Inicio Biblioteca Complutense Catálogo Cisne Colección Digital Complutense

Vida y poesía: los Sonetos de Shakespeare

Ana Isabel Rábade Obradó 4 de Mayo de 2009 a las 09:04 h

Hay escritores que son un milagro. Podemos leer sus obras una y otra vez sin conseguir nunca desentrañar su secreto. Podemos también internarnos en su biografía. Intentar descubrir en su vida o en su personalidad claves que arrojen luz en el misterio. Si los datos vitales son suficientemente oscuros podemos aventurarnos en hipótesis extravagantes que justifiquen cualquier cosa.

 

La fascinación por conocer la vida de los "grandes hombres" no es en absoluto moderna. Se entronca con una característica humana por excelencia: la curiosidad. La curiosidad hacia los grandes hombres y mujeres es, en buena parte, una magnificación de la que sentimos hacia el vecino de al lado. Y tampoco es siempre tan mala como parece: ¿no podría considerarse la curiosidad por las vidas de prójimos posibles, cuando no reales, como un elemento indispensable del oficio de escritor? También es cierto que nuestra genética curiosidad hacia los otros parece haber aumentado con los tiempos, como lo evidencian desde las más sesudas investigaciones sobre los datos nimios de cualquier personalidad resonante, hasta las audiencias de los reality-shows. En el caso de personajes creadores, nuestro interés por la persona se entremezcla con el deseo de desentrañar el enigma de la creatividad. En los últimos siglos, hemos decidido que, detrás de una obra extraordinaria, hay siempre una individualidad singular que se manifiesta en ella: por detrás de toda gran obra ha de haber un gran hombre o una gran mujer. Al parecer ya no se escriben libros -y tanto valdría para cualquier otra forma artística- para expresar algo al lector sino, más bien, para que el autor se exprese. Por lo mismo, la tentación de leer la obra en clave biográfica es enorme.

 

Me resulta vano disertar sobre las relaciones entre biografía y ficción: como cualquier niño de cuatro años sabe en propia carne, las fronteras entre vida y fantasía tienden a ser difusas. A quien quiera un ejemplo bonito y divertido le remito a Los hechos: autobiografía de un novelista de Philip Roth.

Portada de obra de Philip Roth: Autobiografía de un escritorEn un epílogo que, para mí, es lo mejor de libro, Nathan Zuckermann, el personaje de ficción, pone los puntos sobre las íes a la biografía del autor real, Philip Roth -del que siempre se afirma que utiliza su vida para escribir sobre ella-, acusándole de no ser siempre suficientemente veraz y recomendándole que se centre en la ficción.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que -sin paranoias a lo Salinger- el autor se escondía plácidamente tras su obra. La inmortalidad se confiaba a la propia obra, no a la vida propia. Muchos de esos autores pasarían un rato divertido observando nuestros torpes esfuerzos por desvelar cuál era ese lugar de La Mancha cuyo nombre Cervantes prefería olvidar o si la Ítaca que añoraba Ulises es la actual Ítaca o alguna otra isla. La cosa se exacerba en algunos géneros. Nadie espera que Ray Bradbury haya visitado las colonias marcianas, que Albert Camus cometiera un crimen inexplicable o que Nabokov haya disfrutado del placer de las nínfulas. Mozart no necesitó ser un fervoroso creyente para componer misas maravillosas y, según parece, Goya no organizaba aquelarres en su casa. Pero, ¡ay, la lírica!

Nuestro modelo de comprensión para la lírica es Rimbaud, antes de dedicarse al comercio de armas: expresión furiosa de una individualidad arrolladora. Entendemos la poesía como un manifiesto personal. Buscamos las musas, los amantes, las promesas, los desengaños, en personas de carne y hueso y circunstancias con un aquí y un ahora. ¿De verdad ha de ser así?

