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Varujan Vosganian: El libro de los susurros

Marta Torres Santo Domingo 12 de Diciembre de 2017 a las 14:03 h

Hay historias que no pueden ser contadas, sólo susurradas, pues los que las han vivido perdieron la voz, y los que las recuerdan tienen miedo de hablar, pero no quieren olvidar y por eso las susurran. De eso trata El libro de los susurros, de recordar las historias del pueblo armenio que a lo largo del siglo XX sufrió tragedias de proporciones dantescas en la que desaparecieron generaciones enteras. Cientos de miles de armenios murieron en un genocidio que comenzó a finales del siglo XIX en el imperio turco, que alcanzó el infierno en las persecuciones y matanzas en masa de 1915, y que tuvo su epílogo en el exilio apátrida por todo el mundo, las guerras mundiales, los campos de concentración o los gulags soviéticos. 

Porque esta es, quizás, una característica original de la obra. Y es que al ser el autor, Varujan Vosganian, descendiente de armenios exiliados en Rumania, la historia no se detiene tras las matanzas de 1915 sino que seguimos acompañando a los armenios en los años siguientes, en su diáspora por el mundo, en este caso en Rumanía. [Y esto me hace recordar las comunidades armenias que conocí yo en Beirut, en el Líbano, o en Damasco. ¿Dónde estarán refugiados hoy en día estos exiliados perennes?]

La Segunda Guerra Mundial trae otra tragedia y lleva a miles de armenios a militar en campos enemigos, unos con los alemanes, La Legión Armenia, y otros con los rusos, los vencedores finales. Un capítulo nuevo se abre. Para unos significa la "recuperación" de su patria, para otros la muerte, la expulsión a los gulags o la vida bajo la opresión de la dictadura soviética que, otra vez, lleva a los protagonistas a abrir el Libro de los Susurros, y susurrar para poder sobrevivir.

 

 

Estos pasajes de la historia están admirablemente descritos en la obra a partir de los recuerdos de las personas que conoció el autor. Oímos las voces de sus abuelos, tíos, familiares, vecinos y amigos y, a través de ellos y, sobre todo, a través de los nombres de aquellos que no sobrevivieron, el autor va dando nueva vida a una comunidad entera desaparecida en los desiertos de Mesopotamia en una apocalíptica procesión por los Círculos de la Muerte. Es la voz de los "muertos nuevos", la de aquellos que no pudieron vivir su vida y siguen muriendo entre nosotros. La de aquellos que se preguntan ¿Y ahora qué? y entierran sus respuestas en una caja en el cementerio.

Es un libro estremecedor y lleno de ternura, con personajes inolvidables, algunos instalados en el silencio, otros en la venganza, en la poesía o en la locura, pero todos ellos profundamente humanos y testimonios vivos de la capacidad de supervivencia de su pueblo. "El libro de los susurros es una historia que nadie contaba por entero, como si cada uno tuviese miedo de entenderlo todo y tratase con esa narración incompleta de rescatar su vida de la falta de sentido" (pág. 214).

El aroma del café, el sabor de los albaricoques, el vuelo de los pájaros, el cementerio, las fotografías en blanco y negro, los olores de la cocina, el sonido de la música, la melancolía, dan el tono de calidez oriental a una obra que es, sin duda, un libro imprescindible para conocer de primera mano la historia del genocidio armenio, narrado con una maestría literaria de primer orden, y que se ha convertido en uno de los libros rumanos más importantes de las últimas décadas.

Dado que este blog es de una biblioteca, quiero traer aquí un pasaje que me ha impresionado por lo que tiene de episodio vivido en muchos más lugares y épocas, con las que comparte la intolerancia y el miedo. Los protagonistas son los libros y está situado en la Rumanía soviética:

"EL DÍA DE LA QUEMA DE LIBROS. La lista de libros prohibidos la trajo el cartero. El remolque estuvo tres días en la esquina de la calle. La gente cargó sacos de libros, sin saber si sería o no bueno mostrar que habían tenido libros prohibidos. Los libros retuercen la mente y generan enemigos del pueblo. La lista de libros era tan larga (la integraban incluso libros de texto y manuales escolares), que era imposible que nadie no tuviese en casa al menos uno prohibido. La gente, apurada, llenaba sacos compactos de libros y respiraba aliviada cuando los entregaban al individuo ataviado con mono en el estribo del remolque, en el extremo de la calle. "Es mejor así. Antes de que vengan ellos a buscarlos, más vale que los traigamos nosotros". "Sí, pero no tenemos ningún libro de esta lista. O uno o dos... ¿Con qué vamos a llenar el saco?". "¡Qué mas da!", decía encogiéndose de hombros el cabeza de familia. "Los ponemos a montón, lo que tengamos por casa... Al final, los prohibirán todos, mejor librarse de ellos de una vez. ¿De qué te sirven hoy los libros de ayer? Hace más daño recordar".

Nadie inspeccionó los libros, que permanecieron en sacos atados con cuerdas de tender, pues así resultaba más fácil descargarlos. Para que cupiesen en la plaza, frente al teatro Pastia, donde resistía como por milagro el busto de Mitita Filipescu, las excavadoras empujaban los sacos caídos. Se reunieron tantos libros que la plaza se llenó; las hojas arrancadas flotaban como aves blancas, empapadas de brisa. La gente al pasar los revolvía y los libros intentaban escapar, notaban que algo no estaba en orden, pues los hombres jamás se habían comportado así con ellos. Las botas los llevaban luego junto a los demás. Saltaban por el aire con las páginas revueltas y luego se acurrucaban esperando que, en lugar de las botas, llegase otra vez una mano que los hojease. Las excavadoras, al empujarlos, y los sacos desgarrados dejaban salir hojas y tapas mezcladas al buen tuntún, que recordaba a cómoda antigua, a toquillas sin desdoblar. Luego, estaba el olor penetrante y el brillo de la gasolina que derramaron por encima. Y el fuego..." (pág. 137-138)

La cuidada edición, de Editorial Pre-Textos, cuenta con la traducción y notas de Joaquín Garrigós, salió a la luz en 2010, y ya ha tenido varias reimpresiones.

 

 

 

 

 

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