones remiten a procedimientos habituales en los libros de caballerías, pues los personajes cambian sus antropónimos en función de sus estados anímicos, de importantes aventuras o de sus distintas etapas vitales. El procedimiento se había convertido en recurso utilizado las más de las veces mecánicamente, pero remitía a un arraigado sistema de creencias: el nombre refleja la esencia de la personalidad de su portador, por lo que su modificación debe revelar unas transformaciones profundas. De acuerdo con una estructura circular que remite a su comienzo, al final de la novela el protagonista recobra no sólo el juicio sino también su primera denominación: “Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno” (Parte II, cap. 74). En esta recuperación se ha producido un cambio notable: ahora abomina los libros de caballerías y hubiera deseado leer obras que le proporcionaran “la luz del alma”. Ya no queda tiempo, pero sí el suficiente para ordenar su testamento y morir en la cama cristianamente tras recibir los sacramentos, rodeado de sus seres queridos, el mejor final de los posibles de acuerdo con una mentalidad ortodoxa. A petición del cura, un buen conocedor de las caballerías, el escribano levanta acta para dar cuenta de su fallecimiento con el objetivo de no dar pie a resurrecciones y continuaciones narrativas, del mismo modo que alude al mismo motivo la coda final de Cide Hamete Benengeli. Ahora bien, a pesar de la opinión del escribano, este tipo de muerte contaba con antecedentes caballerescos, desde el Tirante el Blanco hasta el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz, si bien no era la habitual en el género. Pero incluso respecto a los precedentes existían unas sustanciales modificaciones intencionadas: el fallecimiento del protagonista no se producía en los brazos de la amada ni entregaba su espada a ningún hijo, símbolo de su continuación narrativa y genealógica. La imaginada Dulcinea se había evaporado, y el casto Quijote carecía de descendencia, del mismo modo que Alonso Quijano solo contaba con una sobrina casadera, y en el testamento había impuesto una cláusula determinante: su futuro marido debía desconocer los libros de caballerías; si no se cumplía lo señalado, quedaría desheredada.

Como he tratado de sintetizar, parte de los materiales utilizados por Cervantes remiten a literatura caballeresca, cuyo tratamiento va más allá de la burla y de la parodia. Se había impuesto un desafío difícil: conciliar una materia querida, la caballeresca, con unos mecanismos y procedimientos (de nuevo la invención y el artificio) que pudieran hacerla verosímil, y realizarlo, además, con un
estilo adecuado. Sólo de este modo podría entretener, enseñar, deleitar y admirar. Con una misma sustancia de la tradición, y otros
aderezos a veces no menos importantes, Cervantes construyó un edificio distinto, de múltiples lecturas y niveles:inauguró la
novela moderna.

Bibliografía

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