 

Este año celebramos el aniversario de los Sonetos de Shakespeare, publicados por primera vez en 1609. ¡Después de cuatrocientos años siguen tan frescos! Y tan abiertos a la polémica.

Los Sonetos de Shakespeare han despertado todo tipo de controversias. Bien podrían tomarse como una obra prototípica para analizar los tropos de las polémicas en estudios literarios: ¿es Shakespeare realmente su autor?; por cierto, ¿quién era Shakespeare?; ¿fueron publicados los Sonetos con permiso de su  autor o por libre iniciativa del editor?; si ocurrió esto último, ¿son una obra consistentemente elaborada y estructurada o una colección arbitrariamente recopilada y azarosamente ordenada?; la dedicatoria, ¿es del editor? ¿del autor? ¿y quién se esconde bajo las siglas que identifican al afortunado?; ¿hemos de tomar los Sonetos como obra de alguna manera biográfica o como una creación literaria que nada nos dice de la vida y gustos de su autor?; hablando de gustos, ¿cuáles eran los gustos sexuales de Shakespeare, fuera quien fuera? ¿era o no era bisexual?; lo que siente el poeta por el guapo joven al que van dedicados la mayor parte de los poemas, ¿es pasión? ¿amor platónico? ¿mitad y mitad? ¿y quién era el guapo caballero?; ¿podemos identificar a la "mujer negra"? ¿era morena? ¿negra? ¿mulata?; ¿y el poeta rival?; ¿qué significa el guión que aparece entre "Shake" y "speare"?, si es que significa algo... ¡uff!. Todas estas cuestiones -y otras más- han provocado fogosos debates. Encuentro irónico que haya tanta carrera académica cimentada en discusiones en torno a si, por ejemplo, un hombre como el actor natural de Stratford on Avon al que se identifica normalmente como el poeta y dramaturgo William Shakespeare pudo ser el verdadero autor de las obras que tradicionalmente se le adjudican, dado que no parece haber disfrutado de ningún tipo de educación superior que justifique su talento, sabiduría y amplitud de vocabulario (¡unas 29.000 palabras!). ¡Todo sin pisar la universidad!

Yo no voy a entrar en casi ninguna de estas cuestiones: para la mayoría me faltan conocimientos y, prácticamente para todas, interés. Decidir, por poner un último ejemplo, si el receptor de la dedicatoria es el tercer conde de Southampton o el tercero de Pembroke (¡por lo menos estamos de acuerdo en el número!) me deja más bien fría. También a mí me pica la curiosidad por saber qué portento natural fue capaz de escribir lo que el tal Shakespeare escribió, pero no creo que la dilucidación del misterio pudiera variar un ápice la valoración y el goce de sus obras... Y si asistir a la universidad explica lo de las 29.000 palabras, no sé a qué esperan mis alumnos.

Aunque sorprendentemente algunos lo duden, los Sonetos tienen una estructura clara. Era lo normal en los poemarios de la época, que no solían consistir en meras  compilaciones de poemas, sino que buscaban conformar un cierto proceso o desarrollo narrativo. La forma más habitual de conseguirlo era figurar que los poemas se habían escrito en el orden que se ofrecen al lector, quien, a través de ellos, debe seguir los avatares y vaivenes de la voz lírica. Los Sonetos se estructuran en grupos. Hasta el poema diecisiete tenemos los llamados "sonetos de la procreación", en los que se conmina a un hombre joven a tener hijos para que su belleza no muera estéril y perdure en el tiempo. Los sonetos del dieciocho al ciento veintiséis (que, para marcar la transición, no es realmente un soneto) están dedicados al misterioso joven caballero. Del ciento veintisiete al ciento cincuenta y dos se consagran a la no menos enigmática dama negra. Los dos últimos, hasta completar los ciento cincuenta y cuatro, son de tema alegórico. En la progresión de los poemas los diferentes temas se introducen y entrelazan unos con otros.

¿De qué nos hablan los Sonetos de Shakespeare? Del amor en todas sus vicisitudes y tonalidades: la esperanza, la alegría, la distancia, el desencuentro y el reencuentro, los celos pequeños y grandes, las traiciones, el desamor, la amistad fervorosa y la pasión sexual. A esta última sólo se refiere abiertamente en los poemas de la dama negra. En los dedicados al bello joven, el tono erótico está a menudo presente, pero la connotación directamente sexual no es explícita. Hay un soneto -el veinte- en el que parecen aclararse los motivos: la naturaleza ha concedido al joven toda su belleza, pero le ha dotado asimismo con algo más o, más exactamente, con algo "de más", que Shakespeare afirma que sirve para dar placer a las mujeres pero que a él, francamente, le sobra. En fin...

Nos hablan del paso del tiempo y de los efectos del tiempo en la belleza. Los sonetos del joven caballero están llenos de referencias a la alternancia en las estaciones, a lo cambiante y efímero que es todo en la naturaleza, a cómo la muerte borrará todo. Sólo la poesía y el recuerdo que en ella se deposita poseen el poder para desafiar la caducidad y el olvido al que está destinado lo humano. Shakespeare está convencido de que sus versos le sobrevivirán.

Quien quiera conocer más, que los lea. Es tarea más fácil de lo que se pueda suponer. Los Sonetos están escritos con tal naturalidad, tanta frescura, tan poco artificio formal, que apenas se les notan sus cuatrocientos años y resultan asombrosamente cercanos. Como toda poesía, pierden siempre con la traducción, por buena que sea. Aún así, incluso traducidos, hacen notar su fuerza, su calidad, su belleza, su resistencia al paso del tiempo. Hay al menos dos versiones bilingües que permiten comprobarlo con la ventaja de poder asomarse al original: la de hace unos años de la editorial Hiperión y la que ha publicado recientemente Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

Para concluir mi comentario y abrir boca a la lectura, ahí van dos de los sonetos que más me gustan. Ambos tratan del amor y la poesía, aunque con diferentes matices: el primero más luminoso, el segundo más irónico y terrenal (pido disculpas por la traducción: es mía y tal vez no sea muy elegante):

18

¿Habré de compararte a un día de verano?
Tú eres más grato y más templado:
Fuertes vientos sacuden los adorables capullos de Mayo
Y la renta del verano vence en plazo harto breve.


A veces el ojo del cielo brilla demasiado intenso
Y a menudo su tez dorada se ensombrece,
Y todo lo hermoso alguna vez decae en su hermosura
Descompuesto por azar o por el curso cambiante de la naturaleza.


Pero tu verano eterno no declinará,
Ni perderás posesión de la belleza que te es propia,
Ni se jactará la Muerte de que andes bajo su sombra
Cuando en líneas eternas crezcas con el tiempo.


En tanto alienten los hombres y los ojos puedan ver
Seguirán vivos mis versos y a ti te darán vida.

 130

Los ojos de mi amada en nada son como el sol,
El coral es mucho más rojo que el rojo de sus labios,
La nieve es blanca, ¿y qué?, sus pechos son morenos,
Si los cabellos son hebras, hebras negras crecen en su cabeza.


He visto rosas de Damasco, rojas y blancas,
Pero no veo tales rosas en sus mejillas,
Y algunos perfumes producen más deleite
Que el aliento que mi amada exhala.


Me gusta oírla hablar, aunque bien sé
Que la música tiene un sonido mucho más placentero.
Confieso que nunca vi andar a una diosa:
Mi amada al caminar va pisando la tierra.


Y, sin embargo, por Dios que tengo a mi amada por tan extraordinaria
Como cualquiera otra falseada con engañosas comparaciones.

Bookmark and Share
Ver todos los posts de: Ana Isabel Rábade Obradó


Universidad Complutense de Madrid - Ciudad Universitaria - 28040 Madrid - Tel. +34 914520400
[Información - Sugerencias]